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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Una expectativa completamente disparatada

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

Quizás el mundo sea víctima de su propio éxito. Los notables adelantos logrados en las últimas décadas se han traducido en que una porción significativa de la comunidad se crea casi inmortal y eso no es lógico.

Son muy pocos los que han registrado acabadamente esos avances impresionantes y sobre todo los que han tomado nota de la insuperable velocidad con la que han sucedido estos desarrollos que mejoraron considerablemente las condiciones generales de la supervivencia humana.

La ciencia ha aportado muchísimo en esta dirección y lo ha conseguido, en la inmensa mayoría de los casos, a un ritmo verdaderamente vertiginoso. No se trata sólo de lo obtenido, sino también de la escasa cantidad de años que se precisaron para dar cada uno de esos gigantescos saltos.

Se han exterminado una multiplicidad de calamidades históricas. Muchísimas dolencias dejaron de ser brutalmente letales para convertirse en padecimientos serios, pero sólo crónicos y habitualmente cotidianos.

La esperanza de vida al nacer se ha duplicado en decenas de países. Esas estadísticas muestran no sólo cómo ha evolucionado este indicador, sino también cómo incidieron positivamente ciertas invenciones. La edad promedio y la elevada calidad de vida que se puede alcanzar, aun si se arrastran severos problemas, es un fenómeno asombroso.

La aparición de los antibióticos, la masificación del agua potable, el nacimiento de las vacunas, el descubrimiento de novedosos tratamientos, los evidentes hallazgos tecnológicos, la documentada experiencia en el manejo de situaciones críticas, el surgimiento de nuevas drogas y las técnicas para su utilización son hitos en esta nómina de bendiciones.

La creatividad humana puesta al servicio de la salud es prácticamente inagotable y no encuentra límite alguno. Es imposible hacer una síntesis acotada de su admirable recorrido. En ese elogiable contexto, la humanidad ha tropezado con la soberbia de creer que todo lo puede y que si ha vencido a ciertas enfermedades no debe temer a nada, ya que todo tiene solución.

Esa afirmación no sólo no es cierta, sino que pone la vara en un lugar inadecuado, generando una expectativa totalmente desproporcionada y distorsionando absolutamente el modo de comprender el entorno actual.

La especie sigue siendo mortal y eso, al menos por ahora, no está siquiera en tela de juicio. La muerte es una protagonista inescindible del ciclo natural y puede sobrevenir en cualquier momento y por diversas causas.

El advenimiento de la pandemia tomó de sorpresa a todos. Esa arrogancia omnipresente hizo que muchos creyeran que esta contingencia sería pasajera y que en pocos meses todo volvería a la normalidad. La ilusión de muchos estaba puesta allí, esperando que la magia hiciera su labor. Había que aguardar por la anhelada inmunidad, esa que aterrizaría a partir del contagio generalizado o eventualmente de una vacuna. Una nunca dijo presente y con la otra una decena de proyectos lograron su cometido para dar después sus primeros tímidos pasos.

La globalización aceleró el proceso de diseminación como jamás aconteció en el pasado, pero también sirvió para compartir la experiencia, reducir las equivocaciones y contribuir a la búsqueda de respuestas ante la desesperante incertidumbre.

La tradicional dinámica de los medios de comunicación y la incontrolable ansiedad social aportaron más confusión que claridad. Un conteo de contagiados, internados y fallecidos se convirtió en una triste rutina que se universalizó iniciando una ridícula competencia internacional sin sentido.

Ese patético esquema llevó a los gobiernos a tomar irresponsables determinaciones ocultando información relevante, sesgando los contenidos técnicos disponibles y marcando la agenda política en demasiadas naciones.

Jamás las vacunas se investigaron con tanta prisa y dieron a luz en un plazo tan breve sin embargo se las esperaba mucho antes. Pese a este prodigioso fenómeno, para algunos especialistas eso compromete la seguridad ya que esta maniobra altera los usuales protocolos en la materia.

Es tal la disociación con la realidad que la gente sueña con resultados excepcionales en un período récord y sin secuela alguna. Semejante aspiración habla a las claras de cómo se han olvidado las referencias.

Cualquier proceso de intervención supone efectos secundarios. No existe tal cosa como la perfección en estas lides. Es lo que pasa con otras afecciones en las que cada remedio trae consigo alguna clase de consecuencias.

Lo que está ocurriendo no tiene que ver con el coronavirus, sino con una demanda social y gubernamental alocada. Se están exigiendo tiempos, resultados y metodologías sin error alguno. No parece para nada razonable.

La celeridad con la que los científicos encontraron alternativas eficientes no la exime de yerros y habrá que hacerse cargo de las posibilidades objetivas para no pecar de imprudentes.

Es hora de reflexionar con humildad, asumiendo las limitaciones. Los progresos en el campo de la salud son inmensos, pero es imprescindible conservar la cordura.

Las muertes se sucederán aún después de la pandemia. Las investigaciones continuarán su recorrido ofreciendo ingeniosas variantes, intentando minimizar los impactos negativos o postergar lo que inexorablemente acaecerá. A celebrar la vida, festejar las victorias del conocimiento, pero sin perder de vista la implacable finitud de la presencia en la tierra.

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