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El dilema “SuperBerni”: ¿Libertad o seguridad?

Domingo, 09 de abril de 2023 a las 01:00

Por Emilio Zola
Especial
Para El Litoral

Qué no se ha dicho ya del episodio Berni? El ministro de Seguridad bonaerense sintetiza la metáfora de una administración divorciada de la realidad, del mismo modo que la zurra propinada por los choferes del transporte urbano de pasajeros confirma esa verdad desde el reaccionarismo extremo, ese que sobrepasa las fronteras deslegitimadas por la violencia.
Los colectiveros son hombres rudos y representan el estereotipo del camarada predispuesto a jugárselas por el de su palo. Una especie de cliché rugbier, pero sin el condimento burgués, con lo cual era imaginable que actuaran en manada, como lo hicieron ante un Berni que eligió ser carne de cañón en una protesta motivada por la impotencia.
Lloraban sobre la sangre derramada de su par asesinado cuando el Rambo argentino descendió del helicóptero sin custodia. Iba –según dijo- para dialogar sobre las medidas que se están adoptando para mejorar la seguridad de los choferes. “¿Dialoqué?” “¡Tomá hijo de p…!” Y la bronca enceguecida tiñó de ocre el escenario nacional, en el peor momento económico del país.
La ejecución del chofer Barrientos en una esquina maldita de Virrey del Pino evaporó los frenos inhibitorios de sus colegas, metamorfosis de una ordalía que hizo catarsis sobre la humanidad del funcionario. Fue contra Sergio Berni, pero a través de su orgullo marchito fue contra todos los que, teniendo responsabilidad de gobierno, sobrevuelan la realidad con discursos de bijouterie sin atacar el centro de un nudo gordiano que combina pobreza con inflación e inseguridad con corrupción.
Quien esto escribe intercambió datos con un oficial de la Agencia de Investigación Criminal de Santa Fe y su relato mete miedo: “El enemigo para nosotros es el narco, pero también puede ser tu jefe o el tipo que tenés al lado. Todo está tomado por los sobornos y si querés hacer las cosas bien terminás con tu familia amenazada y una úlcera, como me está pasando”.
El testimonio cobra fuerza en medio del mar de pretextos creado por el mensaje oficial según el cual todo lo malo que sucede en materia de inseguridad es atribuible a la gestión de Cambiemos, aunque hayan transcurrido tres años y cuatro meses desde que el peronismo volvió al poder en la provincia de Buenos Aires, en Santa Fe y a nivel nacional.
La gente que votó a Kicillof, a Perotti y a Fernández entendió que la alternancia era el camino para superar el atolladero de endeudamiento dejado por sus antecesores, pero el panorama fue de gris claro a gris oscuro a partir de la inacción albertiana, aquiescente consentidora de los kioskos de siempre en un aparato estatal que prohijó ineptitudes hasta llegar a esto que hoy oficia de cuadro justificante para el teratoma minarquista de Milei.
Se entiende así, a la perfección, porqué el policía santafesino que dialogó con este cronista pedirá su retiro por razones de salud en breve. Tira la toalla porque prefiere ponerse un almacén en el cordón suburbanense del gran Rosario antes que combatir contra organizaciones criminales amparadas por un acuerdo de cúpulas que les permite seguir operando en medio de la grieta social por donde se desangra la Argentina.
La verdadera grieta no es la de los K versus los anti-K. Esa bipolaridad puede resultar una piedra en el zapato para la sociedad, pero se controla mediante el juego democrático. La fractura real es la que separa a los pibes lobotimizados por la cocaína de los trabajadores que intentan ganarse la vida honestamente en una tierra anómica, donde la ley no es más que una teoría superada por los hechos.
La ironía del país que todavía canta “Muchachos” para festejar el campeonato mundial mientras un sicario abre fuego contra el supermercado de los Rocuzzo, para dejarle un mensaje mafioso a Messi. A ese presente de horizontes desertificados por tantas potencialidades desperdiciadas (la mejor carne, la soja, el gas natural, el litio, Vaca Muerta, etc.) aterriza Berni con un blister de paracetamol para tratar un cáncer.
¿Quién lo envía? ¿Quién lo sostiene en el ministerio más caliente de la provincia de Buenos Aires después de tantos desatinos? ¿Acaso no debió haber renunciado con la desaparición del chico Astudillo Castro en plena pandemia? El poder detrás de Sergio Berni se llama Cristina Fernández de Kirchner, cuya estructura de pensamiento nada tiene que ver con el progresismo de tribuna que exuda su hijo Máximo desde las tarimas de La Cámpora.
Si por Cristina fuera, la controversia en torno de los derechos humanos “sólo para los delincuentes” (frase mal aplicada por quienes no aceptan el concepto primigenio de los derechos inherentes, atribuidos a cada persona por el solo hecho de nacer) se zanjaría mediante un “SuperBerni” al frente de todas las agencias policiales del país.
De ese modo, la mano dura que tanto le critican a Patricia Bullrich quedaría legitimada por el brazo de quien la aplique. Cuando proviene de Cambiemos es nociva, pero se torna aceptable y hasta virtuosa cuando el látigo es empuñado por un soldado peronista adscritpo al ala derecha del modelo “nac&pop” que la actual vicepresidenta encabeza, con todas las contradicciones del caso.
El problema para los argentinos, desde los que practican una economía de subsistencia en pleno descenso a los infiernos de la precarización laboral hasta los que todavía pueden mantener el confort de una cada vez más despoblada clase media, es que las recetas propuestas por el abanico de postulantes que se medirán en las presidenciales de este año coinciden en un solo punto: adquirir más pertrecho policial, inundar la vía pública con cámaras y monitorear el hábitat ciudadano por una especie de Gran Hermano institucional, a fin de atacar el delito desde un concepto de prevención negativa.
Esto es: catalogar como peligrosos a los individuos que respondan a cierto target social, con determinadas características y costumbres conductuales que pudieran ser catalogadas como indicios anticipatorios de que terminarán cometiendo un crimen. Aunque tal crimen nunca suceda no como fruto de tales procederes predictivos, sino porque el supuesto predelincuente nunca pensó en infligir un mal a nadie.
Puede que resulte. Puede que sentar un gendarme armado en cada colectivo evite que el conductor sea acribillado por un pibe pasado de paco. Puede que una cámara enfocando el puesto de comando del mismo micro permita identificar al agresor y capturarlo a las pocas horas. Puede que detener personas por portación de cara se justifique. La pregunta es cuál es el costo a pagar por un dispositivo de seguridad tan minucioso e invasivo que implique la vigilancia de todo y de todos, todo el tiempo.
Sería como trasladar el panóptico de Foucault desde el interior de las cárceles al ámbito de las libertades públicas que cada ciudadano goza para desplazarse, permanecer, expresar opinión, socializar y vivir conforme las garantías constitucionales del Estado democrático. Un mecanismo de control social tan asfixiante significaría perder esas libertades. Y canjear libertad por seguridad es caer en tentaciones autodestructivas por cuando ambos valores no son permutables sino complementarios. 
Terminamos con una frase del ex presidente norteamericano Benjamin Franklin: “Quien renuncia a su libertad por seguridad no merece ni libertad ni seguridad”.

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