Mientras cada vez más personas se ven forzadas a huir del régimen de Nicolás Maduro ante la falta de comida y el colapso de los servicios esenciales, prácticamente todas las naciones del mundo nada hacen para hallar una solución al grave problema por el que atraviesa Venezuela.
Las fronteras venezolanas están saturadas. Las autoridades migratorias de los países limítrofes no logran contener la marea humana que llega cada día, desbordada de desesperación ante una situación social que se volvió intolerable.
Se estima que hay entre 2 y 4 millones de venezolanos en el exterior. El flujo constante, que en parte transita por canales irregulares, hace muy difícil determinar el número exacto.
La gran mayoría dejó su país en los últimos años, tras el recrudecimiento de la escasez de alimentos y de medicinas, y la consolidación de la dictadura de Maduro.
El adelanto de unas elecciones presidenciales en las que nadie cree para el 22 de abril, sin la participación opositora, no hizo más que reafirmar la decisión de muchos de irse.
La pobreza es otra de las causales de inmigración.
Por ejemplo, desde 2014, año en el que la crisis comenzó a crecer sin freno, hasta 2017 se pasó del 48,4% de pobreza hasta el 87% actual. Un año antes, cuando Hugo Chávez murió, víctima de un cáncer, el oficialismo intentó universalizar el título de “Mesías de los pobres” para recordar al líder bolivariano.
Con la participación de varios de los principales expertos y tres de las instituciones más prestigiosas del país (Universidad Católica Andrés Bello, la Universidad Central de Venezuela y la Universidad Simón Bolívar) se sumaron una cifra tras otra en un intento de paliar la censura oficial, empeñada en ocultar la realidad del país. Los datos sólo llegan hasta septiembre y lo que vino después es aún peor, ya que la hiperinflación comenzó a pulverizar bolsillos, vidas y almacenes.
El impacto de la deriva de la revolución en la gente parece no tener límites: el 64,3% (casi la misma cifra de familias en estado de pobreza extrema) ha perdido en 2017 un promedio de 11,4 kilos, algo exorbitante, que es indisimulable en cualquier calle. En 2016, la pérdida de peso había llegado hasta los ocho kilos. La clase media ha desaparecido de Venezuela, y la popular intenta sobrevivir a duras penas cada día.
El 70,1% de los hogares dijo que no tiene dinero para comprar comidas saludables; el 70,8% añadió que los alimentos son insuficientes y el 63,2% de los adultos reconoció que se salta una de las tres comidas del día, un sacrificio dirigido a alimentar algo mejor a sus hijos. Más del 60% de la gente se acuesta con hambre.
Otro dato, tan contundente como los anteriores, relaciona el hambre con la educación, ya que el 76% de la población escolarizada, de entre 3 y 17 años, perteneciente al segmento popular, falta a clases por no tener comida. El 20% de la población venezolana no desayuna y las meriendas desaparecieron.
La bancarrota generalizada también ha llegado a la salud. El 60% de la gente se vio obligada a cubrir con su bolsillo, ya deteriorado, el gasto de salud, ante la crisis extrema que se vive en los hospitales, donde faltan medicamentos, insumos y tratamientos de toda índole.
La Encuesta de Condiciones de Vida (Encovi), hasta septiembre, confirma la extensión de las bolsas Clap de comida, la versión bolivariana de la libreta de racionamiento cubana. En Caracas, esta comida subvencionada llega al 62% de los hogares una vez al mes, pero en el interior del país se pierde la eficacia de la entrega, ya que sólo el 18% la recibe con periodicidad.
El chavismo ha convertido al Clap y al carnet de la patria, necesario para adquirirla, en sus principales instrumentos de control social y político. Y también ha sustituido al sistema de misiones sociales creado por Hugo Chávez, con asistencia de Cuba, que está “prácticamente desaparecido”, como destaca el informe de Encovi.