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La hora del volantazo

La permanente sobreactuación discursiva ha llevado a los gobernantes a ponerse en aprietos. Para interrumpir esa fatal secuencia precisan adoptar drásticos cambios cuanto antes. Concretarlo puede traer consigo un elevado costo político, que tampoco están dispuestos a admitir, pero puede que esa sea la única chance para salir airosos de este enredo.

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

Las circunstancias han ido arrinconando progresivamente al oficialismo. Su dialéctica ha sido de enorme utilidad para ganar la elección del año pasado, pero no fue eficaz para administrar con astucia esta difícil coyuntura.

Las reformas estructurales son imprescindibles y la deliberadamente eterna postergación sólo ha logrado empeorar cada uno de los inconvenientes ya existentes provocando, mientras tanto, una triste y agónica convalecencia.

Hoy, frente a un escenario realmente preocupante, las recetas meramente reflexivas son absolutamente inocuas y, en algún punto, agravan mucho más el delicado cuadro original, complicando el pronóstico de corto plazo.

Las arengas vacías, los grandilocuentes alegatos y la recurrente apelación a lo emocional no alcanzan para encauzar la realidad, sino que sólo alimentan mayores dudas acerca de la capacidad de esta clase dirigente para enfrentar un reto que requiere de mucho talento, seriedad y templanza.

Una economía en caída libre, con inflación ascendente, constante pérdida de puestos de trabajo, recesión prolongada y una desconfianza fuertemente instalada, no necesita de un líder arrogante que, en modo doctoral, pretende mostrar éxitos allí donde todos perciben evidentes derrotas.

Resulta esencial tomar nota de lo que sucede, tener algo de empatía para comprender lo que demanda la sociedad, salir de la zona de confort que propone la mediocridad política, ese lugar en el que sólo importa lo que se dice mientras la acción está en pausa y queda en un segundo plano.

La gente espera anuncios trascendentes y no sólo una nómina superficial de parches cuyo impacto es muy reducido. La situación merece otro tipo de actitudes y no esta parodia actual tan inconducente como ridícula.  

El Gobierno se viene resistiendo a hacer lo que debe. Tiene múltiples razones para evitarlo. Algunas de estricto orden ideológico y otras vinculadas a su pánico escénico para asumir costos políticos elevados.

La cuestión de fondo es que están completamente encerrados. No tienen demasiadas buenas opciones a la mano, al menos cuando esto se observa desde esa perspectiva tan mezquina como ineficiente que los caracteriza.

Si continúan en esta senda sólo seguirán tropezando sin encontrar el anhelado equilibrio y tampoco identificarán el rumbo soñado. En ese caso su popularidad se desmoronará y la gobernabilidad estará en jaque.

Por el contrario, si empiezan a virar bruscamente, tendrán la labor de convencer a muchos de sus seguidores de que vale la pena traicionar sus supuestas visiones, ya que esta eventualidad tan particular lo amerita e impone la implementación de esa ineludible lógica ortodoxa.

Lo cierto es que están embretados y que el reloj sigue su curso. No tienen demasiado margen para posponer hasta el infinito este inminente dilema. Muy pronto deberán resolverlo y seleccionar finalmente algún camino.

El complejo cóctel que combina el crecimiento de los casos de coronavirus con una crisis económica en pleno desarrollo, a lo que se agrega una devaluación imparable con turbulencias financieras cotidianas, no brinda suficiente espacio para pensar con detenimiento cómo aniquilar de una vez por todas a esta inagotable incertidumbre.

Los plazos son muy acotados y nada hace creer que puedan disminuir semejante ebullición con improvisados remiendos. Las medidas planteadas últimamente y sus elocuentes consecuencias hablan por sí mismas. Ninguna de ellas ha conseguido revertir la inalterable tendencia hacia la debacle.

Sin acceso al crédito internacional, con una potencialidad exportadora sensiblemente limitada y sin inversión extranjera genuina, el ingreso de divisas no parece insinuarse como una fuente de soluciones sustentables.

Si el país no empieza a movilizar con vigor su aparato productivo, sino brinda adicionalmente señales inconfundibles de estabilidad y se ofrece como un atractivo ámbito para los negocios, nadie invertirá una sola moneda por estas latitudes.

Ante ese panorama, el empleo no se recuperará jamás, la pobreza seguirá haciendo estragos, acarreando problemas que se irán acumulando y que multiplicarán el daño originalmente producido por esta catástrofe.

Están a tiempo. Aún pueden tomar el timón, pero deben entender que para esto no hay medias tintas. O lo encaran como corresponde o fracasarán nuevamente. La convicción en esto es vital. No sólo se trata de hacer lo correcto sino de generar credibilidad en el mercado y para eso se deben evitar las vacilaciones, los relatos ambiguos y los guiños incomprensibles.

Es allí donde radica el mayor de los desafíos. No sólo deben decidir con celeridad y en el sentido adecuado, sino que deben mostrar además una determinación a prueba de todo para iniciar el recorrido. Si lo hacen de un modo culposo y timorato, habrán desperdiciado su última carta ganadora.

Necesitan también reunir coraje y convocar a los mejores para abordar ese proyecto con posibilidades de acertar. Las próximas semanas serán claves para conocer el desenlace o si aún resta mucho itinerario para seguir cayendo por este precipicio económico, social y moral.

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