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La casa que se hundió

Por El Litoral

Domingo, 28 de enero de 2024 a las 01:00

Por Enrique Eduardo Galiana
Moglia Ediciones
Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”.
Homenaje a la memoria urbana
Sexta parte.

En la esquina de 9 de Julio y Entre Ríos de la ciudad de Corrientes, cardinal sur comenzaba la caída hacia el río. Cerca de allí desembocaba el arroyo Salamanca. Sabido es que era un lugar de caseríos pobres cercanos al hospital de hombres San Juan de Dios que, a pesar de la construcción de la costanera, siguió postergada por falta de cloacas, agua potable, etc.
De pronto el barrio comenzó a crecer, los pudientes -como se denomina a los que tienen dinero bien o mal habido, pero tienen- comenzaron a competir en construcciones cada vez más fastuosas. Los viejos ranchos caían bajo los picos del progreso aducían y aducen. El gran parque Cambá Cuá se fue transformando, creándose un espacio verde, pulmón de la ciudad. Sus moradores poco a poco abandonaban su terreno, algunos tentados por viviendas recién construidas por el Estado, otros echados sin pena ni gloria por los aprovechadores de siempre.
Pero cosa rara, la casita de ladrillos de barro en la esquina de 9 de Julio y Entre Ríos miraba extrañada el gran edificio de Vialidad Nacional y cómo a su alrededor sus vecinos se perdían en la inmensidad del olvido desconocido.
En dicha casa hundida según el nivel de la calle nueva, quedaba enterrada hasta la ventana cuyas rejas oxidadas mostraban el tiempo transcurrido.
En ella habitaban viejos descendientes de afroamericanos. Una joven postrada en una silla de ruedas de madera -de fabricación casera por sus familiares-, cuyo único deleite después de la lectura sin método alguno era la música. Aprendió a escribir gracias a su madre descendiente de esclavos que tuvieron la suerte de tener patrones bondadosos y humanos; llevaban incluso su apellido Vallejos, quienes los protegían de los depredadores urbanos. Un antiguo violín era su compañero de ruta, las melodías que arrancaba fruto de la enseñanza de su padre que aprendió de sus patrones. La joven no ejecutaba el violín, le hacía hablar, decir poesías, emanaban de él las mejores melodías, algunas jamás escuchadas que poblaban el aire del barrio. Tenía tanto encanto que muchas familias traían sus sillas debajo de un gran árbol que todavía está en la esquina, sólo para escuchar la maestría de la niña. Dicen que su violín tejía añoranzas y alegrías, despertaba pasiones olvidadas. Era en realidad mágico, como mágica era la escena de ver emerger de la tierra a los habitantes, la puerta del rancho de adobes crudos estaba casi enterrada, como afirma una antigua vecina llamada Teresita. Para sacar a la niña colocaron un poste con cuerdas para que con ellas sirgaran las manos de sus padres y la ayuda de los nuevos vecinos solidarios.
Pasaron los años, hasta que la mano negra de malvados decidió no luchar más por obtener el terreno de la casa hundida, la quemaron con nafta una noche de frío, a sabiendas que los viejos padres no dejarían al ángel en la casa. El fuego consumió la casa y a sus moradores; cuando los bomberos llegaron no pudieron hacer nada, todo era material inflamable, el humo llevó las almas buenas al cielo de sus creencias.
Los arteros asesinos no fueron descubiertos por la justicia; se sospechaba de unos vecinos, pero no hubo prueba alguna así que como muchos expedientes judiciales fueron a parar al archivo, al olvido del atroz crimen.
Los culpables pensaron, creyeron, que quedarían impunes. Erróneo cálculo.
Su condena fue elocuente. Comenzó al mismo tiempo de la perpetración que fue observada por los vecinos honestos. Los malhechores escuchaban en el lugar el sonar melodioso y cautivante de la música de la joven. Se desplazaba con la magia del más allá; desde la esquina la sublime música cuál serenata se instalaba frente a las ca-sas de los perpetradores, uno a la vez, no los dejaba olvidar el crimen.
Relatan en el barrio que rezaban, traían brujas, curanderas, sacerdotes, pero ninguno daba en el clavo; “no se puede luchar contra el espíritu inocente y puro”, dijo una mujer sabia, “la única solución es confesar”.
Misteriosamente uno de ellos se presentó a la justicia a confesar su crimen, delató a sus cómplices ante un juez que lo miraba extrañado, “el crimen ha prescripto”, afirmó el magistrado. De pronto, el despacho fue invadido de una música excelsa, el juez observó cómo el hombre se arrodillaba e imploraba perdón, lloraba, gritaba, se contorsionaba. No tuvo otra salida que pedir una junta médica y ordenar su encierro en el Psiquiátrico que quedaba por la calle México. 
Pronto otro de los victimarios estuvo en el mismo lugar, no pudieron castigarlos los hombres, pero sí lo hizo un violín mágico, con manos expertas de una mujer inocente, espíritu que no descansó hasta que se aclarara el arcano de la casa que se hundía en la tierra.

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