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/Ellitoral.com.ar/ Sociedad

De lustrabotas en su pueblo natal a mozo y bancario en la compleja Buenos Aires

Héctor Benítez tenía 13 años cuando llegó de Bella Vista a Capital para trabajar en una pensión de estudiantes. Pero por las mañanas era también canillita y repartidor de leche. Después fue a la Capital Federal y trabajó como mozo varios años hasta que ingresó al Banco Provincia. Allí se desempeñó por 30 años y hace poco se jubiló. Volvió a Corrientes y busca reencontrarse con sus ex compañeros de la Nocturna 1969 de la escuela Moreno. 
En primera persona. Benítez quiso contar su historia a El Litoral.

Gustavo Lescano

glescano@ellitoral.com.ar

 El hombre habla pausado, sabe cómo contar historias, persigue obstinadamente un hilo cronológico y cuida que no se le escapen detalles. Pero por momentos se entusiasma en el relato y da unos saltos temporales hasta que pega un volantazo y retoma el camino inicial, apoyado en viejas fotografías en blanco y negro que atesora como archivo personal. 

Héctor Victorino Benítez, o simplemente “Carpincho” o “Carpin” como lo conocen desde chico, es el personaje de esta historia, no por una excepcionalidad particularidad, sino como un caso que en sí mismo es general, como reflejo de los sacrificios que muchos correntinos hicieron para abrirse paso en las grandes urbes, desde los revolucionarios 60 hasta los veloces 90. 

“Siempre les digo a los más chicos: en la vida hay que ser buena persona y tener suerte, pero a la suerte hay que ayudarla. Cómo se la ayuda, siendo buena persona”, reflexiona Benítez en una charla con El Litoral. La entrevista se concretó después de que contactara al diario tras la publicación, hace un mes, de la historia de “Tuco” De Bustos, el estudiante universitario y canillita de El Litoral que vivió el Correntinazo del 69. “Conozco al santafesino que lo acompañaba en la nota, eran tres de esa provincia los que vivían en una pensión donde yo trabajaba. Era más chico que ellos, pero viví toda esa época y me gustaría contarla”, explicó en la presentación. 

Cuando describía tramos de su historia, aparecieron esas cualidades de ser una muestra particular de casos anónimos en general, con un punto en común: apostar a la superación personal a fuerza de trabajo y tratar de “ser buena gente”, tal como lo señaló Héctor. 

 

El hotel de estudiantes 

En su Bella Vista natal Héctor comenzó a lustrar botas para ganarse unas monedas. Integraba una humilde familia de siete hermanos, con una madre ama de casa y un padre carpintero. Vivían en el barrio conocido como Laguna Chifle. En sus días de natación en esas aguas surgió el mote de “Carpincho”, el cual le quedó estampado desde chico y hasta esta actualidad como jubilado que hace un par de años pudo volver a Corrientes para llevar una vida más tranquila junto con su familia. 

A fines de los 60 y con 13 años dejó su pueblo para venir a trabajar a la capital provincial, donde encontró refugio en un hotel de estudiantes ubicado en Pellegrini 1460, entre Catamarca y San Lorenzo. “Las dos abuelas encargadas del lugar eran hermanas: una se llamaba Genara, y la otra Juanita”, recuerda Benítez y describe después: “Allí hacía la limpieza y los mandados. Pero también me iba al diario La Mañana porque era canillita: a las seis ya estaba buscando los ejemplares. También repartía leche: una cooperativa que funcionaba en el Mercado Central (hoy plaza Vera) me daba el producto y salía a venderlo en una bici de reparto. Siempre iba por Poncho Verde, en la zona de la rotonda, un barrio que siempre me gustó”. 

“A las 8.30 o 9 ya terminaba todo mi reparto con el que juntaba unos mangos para mandarlos a Bella Vista. Cada mes viajaba a mi pueblo”, destaca. En el hotel “me daban cama, comida y algo de dinero. Adelante estaba la pieza de Juanito Aporto; la de Marina, una paraguaya; la de los tres santafesinos; y más atrás estaba Juan Torres, quien vivía en el segundo piso”, describe. 

 

La Nocturna 

Observando una antigua fotografía de un grupo de sonrientes estudiantes, Benítez cuenta que “en esos años asistía por las noches a la escuela Mariano Moreno, en Catamarca y 25 de Mayo. Allí terminé la Primaria, el sexto grado, cuando tenía 16 años”. Luego muestra otra foto en blanco y negro: “Acá me están entregando el título, es del año 69”, dice y da vuelta el cartón para tener una referencia escrita que certifique sus dichos. Empero sólo aparece un sello a modo de rúbrica que reza: “Rojas Mafei, fotos”.

“Mirá, en esta imagen está la maestra Estigarribia, vive en Quintana y La Rioja; la última vez que la vi fue en 2008. Era una maestra perfecta, sensacional. Ese tiempo fue fabuloso: el colegio lo hice sin ningún problema y la matemática siempre me gustó”, resalta y vuelve a la foto grupal: “Estos eran mis compañeros de la Moreno, me acuerdo de todos, eh”. 

En ese momento señala con su índice derecho a una chica: “A ella la busco, se llama María Cristina Fernández, y también querría saber de los demás. A uno de ellos lo había encontrado en Buenos Aires (de apellido Escobar) y no hace mucho encontré a otro acá en Corrientes y estamos en permanente contacto”, dice emocionado. 

En los 60, en medio de su época de estudiante, se reiteraban sus visitas a Bella Vista, “siempre haciendo dedo: no tenía un mango”, acota. “Llamaba a una casa, la de los Gaúna, que quedaba a una cuadra de la mía y les avisaba que estaba por viajar para allá. Entonces, Sarita buscaba a mamá y le confirmaba que iba. A veces llegaba de madrugada y al otro día mamá me encontraba durmiendo en una camita que me preparaba. Entraba despacito, sin hacer mucho ruido. A veces la vieja me dejaba en la mesa un plato con una tortilla o una milanesita, lo que sea”, rememora. 

Cuando Héctor terminó la Nocturna estuvo todo el año 1970 en su pueblo natal. “Jugué al fútbol en el Club Pedro Ferré, jugaba de 4 o de 8, tenía buen estado, nunca fumé”, se describe. 

  

Destino: Buenos Aires 

“Un día, un hombre me vio y me llevó a Castelar, provincia de Buenos Aires, donde tenía un hijo que trabajaba en su carpintería: era principios del 71, yo tenía 17 años para 18”, estima. 

Después vendría la convocatoria al servicio militar: “En el 72 me tocó Marina, tenía el número 983, me acuerdo muy bien. Pero estando en Buenos Aires un superior me explicó que podía pedir la baja por ser sostén de mi familia o aportar para su subsistencia. No sabía eso, pero hice todos los papeles y salí en dos meses”. 

“Me quedé en Castelar. Hice un año de dibujo publicitario, anduve bien, pero después me mudé a Belgrano 4078, en Boedo, donde conocí a (el boxeador ‘Ringo’) Bonavena y a su mamá, doña Dominga, que vivía en Parque Patricio. Siempre me gustó Bonavena porque era perseverante. Y pude conocerlo, tengo una foto con él”, dice entusiasmado. 

Pasaban los turbulentos 70, “con los militares te pedían documentos en los micros”, apunta, y en esos momentos ingresó a trabajar en un bar, “para tener comida, y un sueldo para poder pagarme el hotel”, indica.

Héctor empezó como lavacopas, luego pasó a ser ayudante de mozo y mozo mostrador, “en el bar El Pampa, en Cabildo y José Hernández, Belgrano”, recuerda memorioso. 

Pero no sólo se ocupaba del bar, sino que “los sábados y domingos me iba a pintar a San Isidro, y con una radio chiquita escuchaba los partidos de fútbol”, indica el fanático de Boca. 

 

El bar de los famosos 

Y el destino en azul y oro también lo llevaría al popular barrio de La Boca, donde trabajó varios años como mozo y asistió con frecuencia al estadio de su equipo, a siete cuadras del trabajo. “Allí iban a comer todos los dirigentes, me regalaban entradas gratis. Era un restaurante de primera, y Boca fue a festejar un campeonato de 1978: me saqué fotos con todos, menos con Lorenzo y Gatti, porque no pudieron asistir”, indica sonriente. “También siempre iban a comer ahí María Valenzuela con (Juan Carlos ‘Pichuqui’) Mendizábal; Fangio y su esposa, entre otros tantos”, apunta sin despejar la sonrisa de su rostro. 

También Héctor recordó el 78 como el año en que falleció su padre, quien estaba enfermo y tuvieron que llevarlo de urgencias a Buenos Aires. “Lo operaron en el entonces Hospital Salaberry, pero no mejoró. Entonces me dijeron que la única manera de llevarlo de vuelta a Corrientes era en avión. Fui a la Casa de Corrientes a ver si me conseguían uno, pero no hubo respuestas. Después me dirigí al Ministerio de Acción Social, frente a Plaza de Mayo, donde finalmente me consiguieron un Piper, para siete personas”, destaca Benítez. De esa manera lograron traerlo de Buenos Aires y el aterrizaje fue todo un acontecimiento en su Bella Vista. Lamentablemente, días después murió su padre.

El ingreso al banco 

Mientras continuaba su labor en el restaurante de La Boca, Héctor recibió una propuesta: “¿Querés entrar al banco? Te llevo de portero”, le planteó un conocido cliente que era jefe en la entidad. “Vio mi forma de trabajar y como había vacantes en esos puestos me lo propuso. De inmediato acepté e ingresé al banco. “Tengo tres contratos de tres meses: si querés llegar lejos, sólo depende de vos”, le resumió el directivo. 

“Así, primero entré de limpieza: todos los días ingresaba a las cinco de la mañana, me pagaban bien, pero como mozo ganaba mejor por las propinas: y eso me gustaba de alma”, dice y enseña: “¿Sabés cómo se sirve el vino? -preguntó-: se saca por la izquierda y se sirve por la derecha…”. 

“Y si bien extrañaba ser mozo, el banco era a futuro: si quedaba efectivo, a los cinco años te daban un crédito para comprar tu casa”, indica y resume: “Entré de ordenanza, después quedé efectivo; luego pasé a archivo; más tarde seguí como ordenanza, pero asistiendo a los empleados. Posteriormente ascendí a auxiliar de caja hasta que llegué a cajero, por un vacante de jubilación. Y eso es otro sueldo...”, subraya. 

“Entré a los 26 años y después de 30 años de carrera me jubilé. Cuando nació mi hija (Laura Benítez), en 2003, ya queríamos salir de Buenos Aires: no se podía vivir. Primero, junto con mi esposa, Lubina Oviedo (también oriunda de Bella Vista) vivíamos en Almagro, después en Paternal y más tarde en Liniers, pero ya queríamos ir a otra parte. Así, hablé con mis superiores y les dije que quería el traslado a otra sucursal. Entonces comenzamos a buscar una: en Tandil eran muy caras las viviendas; estuvimos a punto de ir a Benito Juárez, pero en esos momentos lo encuentro a un muchacho que estaba en Salliqueló, un pueblo ubicado en el suroeste de Buenos Aires, a 160 kilómetros de Santa Rosa, La Pampa. Y allí estuvimos unos 12 años y me jubilé en 2015”, sintetiza. 

 

Vuelta y reencuentros 

El regreso a Corrientes siempre estaba en mente y dos años después “encontramos una casa en barrio Apipé y nos vinimos a vivir acá”, indica e insiste con los recuerdos de la Nocturna y la necesidad de reencontrarse con sus ex compañeros.

Hace unos años encontró a un par de ex alumnos de ese curso 1969 de la Mariano Moreno. “Quisiera reencontrarme con Barrios, con María Cristina Fernández, con Ríos, la profesora Bonastre, con Gómez, una chica que tenía una hija cuando cursaba la Nocturna. También con Valenzuela y con dos o tres más cuyos nombres no recuerdo”, enumera sosteniendo la foto en blanco y negro.  

“¿Cuál fue el momento más difícil que pasaste en tu vida?”, fue la pregunta final de El Litoral a lo que Héctor responde sin dudarlo: “Lo más difícil fue cuando era chico: no tenía para comer; teníamos que prepararnos un té de naranjo con galleta. Eso me impulsó a venir a Corrientes a los 13 años”, concluye “Carpincho”, mientras apila una última foto que trajo para acompañar esta nota y pierde su mirada en un punto equis de la mesa de entrevista, casi en silencio.

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