Juan Manuel de Rosas fue gobernador de la provincia de Buenos Aires entre 1835 y 1852 ya lo había sido antes, entre 1829 y 1832 y la Legislatura le confió “la suma del poder público”. Cada cinco años, al acercarse el fin de su mandato, declaraba que no quería ser reelecto. Entonces, una serie de asambleas populares presentaban petitorios pidiendo que continuara por otro período más.
Las convocaban los jueces de Paz de cada distrito, quienes debían asegurarse de que concurrieran todos los varones mayores de quince años. Se les preguntaba si estaban de acuerdo con la continuidad del gobernador y en ese caso, firmaban la solicitud. En una lista aparte, cuyo destino podemos imaginar, el juez de Paz debía consignar el nombre de quienes no firmaban.
Un verdadero “operativo clamor”. No se trata de juzgarlo. Tampoco hay que atribuirlo a una constitutiva tradición cultural argentina. El pasado siempre es distinto del presente, y los argentinos son diferentes entre sí y parecidos a los de otras latitudes. La historia no da lecciones fáciles y mecánicas, pero si el historiador es bueno, ayuda a entender los complejos mecanismos de la vida social y política, pasada y presente. La excelente Historia de la Argentina. 1806-1852 de Marcela Ternavasio, incluida en la Biblioteca Básica de Historia que publica la editorial Siglo XXI, es sumamente instructiva respecto de las complejidades del régimen rosista y, particularmente, de su singular combinación entre dictadura e instituciones republicanas.
Este segundo aspecto, estudiado recientemente por los historiadores, es el más llamativo. Un conjunto de intelectuales, pagados por el Estado, se dedicó a demostrar ante el mundo que el gobierno de Rosas se ajustaba al modelo republicano de orden y respeto de las instituciones. El más conocido era Pedro de Angelis, hábil y erudito napolitano. Mostró que Rosas, como el romano Cincinato, ejercía la dictadura transitoriamente para salvar la República y volver luego a su estancia.
No fueron sólo alambiques discursivos. La Sala de Repre-sentantes funcionó de manera continua, y concedió legalmente a Rosas las facultades extraordinarias primero y la suma del poder público después. Un conjunto de jueces de Paz, funcionarios dependientes del gobierno, ejerció la administración del poder público en cada distrito. Las elecciones se celebraron regularmente, reforzadas por plebiscitos adicionales, de acuerdo con las prácticas de las más avanzadas repúblicas de la época.
Esto es verdad, pero no es toda la verdad. Por otro lado, el régimen rosista utilizó una serie de mecanismos para construir la unidad y la unanimidad. Entre ellos estaba la violencia criminal, como descubrieron quienes habían creído que podían abstenerse de apoyar la reelección del gobernador. Las elecciones, particularmente, fueron cuidadosamente construidas desde el gobierno. En principio, cualquiera podía ser postulado. Pero cada juez de Paz era instruido acerca de cómo conformar la lista de candidatos, que siempre era única.
El gobernador, enterado de la vida y milagro de cada pago, indicaba quiénes debían ser incluidos, mantenidos o excluidos. Cada juez de Paz era responsable de que todos fueran a votar, de modo de poder presentar un resultado masivamente unánime. Ternavasio ha estudiado esto en otro libro apasionante: La revolución del voto.
Por otro lado, la opinión unánime era construida cotidianamente. Para evitar las disidencias, desaparecieron las asociaciones, clubes, tertulias o cenáculos de sociabilidad política que habían florecido desde 1810. Lo mismo ocurrió con la prensa opositora, muy activa al comienzo del régimen. La prensa adicta, escrita en registros cultos o populares, exponía una militancia sin fisuras. En la calle, los opositores eran individualizados por la manera de hablar o de vestirse lo testimonió Echeverría en El Matadero , y la cinta punzó era impuesta a hombres y mujeres. Las fiestas públicas, celebrando las fechas patrias o simplemente en homenaje al gobernador o a su hija alguien la propuso como sucesora del padre combinaban el entretenimiento con la exaltación simbólica de la figura de Rosas.
En suma, hoy un ministro de Cultura y Medios lo habría aprobado. Pero además, la opinión unánime se respaldaba en la intimidación o eliminación de los enemigos, los tibios y los indiferentes. Se realizaba a través de las autoridades locales, de la Policía o de la Mazorca, una asociación civil privada, integrada en su mayoría por policías, que asesinaba a quienes eran señalados por el gobierno. En ciertas coyunturas, como en 1840 ó 1842, en Buenos Aires el terror fue masivo e indiscriminado.
El de Rosas no fue ni el primer ni el último régimen que combinó apoyo popular masivo y terror represivo. Tampoco el peor. Lo específico, lo que permite entenderlo mejor, son las circunstancias. En las décadas anteriores a Rosas, la vida política porteña se había caracterizado por la disputa despiadada en el interior de las elites dirigentes.
La lucha facciosa se potenció con la creciente movilización de los sectores populares, urbanos y rurales. Los enfrentamientos políticos, muy violentos, alteraron profundamente la vida social. La apelación al orden, que Rosas asumió, tenía un amplio apoyo en buena parte de la sociedad, particularmente, entre los sectores propietarios, incluyendo a muchos que a la larga engrosarían el bando opositor.
La singularidad de la fórmula rosista consistió en llegar al orden por la vía de la exacerbación y canalización de la movilización popular facciosa. Con ella disciplinó y expurgó a las elites. Muchos descubrieron, entonces y después, que la politización unánime, administrada, canalizada, convocada y desconvocada, se parecía mucho a la despolitización. Sólo requería de un enemigo contra quien dirigirse. Un enemigo permanentemente derrotado pero, como la hidra de mil cabezas, siempre renaciente. Tal la función de los “unitarios”, denominación con la que el discurso del régimen englobó las más diversas formas de oposición.
Para no limitarse al juicio valorativo fácil, conviene recordar también que el régimen rosista, con sus singularidades, no difirió demasiado de otros que, a partir de una disgregación previa, condujeron a la construcción del orden estatal. Al modo de Luis XIV, Rosas pudo haber dicho: mi dictadura no es personal; yo soy apenas la encarnación de un Estado en construcción. Así lo entendió Alberdi en 1847, cuando admitió el progreso logrado en el ordenamiento y la pacificación e invitó a Rosas a pasar a la etapa siguiente, de la institucionalización.
El dictador no estaba preparado para esa nueva tarea y fue desplazado por quienes, luego de acompañarlo en su tarea, asumieron el relevo. El joven Lucio V. Mansilla, sobrino de Rosas, recuerda su asombro al ver que quienes hasta el día anterior proclamaban su lealtad eterna al Restaurador, aplaudían al vencedor de Caseros. Esto no habla sólo de los procesos políticos, sino de la condición humana. Pero la historia también sirve para entenderla mejor.
*Director de la Biblioteca Básica de Historia en Perfil