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El reino del escándalo

Los disparates se acumulan frente a una ciudadanía apática que, sigue validando, por acción u omisión, cada inaceptable episodio, alimentando una interminable secuencia que no encuentra un final ni apela a escarmiento alguno. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

Los políticos de este país no son la excepción a la regla, sino que se asemejan a los del resto del mundo. Cierto análisis superficial pretende que todos crean que se trata de una casta singular y única en el planeta que, sin desparpajo, comete atrocidades cotidianas con sus posturas irracionales.

En todo caso, habrá que decir, que solo actúan bajo las premisas que una comunidad inexplicablemente permisiva le admite a diario. El problema no es patrimonio exclusivo de la política doméstica, sino la inexorable consecuencia de los elevados niveles de indiferencia cívica.

Recorriendo la historia reciente encontramos que emergen con bastante frecuencia situaciones insólitas e improcedentes que tienen como protagonistas a líderes de cientos de naciones completamente disímiles.

Estas andanzas también acaecen en otras latitudes. Ni siquiera las naciones más desarrolladas logran evitarlo. La enorme diferencia radica en lo que sobreviene después de cada uno de esos dislates. Allí no culminan tan impunemente y el costo de esas equivocaciones tiene precio.

La otra divergencia es que esos incidentes promueven pautas que invitan a soslayarlas para que no se repitan en el futuro funcionando entonces de un modo preventivo y disuasivo para los actores del momento.

Muchos creen que esto se deriva solo de las tradiciones de ciertas culturas, mientras que otros prefieren señalar la robusta institucionalidad de ciertas democracias como el factor clave de ese supuesto éxito.

Obviamente que ese recorrido marca una huella, contribuye significativamente y genera condiciones óptimas que propagan conductas adecuadas. No se debe restar importancia a estos gestos, pero no menos cierto es que el sistema de incentivos que subyace es el que, definitivamente, orienta los comportamientos de un modo sutil y eficiente.

La corrupción de los funcionarios no es un fenómeno propio de estas tierras. En todos lados el burócrata de turno intenta apropiarse del botín con malas artes. El escándalo no ocurre por la mera intención de llevarlo a cabo, sino frente a la concreción del hecho.

La diferencia gigantesca con lo que sucede en otros lugares es que en la inmensa mayoría de ocasiones el patético personaje en cuestión termina invariablemente preso, previo juicio y condena pública, señalado como inmoral y relegado a un espacio de inocultable desprecio comunitario.

En esta aldea, los malhechores públicos, no solo no son debidamente repudiados, sino que, en demasiados casos, se los endiosa y venera al punto de convocarlos nuevamente al ruedo para que repitan sus fechorías.

No conforme con ello, se agrega a ese indecoroso proceso, otro plus inadmisible que consiste en utilizar el poder formal para borrar las omnipresentes pruebas de sus crímenes, esos que cometieron no solo gracias a la complicidad de los miembros del sistema, sino con el implícito aval de una trascendente cantidad de votantes absolutamente desquiciada.

Si alguien que roba a los ciudadanos parte del fruto de su esfuerzo personal, no es rechazado, y, además, se lo vitorea instándolo a dar rienda suelta a sus despropósitos, nadie debería sorprenderse de que continúe con su derrotero delictual y sume nuevos integrantes a sus huestes.

No es razonable, entonces, horrorizarse frente a una declaración mediática ridícula, a decisiones normativas totalmente delirantes o espectáculos obscenos explicitados sin pudor alguno. Todos esos ingredientes son solo una parte de la misma realidad y conforman un cóctel inescindible.

La tragedia está en manos de la gente y no de la política. Como en todos los órdenes de la vida, los seres humanos atropellan hasta que encuentran límites que configuran barreras de contención infranqueables.

Cuando todos prefieren no poner frenos, por negligencia, ignorancia o desidia, pues solo puede sobrevenir lo esperable, lo lógico. Es decir, la acción deliberada de una corporación que, de modo planificado, avanzará paso a paso, escalando progresivamente en ese trayecto interminable.

Una sociedad enferma, que, por su patética pereza intelectual, decide seguir en la zona de confort, sin reflexionar sobre lo que pasa, tiene como recompensa este desmadre, en el que una casta de delincuentes se apropia de las arcas públicas y somete a los habitantes a persistentes vejaciones.

Esa mansedumbre se sostiene además por la sensación de que el poder pertenece a los que circunstancialmente mandan. En realidad, nadie parece registrar que cuando la gente decida hacerse cargo lo conseguirá muy rápidamente y nadie podrá esquivar esa reacción.

Si verdaderamente el hartazgo, del que tanto se habla, estuviera presente, esta dramática situación no persistiría por tanto tiempo. Si todo sigue empeorando es porque no se ha madurado lo suficiente como para dimensionar la magnitud del irreparable daño que estas irresponsabilidades traen consigo.

Esto de hacerse el distraído no es gratis. El reino de los escándalos sigue vigente y se perfecciona permanentemente, sobre la base de una comunidad que mira al costado, y sigue con su vida como si esto no la impactara. Cuando se logren conectar en la mente estas desgracias con la imposibilidad de desarrollarse habrá un cambio en serio. Antes, lamentablemente no.

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