Por Emilio CArdenas (*)
Después de cuatro años de lucha, las fuerzas combinadas que responden al régimen sirio “alawita” del autoritario Bachar el-Assad han ganado la batalla de Alepo con la que culminara la brutal ofensiva gubernamental iniciada el pasado 15 de noviembre. Ella decidió la suerte de los insurgentes que habían tomado una parte de la ciudad y ya han cesado en su resistencia. Lo sucedido en Alepo cambió el curso de la guerra. Pero no le puso punto final.
Con la participación decisiva y directa de tropas rusas e iraníes, sumadas a las bien entrenadas milicias “shiitas” provenientes de Irán e Irak, así como a los contingentes kurdos, las fuerzas leales al clan Assad se impusieron en un salvaje combate urbano que luce decisivo para la supervivencia del régimen “alawita”, que hasta no hace mucho pocos creían posible.
Los insurgentes, es cierto, fueron trágicamente abandonados a su suerte por quienes inicialmente fueran sus sostenedores. Esto es por quienes en un principio los apoyaran: los EE.UU., Turquía y las monarquías árabes, todos claramente derrotados en este conflicto.
En Alepo, los insurgentes “sunnis” terminaron aislados y enfrentando -en total soledad- a fuerzas de una superioridad bélica aplastante que dominaron el aire a su antojo y que, con sus bombardeos, desnivelaron el desigual combate en unas pocas semanas. El este de la ciudad de Alepo es hoy más un desgarrador cementerio que una ciudad. Su población civil, que debió atravesar un martirio inhumano, lo está evacuando penosamente. Dejando atrás las ruinas de las que fueran sus viviendas, finalmente con la supervisión de los observadores de la ONU.
El derruido sector industrial emplazado precisamente al este de la alguna vez pujante capital económica de Siria, está siendo entonces abandonado -dificultosa y lentamente- por los insurgentes “sunnis”, derrotados. Contemplamos ahora el epílogo del que ha sido un episodio bélico inolvidable por haber estado signado por una implacable brutalidad inhumana, que generara masacres indiscriminadas y matanzas en masa. A la manera de Srebrenica, en los Balcanes. Las barricadas emplazadas en Alepo en el verano del 2012 ya no detienen a nadie. Fueron rebasadas. No protegen. Han dejado de ser barreras y sólo son testigos de una violencia que en su derredor ya cesó.
El reiterado uso criminal de armas químicas (alguna vez definido por Barack Obama como una presuntamente infranqueable “línea roja”) no fue castigado, al menos hasta ahora. No obstante, como horrible crimen de guerra, deberá ser juzgado alguna vez. Pero esto luce improbable en el corto plazo. Lo mismo puede decirse del uso constante y “a cara descubierta” de bombas y explosivos también prohibidos.
El derecho humanitario internacional, esto es el derecho de la guerra, fue dejado completamente de lado en la batalla de Alepo. Avergonzado impunemente. Ignorado y hasta humillado. Como si la civilización no hubiera jamás establecido reglas básicas para los conflictos armados. Se han reiterado así episodios de salvajismo y barbarie del pasado. Como los que afectaran a Hama (en 1982) y a la propia ciudad de Alepo (en 1980). Ante la impotencia muda de Occidente.
No es imposible que Alepo sea ahora testigo de una “depuración” religiosa, como sucediera en Yugoslavia en la década de los 90. Después de todo, la guerra civil siria tiene un evidente componente faccioso, esto es de guerra religiosa.
La victoria de Alepo no asegura que el clan Assad pueda en más recuperar todo el territorio sirio. Esto es, la integridad territorial de la Siria de ayer. El gobierno de Bashar el-Assad domina ciertamente la costa y sus principales ciudades, aquellas que conformaron la columna vertebral de la economía siria. O sea, la parte más rica del país.
Pero los insurgentes aún controlan el desierto y las ciudades de Raqqa e Idlib, y cuentan con unos 100.000 milicianos “sunnis” que todavía lucen bien pertrechados y dispuestos a seguir en la lucha hasta su final. Algunos de ellos pertenecen a los grupos fundamentalistas, a los que la derrota en Alepo previsiblemente agregará fuerzas en lo que luce como una previsible radicalización de muchos de los insurgentes. Lo de Alepo no es el fin de la guerra civil, entonces. Este depende esencialmente de una negociación que Rusia, Turquía e Irán han puesto en marcha.
Las consecuencias de lo sucedido en Alepo sugieren que su impacto puede ser mucho más profundo que el de apenas una batalla más. Por feroz que ella haya sido. Ocurre que el régimen de los Assad es ahora absolutamente dependiente de Rusia e Irán. Y de Hezbollah. A todos ellos les debe la vida. Además, sin su continuo respaldo, su supervivencia no está para nada asegurado.
Los EE.UU., Turquía, Arabia Saudita y las demás monarquías árabes, así como la propia comunidad internacional -que evidenció, en silencio, su impotencia- lucen como los grandes derrotados en la guerra que envuelve a Siria. Rusia, Irán y Hezbollah han sido, en cambio, los claros triunfadores. Con todo lo que esto supone.
El equilibrio de fuerzas en Medio Oriente es ahora otro. Diferente. Irán está entre los vencedores e Israel está rodeada de vecinos armados hasta los dientes, como nunca hasta hoy. Incluyendo a un Hezbollah que -subordinado a Irán- domina claramente al Líbano y acaba de hacer un desfile militar impresionante, propio de una nación que se sabe en guerra. Con un peligroso nivel de armamentos, que nunca había exhibido tan abiertamente. Lo hizo seguro de sí mismo. Más aún, con una orgullosa actitud de perfil desafiante.
Los augurios entonces no son nada tranquilizadores. El escenario en Medio Oriente, de pronto, ha cambiado sustancialmente. Es bien distinto, presumiblemente mucho más peligroso. El asesinato del embajador ruso en Turquía, Andrey G. Karlov, así lo comprueba, desgraciadamente. La violencia y la intolerancia flotan en el ambiente.
(*) Nota publicada en el diario La Nación