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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Para no meter la pata

Por Emilio Zola

Especial

Para El Litoral

Cuenta regresiva para un año electoral que comenzó con datos predecibles tales como alta inflación, suba del dólar blue, internas en el gobierno, descomposición de la matriz política, debilitamiento de las instituciones y las consecuencias de esa mezcla de factores perniciosos reflejadas en ese remedo de cumbre multilateral que fue el encuentro de la Celac.

La foto de Alberto Fernández con Lula no movió el amperímetro. El reelecto presidente brasileño representa todo lo que el kirchnerismo quisiera ser después de su triunfo contra Bolsonaro, redención poscarcerlaria incluida. Pero la historia del líder del PT no traza un paralelismo y por ende resulta intransferible al complejo cuadro de situación que enfrenta la débil alianza oficialista argentina.

Mientras Luiz Inacio dio batalla desde los calabozos, cuando muchos lo creían un cadáver político, la administración albertista gasta energías que no tiene en un ataque a la Corte Suprema, cuando menos, extemporáneo. Una disputa por el poder de tamaña magnitud debería quedar reservada para momentos de alta legitimidad como los que el jefe de Estado disfrutó en los primeros meses de su gestión, en tiempos de pandemia.

El recuerdo de aquellas añoradas conferencias tripartitas, codo a codo con el alcalde porteño, Horacio Rodríguez Larreta, y el gobernador de Buenos Aires, Axel Kicillof, sentencia la generalizada desilusión respecto de un presidente que tuvo todo para construir poder, pero que terminó dilapidando cada una de sus oportunidades. ¿El motivo? Su recurrente vacilación frente a las decisiones de fondo que debió haber tomado para marcar la agenda política con su impronta personal.

Todo mal hizo este hombre. Tanto que hasta el Papa Francisco, su último gran aliado, decidió abandonar el barco cuando faltan poco menos de 11 meses de mandato y se vislumbra con meridiana claridad el fin de un ciclo fallido. 

En una entrevista concedida a Associated Press, el Pontífice argentino criticó el 52 por ciento de pobreza y cargó contra las malas administraciones, en una clara señal de diálogo cortado con la Casa Rosada y no sólo eso: lo que hasta hace un tiempo había sido un idilio entre la Santa Sede y la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner devino en un silencio de radio absoluto, premonitorio del acabose.

El Papa peronista saltó el alambrado para no quemarse más de lo que ya se había chamuscado con tantos gestos de respaldo a un proyecto que, al principio, creyó compatible con la filosofía social que propugnó desde los balcones de la plaza San Pedro, sin advertir el fiasco de un Alberto amilanado por desafíos que lo superaron olímpicamente, hasta licuar su autoridad como pocas veces se ha visto en un Presidente.

Se supo que a Francisco le pareció un error grave la decisión de recortar la coparticipación a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Y no precisamente porque el soberano católico haya renegado del principio redistributivo, sino por la falta de timing del titular del Ejecutivo, quien se apuró a dar el guadañazo sin medir el tremendo daño que infligió a ese gran capital político definido como convivencia cívica.

Es cierto que Alberto Fernández actuó bajo la presión de una protesta de la Policía bonaerense en derredor de la Quinta de Olivos, pero… ¿Qué presidente no actúa bajo presión? La respuesta al batifondo policial pudo haberse dado a partir de otras fuentes de financiamiento, pero la decisión más cómoda fue romper lazos con Larreta sin contemplar el horizonte, sin advertir cómo tomaría la ciudadanía una fractura tan descarada con el que hasta entonces era el distrito más castigado por el covid-19.

Después vino la fiesta de cumpleaños de la primera dama, que decapó las últimas pinceladas de credibilidad que le quedaban a su marido, pero antes de eso se consumó el retroceso más paradójico de la administración albertista: la expropiación del grupo Vicentin. ¿Qué hubiera pasado si el Estado se quedaba con ese gigante alimenticio que hasta el día de hoy adeuda al fisco más de 1.500 millones de dólares?

No se trata de adivinanzas, pero podría decirse que en medio de la guerra que estalló con la invasión rusa al Donbás la Argentina hubiera contado con una herramienta estratégica para colocar oleaginosas en los mercados europeos que hasta entonces le compraban a Ucrania.

Pero Alberto prefirió retroceder. Y lo hizo a su estilo, con la tibieza del que duda hasta del color de zapatos, cuando ya había pagado con creces el costo político del amague. ¿Qué lo detuvo? Difícil de responder, pero lo cierto es que se hizo acreedor del rechazo de medio país solamente por anunciar la intervención estatal en una empresa privada, al mismo tiempo que perdió el respaldo de los sectores que veían con buenos ojos esa medida.

Allí reside el núcleo de la hasta hace pocos días silenciosa crítica vaticana, cuyos argumentos son los mismos que enarbolan en sus hogares cientos de miles de votantes desencantados con los resultados económicos evidenciados en las góndolas del supermercado, en los pizarrones de las carnicerías y en los surtidores de nafta.

¿De qué sirve firmar una carta de intención para una moneda común mercosuriana en esta instancia? De nada, por cuanto la sensación de desamparo que anida en la enorme mayoría de familias argentinas hace que la expectativa se concentre en un solo punto de fuga: el día en que se pueda votar por otro presidente. Por otra cosa.

¿Qué otra cosa? ¿Volver a la receta del ajuste ortodoxo, a la reducción del Estado, las privatizaciones y los despidos de empleados estatales? Puede ser. La masa de electores es capaz de tomar ese camino con tal de abandonar la incertidumbre crónica que representa un gobierno con brújula rota como el encabezado por la dupla Fernández-Fernández.

¿Es un salto al vacío? Puede ser, pero muchos están dispuestos a tomar el riesgo a cambio de dar una vuelta de página a la exasperante duda en torno de cada movimiento del actual timonel del Estado Nacional, aferrado a una improbable esperanza de controlar la escalada inflacionaria mediante los pases mágicos del ministro Sergio Massa, el posible candidato oficialista para este año.

Un dato estremece a la sociedad global por estas horas. Proviene de la Universidad de París, donde el especialista en gestión y estrategia Christophe Clavé acaba de advertir que en los últimos 20 años el coeficiente intelectual de la población mundial se redujo a niveles que explicarían el surgimiento de conatos de violencia social que en otros tiempos podrían haberse resuelto por la vía del diálogo.

Dice Clavé en un reciente informe publicado por diarios europeos que la falta de lectura, así como la supresión de tiempos verbales complejos como los subjuntivos y futuros imperfectos, redunda en la limitación cognitiva para tomar decisiones en una aldea global donde todo comienza a sintetizarse a fuerza de emojis y palabras mutiladas.

Este síndrome de atrofia lingüística podría ser la causa de una progresiva disminución del discernimiento, un mal que afectará a todos los seres humanos por igual a menos que prime la voluntad del esfuerzo por profundizar conocimientos, por ahondar incluso en el historial de las personas públicas con responsabilidades gubernamentales. 

No estaría de más analizar el estudio del investigador parisino sobre la mengua en atributos intelectuales propios y de terceros. Alberto podría intentarlo para dejar de hacer papelones como el nuevo furcio cometido en la apertura de la Celac (a la que se refirió como “Cumbre de las Américas”) y nosotros, los que votamos, deberíamos hacer lo mismo para no meter la pata de nuevo.

 

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