El manual oficialista de instrucciones para afrontar la sequía pareciera diagramado para resaltar una contrarreceta: echar nafta al fuego.
El hombre de campo es esencialmente un hombre de fe y no se amedrentó ni ante las peores incertidumbres económicas y políticas, es consciente de que su trabajo a cielo abierto supone riesgos ajenos para otras actividades pero lo que no puede tolerar ni tolerará nunca es el agravio ideológico que ha debido padecer de un oficialismo que crece desde los desasosiegos nacionales de los años setenta, bajo las banderas de un kirchnerismo con filas hoy en desbande y con líderes de gran mediocridad.
Son aquellos a quienes se indaga, desde lo más profundo de una ideología en la que encontraron refugio, sobre si por lo menos han trabajado alguna vez en su vida.
Así transcurren los años de la peor sequía en décadas para el país, que se traduce en un descalabro económico.
Desde el último trimestre de 2022 fuimos anoticiados de conjeturas meteorológicas, sucesivamente desacertadas, de que en pocas más semanas la larga sequía iba a llegar a su fin.
No ocurrió en diciembre, como se estimó en primer lugar; tampoco en febrero, y menos aún en la extenuante primera parte de marzo. Ocurría, entretanto, la concertación despiadada de falta de agua, de sol abrazador y heladas que irrumpían inesperadamente y desaparecían después de uno o dos días, pero dejando el saldo de una mayor desolación, aquí y allá, en la pampa húmeda. A eso se agregó algo de granizo que cayó, una y otra vez, sobre los ya golpeados cultivos, hasta completar el cuadro de completo padecimiento que se conoce.
Solo faltó que, por ironía del destino, se hubiera abierto después de un siglo y medio alguna de las páginas de La Pampa Gringa, el clásico de Ezequiel Gallo, el gran historiador de la colonización del sur santafesino, y un malón, avanzando desde imaginarios desiertos del oeste, hubiera hecho más tropelías, como las que hubo hasta 1878, sobre lo poco que quedaba en pie de una campaña gruesa siniestra, y sobre los campos ganaderos que se extienden hasta Alcorta y Melincué.
Por primera vez, es cierto, contamos desde esta semana con la información fehaciente por la cual la Mesa Nacional de Monitoreo de Sequías ha hecho saber que declara “oficialmente la finalización del evento La Niña”. No fue un año; fueron tres años seguidos y, sin duda, el último fue el peor de un ciclo de sequía abrumadora que ha dejado como saldo 173,6 millones de hectáreas afectadas por mermas de lluvias por debajo de lo normal; entre ellas, 19 millones de hectáreas en situación extremadamente severa.
Más que el país, la región deberá sobreponerse a las secuelas de este fenómeno climático que se manifiesta en suelos con el más bajo nivel de humedad desde 1981, pero que perforó en algunas zonas récords de los que no ha habido otros tan graves en cien o ciento veinte años. Uruguay ha sufrido por igual brutalmente esta sequía y, si bien se ha hablado principalmente de los efectos adversos dejados en la pampa húmeda por el carácter excepcional de su clima moderado, ha habido consecuencias de desastre en el noroeste –en Salta, Jujuy, Tucumán, Santiago del Estero–; en zonas del Litoral, como Corrientes y Entre Ríos, y hasta en los confines patagónicos.
Aun antes de que termine el primer trimestre de 2023 sabemos que por esta anomalía climática la economía nacional se verá privada de más de 20.000 millones de dólares de ingresos por divisas, con lo que esto significa en todo tiempo. Es de peso virtualmente insoportable en el país inmerso en un profundo proceso inflacionario, con políticas tan contradictorias que, por un lado, se dice atacar el déficit fiscal y, por el otro, el oficialismo aprueba la moratoria previsional.
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