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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Es la política, estúpido

Por Jorge Eduardo Simonetti

Especial para El Litoral

El precio de desentenderse de la política es el ser gobernado por los peores hombres”, dijo Platón hace 24 siglos.

Para explicar un resultado electoral es más fácil recurrir a lo obvio. En términos de Bill Clinton, el triunfo de Alberto Fernández -más bien diría la derrota de Mauricio Macri- se explicaría sólo con su archiconocida frase: “Es la economía, estúpido”.

Las Paso adelantaron los resultados y vaciaron de poder al Presidente. Una cara encuesta que en el futuro los argentinos no debemos pagar.

Con los resultados casi cantados (aunque en política nunca se sabe), Macri siguió peleando, con mayor fortaleza, con un mensaje más político y con inéditas automovilizaciones de la clase media. Cayó peleando, como se dice, pero se acordó tarde, muy tarde.

La explicación económica de la derrota electoral es la más sencilla, pocos pueden mantener la calma cuando el bolsillo se enflaquece persistentemente y se observa un gobierno casi inerme.

Sin embargo, en democracia, la economía es hija de la política, y no al revés como pareciera. Una administración sin los anclajes políticos adecuados, más temprano que tarde se debilita y poco puede hacer frente a los complejos problemas del mundo globalizado.

Y el origen de la derrota electoral hay que buscarlo en la decisión primigenia de la administración macrista de expulsar la política del gobierno. Los empresarios pueden ser eficientes, o no, en la gestión privada, pero para gobernar un país se necesitan otros conceptos y otras enjundias.

Quedó una y otra vez demostrado que la economía no es una ciencia exacta, si no hay confianza ni credibilidad en la fortaleza política del Gobierno, no hay números que sean suficientes ni acuerdo con el FMI que valga. La economía manda cuando no hay el músculo político necesario que la mantenga arropada.

Macri fue engullido por esa endemia persistente en el universo criollo, que él mismo alguna vez calificara como problema sencillo de resolver: la inflación, que hizo trizas los presupuestos familiares y le quitó aire al Gobierno para planificar a mediano plazo.

Con apenas un puñadito de gobernadores “amigos”, con un partido -el PRO- que en ínfimo grado llegó a consolidar dirigentes políticos de envergadura con peso nacional, con un radicalismo ausente en lo que debería haber sido el aporte más significativo de esa fuerza política a la alianza (su mensaje político y su anclaje territorial), y con un Presidente que le dio más importancia a su círculo rojo que a un armado político de envergadura, era claro que faltaba lo esencial.

No alcanzó con la voluntad de Marcos Peña ni con los consejos marketineros de Durán Barba, tampoco con la fenomenal Lilita Carrió haciendo de “bombera”. Los radicales de peso no estuvieron en la primera línea, tampoco los pocos dirigentes del PRO con impronta política, como Federico Pinedo.

De tal modo, con un Macri con vocación democrática pero sin las cualidades de un líder como Raúl Alfonsín, fue imposible mantenerse indemne de las acechanzas. Sin base política sólida es imposible generar la confianza que necesita la economía.

Fue la política, o la no política, la que explica las dificultades de la administración Macri y lo que es su consecuencia: la derrota electoral.

No ganó Alberto, perdió Macri. Y de vuelta con los “corsi e ricorsi” que en otros tiempos se producían entre gobiernos militares y civiles, y que desde 1983 se reconfiguraron con la alternancia de peronismo y no peronismo.

Ahora le toca a Alberto Fernández y ojalá que la transición y la entrega del mando transcurran como Dios, la Constitución y las buenas maneras mandan, no como en 2015, año en el que la soberbia en retirada impidió separar lo importante de lo contingente.

No le pasemos el peine fino de la coherencia al presidente electo, porque no lo pasa. Pero, al fin y al cabo, ello puede significarle una ventaja cuando de gobernar se trate, porque muchas veces tendrá que hacer todo lo contrario de lo que pregonó desde la tribuna electoral.

Y el adaptarse a las circunstancias que exigen los tiempos políticos del país significa iniciar un camino de reconstrucción del “afecttio societatis” en la Argentina (que ha vuelto a reeditar la brecha), gobernar para todos y no mimetizarse con los precedentes políticos de su mentora, alejando el autoritarismo, la corrupción pública y la intolerancia.

La alquimia de campaña electoral que debió componer Alberto Fernández para mostrarse ni cerca ni lejos de Cristina, creo que va a mantener en ejercicio de la presidencia. En función de gobierno no es tiempo de militar un “kirchnerismo puro y duro”, porque así sólo logrará perder las alianzas estratégicas que son las únicas que le garantizarán la construcción del poder propio.

Cristina sabe que su situación no es la misma que en 2015, ya no tiene la lapicera. Sólo el triunfo electoral le confiere la posibilidad de esquivar el maleable brazo judicial. Hacer la “gran Menem” es una opción, pero no le alcanza para que Florencia sane de su dolencia y vuelva de Cuba.

Le juega el temor que le generan las causas penales, de ella y de sus hijos, que están avanzadas y con abrumadora cantidad de pruebas. A pesar del modo estratégico con que se comportan muchos jueces, la Justicia no tiene hoy el mismo margen de maniobra.

Para gusto de unos y disgusto de otros, ganó Alberto Fernández y, obviamente, debe gobernar a partir del 10 de diciembre. Los argentinos de buena voluntad, sin excepción, debemos darle el hándicap necesario para que pueda hacerlo exitosamente, aunque muchos lo hagan cruzando los dedos.

Para la oposición se abre un gran interrogante, comienza una nueva etapa y no hay liderazgos consolidados. Todo está por verse.

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