*Por José Luis Zampa
Allá por los años 90 llegó a Corrientes la mafia de los medicamentos adulterados. No me pregunten quiénes, ni cómo, ni porqué. Aunque prescriptas, las causas que dieron origen a las investigaciones que aquí se aluden fueron tan escandalosas que hasta el día de hoy alguien podría sentirse aludido.
Lo que sí puedo decirles en esta narración en clave de homenaje es que, en medio de aquel vendaval de denuncias, estábamos quien esto escribe y el fotoperiodista más atolondrado y temerario que yo haya conocido: un torbellino de metro 90 llamado Raúl “Cucaracha” Villalba, con quien cubrimos tales acontecimientos al punto de arriesgar nuestros pellejos.
“Cucaracha” y yo nunca fuimos amigos. Al contrario. Solía escuchar tras bambalinas sus juicios de valor sobre mi persona, absolutamente admonitorios para con “ese chaqueñito de mierda que cree que se las sabe todas”. Tenía veintipico y Villalba orillaba el medio siglo. En el fondo, él no soportaba que siendo yo foráneo y sin las canas ahora llevo con orgullo, fuera “jefe”, pues el director de aquellos años, Jorge Farizano, me había puesto como prosecretario de redacción, una suerte de tercero en el orden de mando.
Pero dado que a los roles jerárquicos siempre me los pasé por las verijas, una vez cumplidas mis tareas de editor me volcaba de lleno a lo que me gustaba: la investigación de casos que otros no querían abordar. Y el de los remedios truchos fue, durante un largo año 97, “el tema” de mis desvelos. Especialmente porque familiares de víctimas fallecidas me habían hecho llegar evidencias de que sus abuelos, tíos o hermanos se murieron a pesar de que consumían religiosamente las pastillas contra la hipertensión, el asma o el colesterol que eran prescriptas por sus respectivos médicos.
La gravedad del tráfico de fármacos “estirados” en fábricas clandestinas llegó a tales extremos que trascendió la frontera argentina. Se descubrió que numerosos lotes de antihipertensivos, anticoagulantes, diuréticos y otras drogas por el estilo eran manipulados en abyectos sucuchos de Paraguay e ingresados al país a través de las fronteras líquidas del río Paraná. Por esa razón, la causa pasó a la órbita federal y recayó en los escritorios del entonces superfiscal Norberto Quantín, un justiciero de los que ya no quedan.
Parece que Quantín había leído mis informes y me reconoció. “Usted es Zampa. Lo invito a una conferencia de prensa en mi fiscalía, en Buenos Aires. Se va a enterar de detalles que le darán a su trabajo más precisión. Se pueden salvar vidas si esto que descubrimos se da a conocer debidamente”, me dijo un día y no desde una oficina, sino en la vereda de un depósito ilegal de medicamentos en descomposición que estaba siendo allanado por la Gendarmería en un punto neurálgico del microcentro correntino.
Aquí entra en la historia mi compañero de trabajo, el famoso “Cucaracha”, que tal como su apodo indicaba se escabulló entre los federales para tomar unas fotazas de aquellas. Desde entonces, sus capturas robustecieron las crónicas que ambos comenzamos a coproducir. Raúl podía ser conmigo el más odioso de los críticos, pero cuando se apasionaba por un caso se convertía en mi mejor aliado.
Así logró captar con su Nikon las fechas de vencimiento de cajas carcomidas por las ratas. “Mirá Billy, esto es prueba de que son truchos porque los remedios vencidos, que yo sepa, son reintegrados por la droguería al laboratorio fabricante”, me explicó.
Y Raúl tenía razón. Los remedios perimidos no se tiran, sino que se devuelven para que no caigan al circuito oscuro de la drogadicción. En las manos correctas, se pueden reciclar y hasta reutilizar algunos componentes básicos de las mismas fórmulas químicas.
Resulta que fuimos con Raúl a Buenos Aires. El equipo de fiscales expuso en rueda de prensa el circuito de los fármacos tergiversados (muchos de ellos inocuos y por ende mortales para quienes necesitaban, por ejemplo, estabilizar sus niveles de azúcar en sangre). Comencé a preguntar a viva voz por las empresas involucradas pero regía el secreto de sumario. Quantín se disculpó, pero me guiñó el ojo cuando me hizo pasar (junto con mi reportero gráfico) a la sala de situación donde colgaba un mapa de la zona roja: las fronteras de Corrientes y Paraguay, con los nombres de los sospechosos tapados con cinta autoadhesiva.
“Permiso voy al baño”, dijo el fiscal y nos dejó a 5 o 6 periodistas solos. En ese momento Raúl levantó la cámara y tomó fotos del mapa. Varias. Nos despedimos y regresamos a la redacción de El Litoral. Empecé a escribir y al rato cae “Cucaracha” con las imágenes en papel recién reveladas. “Mirá Billy, acá hay algunos nombres que no estaban tapados con la cinta”, me avivó. Y por supuesto, corrimos al laboratorio a ampliar las copias. El pícaro de Quantín nos había dejado las identidades de los sospechosos correntinos a la vista y así pudimos enterarnos de quién era el enemigo.
Obviamente que nunca publicamos las fotos. Pero sí fuimos al lugar señalado por la cartografía del Ministerio Público. Salimos tipo 10 de la mañana en el Renault 9 verde del diario, con Ramón Rodríguez (chofer y escudero ideal) hacia las adyacencias itateñas.
El mapa mostraba un camino que no se podía ver a simple vista hasta que Rodríguez encontró una tranquera de mala muerte en medio del yuyal. “Este debe ser”. Y entramos sin permiso, por supuesto.
El sendero al que habíamos ingresado era un serpenteo de picadas abiertas para un solo vehículo por vez, como un laberinto sin salida en la espesura de lo agreste.
Pero con un detalle orientador que nos permitió arribar al escondite prohibido: cruces azules pintadas en algunos aromos y espinillos. Solo tuvimos que seguir las marcas para encontrar una limpiada en cuyo centro yacía una montaña de remedios de todas las marcas y todos los colores. La estiba, desordenada, estaba siendo incinerada de a poco, seguramente para que la humareda no revelara coordenada alguna. Raúl comenzó a disparar la Nikon mientras, con Ramón, recorríamos el predio.
De pronto, la prueba de que por allí estaban metiendo los remedios mortales estuvo frente a nuestros ojos: nos habíamos topado con un muelle de sólida factura, construido en madera y equipado con amarradero de lanchas. Todo escondido por un camalotal que invisibilizaba el enclave “portuario”, el cual era imposible de divisar tanto desde tierra como desde el río.
Era indudable. Por ese recodo se metían las embarcaciones y descargaban aquello que luego sería distribuido entre distintas farmacias de la región y el país.
Y los restos a medio incinerar eran la demostración inobjetable de que, ante la llegada de Quantín, habían comenzado a quemar pruebas.
Estaba por caer la tarde cuando Raúl escuchó perros y pasos. “Corramos que nos vieron”, gritó, y comenzamos una desesperada carrera hacia el móvil del diario, que había quedado a unos 500 metros del embarcadero fantasma.
En medio de la respiración agitada Rodríguez, riendo, le dijo a “Cucaracha” que nos habían descubierto por culpa de las camisas floreadas que él acostumbraba a usar como signo inequívoco de su personalidad extrovertida. A Raúl le gustaba hacerse notar, pero esta vez su “camuflaje” fue un craso error.
Empezamos a las carcajadas, pero las risas de los tres fueron interrumpidas por estampidos de escopeta. “Pam-Pam”, se escuchó desde el aromal y el cagazo nos convirtió en émulos de Husaín Bolt. Entramos al Renault y Ramón encendió el motor a la primera vuelta de llave. Las ruedas delanteras araron el camino y salimos a toda marcha. La tranquera, que habíamos dejado abierta, continuaba en el piso, con la cual abandonamos aquel campo maldito a 160, todo lo que daba el 1.6 de nuestro noble autito.
“Nos pueden perseguir”, coligió Raúl. Ramón asintió y eligió desviar el camino. Decidimos no volver por Ruta 12 sino que agarramos para San Luis del Palmar. Ya era de noche cuando, sin detenernos, recuperamos una tranquilidad relativa que volvió a quebrarse fruto de un sorpresivo control policial en medio de la nada.
Allí quedó claro que la ruta de los medicamentos falsificados estaba protegida por algunos agentes del “desorden” como los que nos obligaron a descender del Renault y nos palparon de armas, cual si fuéramos delincuentes. “Somos periodistas, fíjate las puertas del auto”, alcancé a decir. Pero los uniformados continuaron con el cacheo, hostiles, silenciosos y oscurecidos todavía más por una penumbra sin luna.
Finalmente nos soltaron, pero nos quedó claro que el retén de tránsito en realidad fue una apretada amedrentadora. Faltó que dijeran “no se metan con los remedios”, pero nos lo hicieron entender mediante sus maniobras ampulosas, calcadas de los operativos antidroga que se ven en las películas. Recuerdo que esa noche no dormí en mi piecita de la calle San Juan, a la vuelta del diario.
Por la mañana del día siguiente el director del diario recibió formales disculpas de la superioridad policial y nos aconsejó contarlo todo en la crónica, pero sin subir la intensidad que me hubiera gustado imprimirle al texto. Farizano tenía razón. Estábamos inermes ante un poder que era capaz de borrarnos del mapa. Y para colmo, habíamos cometido un acto de violación de propiedad privada. Inexcusable.
Al cabo de algunos años las noticias sobre los remedios truchos perdieron impacto gracias a las chicanas de muy reputados penalistas, a la vez que Quantín dejó la fiscalía para asumir como secretario de Seguridad de la Nación durante el gobierno de Néstor Kirchner. Sin el emblemático fiscal, los expedientes que impulsó se anquilosaron y la causa de los medicamentos encalló para siempre en los archivos, sin culpables.
“Cucaracha” y yo seguimos en la nuestra, haciendo las cosas que hacen los periodistas en la vida cotidiana. Nunca fuimos amigos, pero cada vez que nos mirábamos a los ojos palpitaba entre nosotros un inenarrable sentimiento de mutuo respeto.
Ahora que Raúl Villalba ha muerto, dejo este relato como testimonio de que su paso por la vida no fue en vano. Se fue un apasionado por el oficio periodístico con quien compartí numerosas aventuras. Una de ellas -seguramente la más peligrosa- fue aquella en un monte de Itatí, donde casi nos pasan a degüello.