Por Leticia Oraisón de Turpín
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Observamos y vivimos casi permanentemente los estragos de la mentira, el engaño, la falacia y la deslealtad en el encubrimiento de la verdad.
¿Es un mal de la época? ¿O un mal del hombre histórico? Desentrañar sus orígenes es difícil porque se oculta en el misterio mismo de la naturaleza humana, ya que junto con sus posibilidades de crecer en virtuosismo, también puede contaminarse de defectos y vicios de los más variados.
Pero de todos los defectos y debilidades que pueden azotar al hombre, la mentira es uno de los peores, es un escarnio, una llaga, una ruindad que lastima el alma de los demás humanos, porque engaña y desestabiliza el equilibrio emocional de los otros.
El que miente se burla y afrenta, porque desafía la confianza depositada en ellos y abusa de la credulidad inocente y sensata de aquellos a los que va dirigida.
Y, sin embargo, nos mienten permanentemente con impudicia, con desparpajo y desfachatez.
El mentiroso no es digno de confianza, ni de credulidad, ni de consideración, porque él mismo es irrespetuoso y provocador del descreimiento de los demás.
No obstante, la mentira se descubre siempre, más tarde o más temprano, pero se descubre y deja finalmente en evidencia al engañador. Ya lo dijo Jesús: “la verdad os hará libres” porque no se estará atado, ni sujeto a ningún postulado falso y exigente de sostener con más mentiras y más falsedades, que apiladas terminan desmoronando todo lo construido sobre ellas. La mentira enferma también el alma del mentiroso, lo convierte en descreído, en farsante y cínico que no puede ni sabe gozar de los bienes de la creación, porque no puede relajarse y descansar obsesionado por sostener sus falsedades y engaños.
Aunque a pesar de los males que ocasiona en sí mismo y en dirección a los demás, por ambición, codicia e interés, el mentiroso salta por sobre sus semejantes a fuerza de sobresalir o sobre abundar en cargos, fama, dinero, poder o reputación.
No es más que debilidad puesta al servicio de las ansias de lograr algo con menos esfuerzo, con menos donación y con menos consideración; generosidad y desprendimiento que exigen trabajo y dedicación e interés por el prójimo más que por sí mismo. Es en definitiva el arma y la argucia de los egoístas y codiciosos a cualquier precio, y lo pagan mintiendo.
Es por eso y por sus efectos y resultados, que los padres de familia se esfuerzan constantemente por imprimir en los hijos la virtud de la veracidad, para ennoblecer su vida y sus relaciones actuales y futuras, ya que el que no miente es confiable, honorable, querible y creíble y será siempre valorado como persona sana e inconfundiblemente decente, decorosa y prestigiosa.
La veracidad es sinónimo de franqueza y seguridad, de honestidad a toda prueba, transformándose en un inquebrantable apoyo en todas las circunstancias de la vida por su firmeza y su convicción.
Fomentar la veracidad deberá seguir siendo prioridad educativa en todas las familias, para transformar la sociedad y sanarla de los males que la aquejan y hacen sufrir tanto.
Realmente, si se educara con este objetivo como prioritario, la vida y las relaciones personales estarían resguardadas por la verdad y la seguridad de la palabra empeñada.