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Reacomodamientos pragmáticos y pujas por el liderazgo global

Por Sergio Berensztein

Publicado en La Nación

Luego del promocionado encuentro en Ginebra entre Joe Biden y Vladimir Putin, muchos líderes europeos se plantean en la cumbre iniciada ayer en Bruselas la necesidad de resetear sus relaciones con Rusia desde un punto de vista más funcional. El inédito episodio del aterrizaje forzoso del vuelo de Ryanair en Bielorrusia pareció llevar las tensiones entre Europa y Rusia a una inevitable profundización. Sin embargo, en un contexto en que las prioridades siguen siendo la recuperación económica y la necesidad de minimizar el impacto de una nueva ola de contagios motorizada por la denominada cepa delta de covid-19, predomina en la escena internacional una agenda minimalista basada en un frío pragmatismo. El mismo enfoque prevalece en torno a Turquía, urgido de apoyo financiero: Erdogan dispuesto a seguir admitiendo refugiados brinda espacio para la negociación. Tal vez la única excepción sea la firme condena a la homofobia del régimen de Orban.

En este marco, EE.UU. y China continúan desplegando estrategias de reacomodamiento, adaptándose a un entorno de competencia estratégica cada vez más vertiginoso e incierto. Washington intenta capitalizar el excelente impacto que tuvo el triunfo de Biden en la opinión pública de Occidente, como quedó de manifiesto en su reciente gira europea. Sigue el repliegue de tropas, en especial en Afganistán y en Medio Oriente, y las chances de revivir el acuerdo nuclear con Irán lucen más acotadas luego de la elección del ultraconservador Ebrahim Raisi. El foco de interés, no obstante, es Asia, donde la expansión de la influencia de Pekín produce cimbronazos. A la cada vez más creíble amenaza que pende sobre Taiwán se le suma el cierre del Apple Daily, que agrava el temor sobre el futuro de la libertad de prensa (y de la libertad en general) en Hong Kong, que debería respetarse hasta 2047 según el acuerdo de traspaso firmado entre el Reino Unido y China. El jueves se agotó la última edición de un millón de ejemplares (en promedio vendía 80.000). La ley de seguridad nacional impuesta por China desde junio del año pasado en repuesta a las movilizaciones de 2019, que prevé castigos contra lo que se considere secesión, subversión, terrorismo y colusión con un país extranjero, forzó a la empresa propietaria Next Digital (cuyo principal accionista, el millonario Jimmy Lai, está preso), a cerrarlo de forma súbita.

En parte por eso, la proporción de estadounidenses que ven a China como el principal enemigo se duplicó en 2020 respecto del año anterior. Una encuesta de Gallup detectó que esa cifra pasó del 22 % al 45 % en apenas 12 meses. El aumento del poder económico del gigante asiático explica en gran medida los temores que llevaron a este significativo cambio: de hecho, el 63 % lo considera una amenaza crítica, cifra que se compone de un 81 % de republicanos, un 56 % de demócratas y un 59 % de votantes independientes si se realiza un corte por preferencias políticas y un 77 % de conservadores, un 56 % de moderados y un 54 % de progresistas (“liberales” en la jerga norteamericana) si se evalúa según inclinaciones ideológicas. Pew Research Center confirma los hallazgos: en su propio informe identificó que el 67 % de los estadounidenses tiene una imagen negativa de China (contra 46% de 2018) y que el 89 % considera a ese país competidor o enemigo.

Es cierto que la opinión pública no determina los aspectos específicos de la política exterior de los Estados, pero define la zona dentro de la cual las políticas públicas pueden sostenerse en el tiempo. En ese sentido, el estudio de Pew reveló que el 48 % considera que limitar el poder y la influencia de China debe ser una de las principales prioridades de su país, que un 53 % quiere una línea más dura en sus políticas económicas hacia la nación liderada por Xi Jinping y más del 70 % busca que Estados Unidos enfrente a China por su política de derechos humanos.

El Índice de capacidad de influencia bilateral formal (Fbic) de la Universidad de Denver y el Atlantic Council toma aspectos cuantificables de las relaciones comerciales, de seguridad y diplomáticas entre dos países (por ejemplo, valor de los bienes comercializados, cantidad de ayuda proporcionada o número de armas transferidas) y examina el balance en términos de la dependencia de uno respecto de otro. Según la edición de junio de este año, a nivel global, la influencia china creció rápidamente en tamaño y alcance: desde 1990 pasó de 3 a 20. La de EE.UU., mientras tanto, se mantuvo relativamente estable en el mismo período: de 27 a 28. En 1992, China tenía más ascendiente que Estados Unidos en apenas 33 países, mientras que Estados Unidos prevalecía en otros 160. Ese equilibrio pasó a ser de 61 y 140 naciones, respectivamente. La pandemia aceleró esta perspectiva y hoy China consolida su influencia en gran parte de África, el sudeste asiático y los antiguos Estados de la ex Unión Soviética. ¿Habrán hablado de eso Putin y Biden durante sus más de tres horas de conversación?

Distinto es el caso de América Latina, donde, a excepción de Cuba, hasta ahora el alineamiento continúa dándose en favor de Estados Unidos. Sin embargo, es cierto que, en especial en América del Sur, China gana una moderada importancia estratégica (en particular por el destino de las exportaciones de commodities y las inversiones en infraestructura). En el caso específico de la Argentina, existen altos niveles de complementariedad comercial con China que no tenemos con los Estados Unidos, muy superiores a los que alcanzamos alguna vez con la Unión Soviética (excepto el peculiar episodio de la venta de trigo por parte de la dictadura militar, que rompió el bloqueo impuesto por Estados Unidos luego de la invasión a Afganistán de 1979). ¿Podremos mantener relaciones positivas, inteligentes y maduras con ambas potencias en un escenario de creciente conflictividad entre ellas? ¿Caeremos en una situación de “doble dependencia”? ¿Estaremos condenados a elegir por uno de los centros de poder en detrimento del otro? ¿Cuál es la mejor forma de defender el interés nacional?

En las últimas semanas, quedó nuevamente en evidencia que la política exterior del Gobierno se caracteriza por una mezcla de falta de coordinación, ideología e improvisación. Que la grieta cruza el sistema político y aleja toda posibilidad sensata de lograr consensos se verifica en esta crucial materia: ni siquiera existen acuerdos dentro del Gobierno ni una participación lógica de los cuadros profesionales de la Cancillería en el proceso de toma de decisiones, mucho menos intentos de cooperación con la oposición. A su vez, cuando más necesitamos el apoyo de Estados Unidos y sus aliados para acordar con el FMI y evitar seguir procrastinando con decisiones fundamentales de política económica (a propósito… ¿cuánto le va a costar al país el “entendimiento” con el Club de París?), más caemos en una dinámica incomprensible y autodestructiva, en particular en torno a la dictadura de Ortega-Murillo en Nicaragua, las insólitas ambigüedades frente al régimen chavista (¿desde cuándo el Estado de derecho se limita a la legitimidad de origen del liderazgo presidencial, que, de todas formas, estuvo plagada de sospechas?) y la no condena de los ataques terroristas contra Israel.

Ante un mundo cambiante, volátil y turbulento, la Argentina opta por alejarse de los países más democráticos y prósperos, rifar su reputación en materia de defensa de derechos humanos y desdibujar su liderazgo regional con un inentendible seguidismo respecto del actual gobierno mexicano. 

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