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La riqueza que nos merecemos

La obsesión pecuniaria nos aleja de la verdadera desvalorización, la humana, que nos está devorando y convirtiendo en robots sin códigos. Todos queremos y reclamamos “bienestar, privilegios y consideración” pero no siempre actuamos con reciprocidad a lo que pretendemos. 

Por Leticia Oraisón de Turpín

Orientadora Familiar

Nos estamos acostumbrando a hablar permanentemente y a preocuparnos sistemáticamente de la economía y vivimos acosados por la devaluación cíclica de la moneda. Sin ser especialistas todos somos un poco economistas y jugamos permanentemente con nuestros ingresos y valores monetarios para tratar de no declinar nuestro nivel de vida.

Tan preocupados o importunados estamos por la estabilidad económica que nos distraemos y olvidamos de lo primordial, la educación propia y de los que nos siguen etariamente.

La obsesión pecuniaria nos aleja de la verdadera desvalorización, la humana, que nos está devorando y convirtiendo en robots sin códigos, despojados de sentimientos y de respeto y consideración por el semejante.

Cuando veo (lo que también mis lectores ven y comprueban), personas que no tienen conmiseración por los demás y actúan con frialdad, indiferencia e irreverencia, me pregunto, ¿Dónde están nuestros modales? ¿Nuestra educación y nuestro respeto al prójimo?

¿Dónde están los valores que se nos inculcaban para manejar nuestras emociones? ¿Ya no se enseña más a ser personas de bien? ¿Qué pasa? Evidentemente falla la familia, falla la escuela, fallan las instituciones, fallan las normas escritas que se modifican constantemente para ocultar los desvaríos y errores, en lugar de sancionarlos y rechazarlos. Dando la sensación de que no están escritas y previstas para mejorar las relaciones sino para tapar y defender las equivocaciones y los malos sentimientos puestos en juego. 

Me aterra pensar que estamos jugando a la ruleta rusa, te puede pasar o no, porque depende de la suerte, no de las normas que debieran respaldar la seguridad de todos.

Todos queremos y reclamamos “bienestar, privilegios y consideración”, pero no siempre actuamos con reciprocidad a lo que pretendemos. Muchas pequeñas normas que nos enseñaban en casa y reforzaban en la escuela, se están perdiendo como las hojas en el otoño. Cosas simples que hacían a una buena convivencia como: “Dar la pared a las personas mayores cuando caminamos, ceder el asiento en los transportes públicos a las personas más necesitadas, prestar un pequeño servicio al desconocido que nos cruza con una urgencia. Saludar siempre, en todo lugar, pedir permiso para entrar o retirarnos, dar las gracias por cualquier favor o distinción, aunque este sea de obligatoriedad. Sonreír en lugar de fruncir el ceño, porque halaga y distiende al que nos enfrenta, ser más amables y amigables también con los extraños, facilita siempre todas las situaciones y circunstancias que se vivan. Todo tan fácil de actuar y asumir, pero que ya no se enseña, ni censura cuando falta.  

Debemos replantearnos los modales y las acciones más simples, debemos revisar nuestra conducta y estimular los cambios para la mejor convivencia social e incluso familiar, para no desvalorizar también nuestra condición humana. Ceder, que cuesta tanto, no es debilidad ni ignorancia, ceder es templanza y comprensión y nos acerca un poco más a la grandeza humana que buscamos siempre conseguir, si somos conscientes de nuestra valía.

Ayudemos a los jóvenes a buscar y revivir esos modales elegantes y cordiales que tenían nuestros mayores, enseñemos de nuevo en casa y en la escuela, que es más grande y valiente quién sabe controlar sus nervios, que el que embiste con soberbia y agresividad.

Cedamos un poco más, todos, para llegar a ser ricos, verdaderamente ricos pero en educación y respeto. 

Olvidemos un poco la economía y recordemos más la educación, que nos generará beneficios humanos saludables y verdaderamente enriquecedores.

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