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Un horizonte que preocupa

Lo que queda del año no traerá consigo grandes novedades. El siguiente aparece repleto de incógnitas y con escasas definiciones. Abordar con criterio ese extraño panorama constituye el mayor reto del momento.

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

El cóctel que combina el presente con las expectativas respecto del futuro resulta atemorizador. A las alarmantes circunstancias sanitarias derivadas del coronavirus se suma la intrincada coyuntura económica y la ausencia de buenos pronósticos, al menos, para la inmediatez.

Durante los últimos meses, la política puso un particular énfasis en cómo dar la batalla contra la covid-19. Diseñar tácticas ante ese inesperado episodio fue estresante. La confusión y el terror no contribuyeron en nada.

El miedo a un colapso generalizado del sistema de salud monopolizó la discusión. Finalmente, los esfuerzos se concentraron en fortalecer todos los frentes posibles para soportar el embate de un eventual pico de casos que obligara a atravesar el angustiante dilema de optar entre pacientes.

Salvo algunas pocas lamentables excepciones ocurridas, especialmente, al comienzo de esta calamidad, ese objetivo se ha venido logrando en muchos lugares con relativo éxito, si es que esa palabra cabe en esta difícil ocasión.

En forma concomitante, las autoridades intentaron brindar contención social implementando medidas paliativas que eludan daños irreversibles. En ese sentido los resultados no han sido tan alentadores y la diversidad de esquemas ha dejado muchas enseñanzas en este doloroso aprendizaje.

Ya han quedado atrás las elucubraciones en lo que hace a la aparición de una vacuna milagrosa en el corto plazo, o de un tratamiento mágico que aplaste la pandemia. Todos los pronósticos hablan de soluciones parciales que llegarán, con suerte, a mediados del 2021 o inclusive un poco después.

Frente a esta realidad no queda otro remedio que trabajar en la convivencia no solo con la enfermedad sino con una recesión global que trae consecuencias sobre la producción, el empleo, el ahorro y la inversión. La falta de precisiones merodea cualquier proyección. El mundo intuye una importante recuperación, pero su velocidad y magnitud por ahora son solo interrogantes. Los especialistas más prestigiosos creen que en un par de años, las comunidades podrían restablecer casi todo a los niveles iniciales.

En ese contexto el debate político del planeta pasa por dirimir cuáles son los instrumentos más adecuados para facilitar ese proceso de “normalización”, a sabiendas de que en el “mientras tanto” habrá que cuidarse del virus.

Se trata de un fino equilibrio que habrá que transitar para evitar nuevos sacudones, pero aspirando a garantizar una actividad económica en crecimiento que permita rescatar una parte de lo mucho que se ha perdido. La tentación de los demagogos de siempre, de repartir lo que no se tiene, está a la vuelta de la esquina. Sus desvaríos ideológicos mezclados con su ignorancia acerca de cómo funciona la economía más elemental les juegan una mala pasada y sus efectos colaterales pueden ser catastróficos.

Sin incentivos para invertir, nadie apostará lo que aún conserve de su patrimonio en una descabellada aventura. Solo se puede esperar unos pocos proyectos muy acotados, de bajo impacto en términos de volumen de negocios y con una limitadísima generación de fuentes de trabajo. 

Una presión impositiva agobiante no ayudará a que la recuperación sea rápida. Por el contrario, sólo conseguirá amedrentar a los pocos audaces dando lugar a un interminable círculo vicioso que operará sin detenerse.

El recurrente argumento de los dirigentes es que necesitan financiar lo estatal y que hoy pueden ser uno de los actores centrales en la reactivación. Quienes insisten con esta hipótesis olvidan que el Estado sólo puede gastar lo que antes le ha quitado, vía impuestos, a los que producen.

Lo más grave es que los funcionarios no solo tienen una visión distorsionada sobre su papel en esta instancia, sino que además están absolutamente desconcertados, pero eso no es patrimonio exclusivo de estas latitudes.

La impotencia es gigantesca. En el pasado, una mera manipulación de ciertas variables financieras podía acomodar casi cualquier ecuación “a piacere”. Hoy ya no es posible. Las implicancias de apelar a esos mecanismos pueden acarrear múltiples problemas adicionales.

Los que entiendan que son los individuos los que construirán la nueva normalidad y que los experimentos sociales podrían no solo demorar lo natural, sino que también complicarían el trayecto enlenteciendo la secuencia, tendrán mayores posibilidades de festejar al concluir este ciclo.

Se asistirá a una carrera que confrontará dos modelos contrapuestos. Los que creen en la impronta vital de la iniciativa privada acompañando lateralmente esa dinámica y los que piensan que el Estado debe ser el protagonista conduciendo todas las decisiones trascendentales.

Los países más intervencionistas tropezarán por bastante tiempo sin encontrar el camino. Deambularán con sus idas y vueltas buscando culpables a quienes endilgarle sus predecibles fracasos.

Los gobiernos más prudentes, los que comprenden su incapacidad para liderar la optimización de resultados, estarán allí para dar soporte y para cooperar, pero de ningún modo para señalar de forma arrogante el rumbo.

Seleccionar el lado adecuado será el gran desafío de este tiempo. El horizonte preocupa no solo por lo sanitario y lo económico, sino por la desorientación de los gobernantes de turno que siguen sin brújula.

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