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“Estaciones”: las marcas de la lectura

Como ya es costumbre en la Feria del Libro de Caá Catí, escritores, poetas e intelectuales llegan a presentar sus obras allí antes que en otros lugares. El viernes 6 de septiembre Altamirano, el prestigioso intelectual correntino, presentará su nuevo libro “Estaciones” en la feria que se realiza en la Biblioteca Juan Rivera. 

Por Carlos Lezcano

Especial para El Litoral

Por Fernando Abelenda

Especial para El Litoral

Carlos Altamirano siempre ha escrito sobre temas sociopolíticos. Por ello, tiene una trascendencia nacional e internacional. En este mismo espacio hemos publicado una entrevista sobre la presentación en nuestra ciudad de su libro “La Argentina como problema”. La novedad de esta nueva obra, que presentará como primicia en la Feria del Libro de Caá Catí, es que se trata de un recorrido por su vida en torno a los libros, las figuras e instituciones que de una u otra manera determinaron aquellas elecciones. Graham Greene dice que “tal vez sólo en la infancia los libros ejercen una influencia profunda en nuestra vida”. Los libros en la infancia, dice, son como textos de adivinación de lo que seremos. Textos que perduran como marcas indelebles, aunque parezcan perderse en la espuma de los días. Recuerdos y olvidos en la hechura de lo que somos. De eso trata este libro. Leerlo es acompañar a Carlos Altamirano en esos encuentros significativos de su vida. Y como dice Daniel Pennac, como buena lectura, “es un acto de resistencia. A todas las contingencias. Todas: sociales, profesionales, psicológicas, afectivas, climáticas, familiares, domésticas, gregarias, patológicas, pecuniarias, ideológicas, culturales o umbilicales. Una lectura bien llevada salva de todo, incluido uno mismo”. “Y, por encima de todo, leemos contra la muerte…”.

—Cómo fue para que te decidieras a escribir este libro, distinto a todos los anteriores. ¿Fue una propuesta de Graciela Batticuore, no?

—Primero, vacilé en aceptar ya que yo no tenía una representación de mí mismo como un escritor. Soy una persona que se ocupa de historia, historia cultural, historia de las ideas, historia de los intelectuales, pero nunca me pensé a mí mismo como alguien que escribiera sobre sí mismo.

—C. L.: Vos decís, ejercicios de egohistoria...

—Sí. Bueno, yo vacilé en aceptar ya que había varios escritores que escribieron en la colección por los que yo siento gran respeto, como Allan Pauls, por ejemplo. Pensé “¿yo qué voy a hacer en esa colección?”. Al fin, Graciela (Batticuore) insistió, yo acepté. En el libro paso revista a distintos momentos de mi trayectoria de lector. Aparte de mi mujer y yo mismo, obviamente Graciela B., la directora de la colección, ustedes son los primeros en leer, son los primeros lectores en el sentido tradicional.

—F. A.: Germán García comentaba que, a diferencia de los franceses, él había aprendido mitología griega a través de las historietas; que eso le daba una agilidad especial. En el libro describís tu pasaje por la historieta, los libros escolares, los libros de cuentos. Y decís que sos un lector que no lee por instinto. ¿Cuál sería la otra lógica?

—La pregunta que me hice primero es cómo me hice lector. Alguien que provenía de una familia de clase media, que no era alguien que había nacido en una casa llena de libros, que tenía unos pocos, que valoraba la lectura y la cultura, pero no podría decir “bueno, nací en una casa, en una biblioteca”. No creo que haya lecturas instintivas, creo que todos somos de alguna manera socializados en distintos medios y ahí adquirimos nuestra mayor o menor familiaridad con los libros. Yo quise deconstruir -por así decir- esa imagen en la que yo elegía mis libros, ya que mi elección siempre fue inducida por alguien, a veces amigos, a veces profesores, aunque luego uno siga a partir de impulsos propios.

—C. L.: ¿Tu primer libro te lo regaló tu madre?

—Sí, bueno. Uno nunca está seguro de aquello que cree recordar cuando ya han pasado muchos años. Creo recordar una mañana en la ciudad de Corrientes, cerca del mediodía, con un sol radiante como debía ser, como son allí los veranos. Volvió mi vieja del centro de la ciudad y de ahí vino con un libro, el primero. La primera vez que alguien me regalaba un libro. Fue para mí un hecho importante que me quedó en la memoria, que ya no recuerdo cuál era el título de la obra. Recuerdo que traía un cuento, pero tampoco me acuerdo qué cuento era. Lo tuve durante muchos años, no sé cuándo dejó de estar en mi casa, no sé si lo perdí o qué pasó. Ese mismo año fue -yo calculo que ha sido el 46- cuando iba a comenzar la escuela primaria en el campo, porque mi madre era maestra en una escuela rural. En una pequeña población. Aunque llamarla población es casi excesivo, sólo eran una serie de casas en el departamento de Empedrado. Le decíamos San Juancito, pero su nombre más pomposo era Villa San Juan. La escuela era para mí una prolongación de la casa…

—C. L.: Esto me parece increíble, vos decís en el texto esto, “que la escuela es un ámbito familiar”.

—Así fue durante dos o tres años. Después me fui a la ciudad de Corrientes y ahí cambió el contexto escolar para mí, no conocía a nadie, las maestras no eran aquellas que conocía, que me acariciaban. Me sentí, durante un par de años por lo menos, no sé si hostil, pero extraño, y que tenía que abrirme paso en una jungla; que no era la jungla que yo había conocido en el campo, con mis compañeros, con los que jugaba, con los que andaba a caballo, con los que salía a cazar. Andaba entre los ratones de la ciudad y soy uno de los ratones del campo. La viveza de la ciudad no sirve en el campo y viceversa. Siempre uno pasa por torpe en alguno de esos dos contextos.

—F. A.: Ricardo Piglia en “Los diarios de Emilio Renzi” escribe sobre vos, sobre su amigo Carlos. Dice: (…) Notable sobre todo el caso de Carlos, que parece muy seguro de su ubicación en el mundo intelectual, una colocación humilde y compleja. Un intelectual de nuevo tipo, en épocas que niegan toda reflexión y anulan cualquier voluntad de trabajo”. Se diferencia de vos: “Su modo de pensar, que siento ajeno a las cuestiones poéticas que en mi caso deciden todo mi trabajo”. Este libro tuyo muestra algo distinto, ¿no?

—Yo tuve una larga relación con Ricardo, poco tiempo después de llegar de Corrientes a Buenos Aires. El no llegaba de una provincia, pero llegaba de la ciudad de La Plata, por lo tanto, los dos estábamos haciéndonos un lugar en la ciudad.

Tuvimos mucha relación, hechas de mortadelas y vinos. También muchas conversaciones y discusiones sobre literatura. Ahí es donde aparece esto de la poética, él me sentía más inclinado a la fracción teórica, que, cómo llamarlo, a la sensibilidad literaria… Su gran apuesta era la escritura y creo que nadie puede sacar adelante una obra tan importante como fue la de Ricardo en esa época sin esa vocación.

—F. A.: Contás en el libro que estuviste en la Primera Bienal de Historieta. Allí conociste a Oscar Masotta.

—Sólo lo vi de lejos, era un héroe cultural. Cuando yo llegué a Buenos Aires, él ya era conocido, tenía un estilo vanguardista conectado a la investigación semiológica, a la investigación de la historieta… hasta la introducción de Jacques Lacan…

—C. L.: La historieta, el cómic. ¿Cómo impactó eso en el niño Carlos lector?

—Para mí los primeros años de mi vida de lector son los que tengo la historieta como literatura principal, antes de que mi viejo me tomara a su cargo para convertirme en un lector. Mi viejo fue importante en este sentido. Pero el mundo de la historieta no era algo en mi casa, y sobre todo para mi padre que pensaba que yo tenía que leer libros.

—C. L.: Decís en el libro que tu padre ejerció un magisterio intelectual.

—Sí, así es.

—C. L.: Recordás que Daniel Pennac sostiene que “el verbo leer no soporta el imperativo”.

—Como te dije, mi mamá era maestra. Pero la cabeza intelectual era mi viejo, que era un autodidacta. Yo escuchaba cómo mi hermano tomaba con veneración todo lo que él decía. Me parecía que lo que él decía… bueno, él establecía la ley, la ley intelectual en la casa.

—C. L.: ¿Había un imperativo?

—Podría decir que el imperativo sería ¡tenés que leer! Nadie lee a partir de eso. En mi caso no podía recordar algo así, una orden de ese tipo del lado paterno. Pero creaba condiciones como para que yo me sintiera tentado a leer. También para conversar con él, para conversar, me preguntaba y se divertía escuchándome. Me acuerdo de que se reía y si no, me tomaba -como uno dice tomarle la lección-, me preguntaba por los libros que me hacía leer, me pregunta después cosas para ver si yo iba por ahí.

—C. L.: Vos usás la palabra aleccionada...

—Aleccionada, sí.

—C. L.: Todas las veces que hablamos con vos nos decís que siempre hace falta compartir con alguien la lectura, que es necesario crear grupos de lecturas, de estudio; siempre con alguien. Nombrás a Juanjo Folguerá, una persona que Fernando y yo quisimos mucho. ¿Podés contarnos ese encuentro de Jorge Cabrera y Juan José Folguerá?

—Yo era amigo de Jorge Cabrera, que era amigo de Juan José Folguerá. Lo conocí en él Regatas. Fue la primera persona que tenía un dispositivo en el oído, porque no oía bien. El era diferente de nosotros por varias cosas, su hogar era más culto que el hogar del que proveníamos nosotros y, además, le gustaba la poesía. El sabía mucho más que nosotros de poesía. Nos hacía leer poesía.

Yo por medio de él conocí a varios poetas españoles de los que nunca había oído hablar, como Miguel Hernández, Antonio Machado, Rafael Alberti… Había una parte de su casa a la que Juan José llamaba “casa vieja” que tenía como un galpón y había libros por todas partes, libros en todas las paredes. Nunca había visto algo así que no fuera la biblioteca de la escuela, como la del Colegio Regional, por ejemplo… no sé, entrar allí era como para un niño entrar a una heladería…

—C. L.: Libros que no se prestaban...

—No. Nos decía que eran del padre que era alguien así como una referencia de cultura. La gran sorpresa –para mí– fue cuando Juan José no sólo leía poesía, sino que escribía: fue la gran promesa de la poesía en Corrientes.

—F. A.: Con respecto a la cuestión ideológica. ¿Qué cambios notaste a lo largo del tiempo en tus posiciones ideológicas?

—Durante mucho tiempo no sólo tenía ideas, era un militante de izquierda, convencido. Yo pongo ahí una fe, la idea de un mundo que eliminara la explotación del hombre por el hombre, la dominación de unos hombres por otros, la nueva sociedad, y tenía varias referencias de los lugares donde se estaba construyendo este nuevo mundo. Cuba –por ejemplo– fue un punto central en esos años, leía todos los libros que salían y, sobre todo, ahí recuerdo dos libros, “Huracán sobre el azúcar”, de Sartre, y  “Listen yankee” (Escucha yankee), de C. Wright Mills.

—C. L.: ¿Y “La náusea”, de Sartre?

—En aquella época yo trataba de no perder ninguna línea que Sartre escribiera, después de haber pasado por la lectura de “La náusea” –que me costó leerla- y luego me había gustado muchísimo. Yo, en aquella época, podía distinguir lo que llamaría hoy dos culturas. La cultura del medio universitario norteamericano y los libros de Sartre, y la cultura intelectual francesa, parisina. 

—C. L.: ¿Qué te dio como lector el ingreso a la universidad? ¿Cómo te cambiaron la facultad, los estudios académicos, como lector? Y ¿cómo te cambió después, el ser editor?

—Ingresar a la universidad es aprender modos de leer que no conocía hasta entonces, por ejemplo, una palabra que no conocía, no digo que nunca hubiera oído nombrarla, sino que no tenía uso, se complementa esa lectura antes o después con la lectura de una bibliografía. Eso quiere decir que por más personal que sean los gustos, o tu cultura, tenés que aprender de otros. A través de eso aprendí cosas que inmediatamente cuando terminé la facultad tenía el sentimiento de que no aprendí nada de esa facultad, que no me había servido de nada. Tenía una visión engreída de mí mismo. Con el tiempo me iba a dar cuenta de que había muchas cosas que aprendí en este pasaje por la universidad. Leí grandes libros de ficción, grandes libros de crítica. Aprendí mucho.

—C. L.: Es distinta a la lectura para entretenimiento.

—Que era lo que yo hacía, pero también en la lectura que hay lectores refinados. Borges, por ejemplo, es un lector refinado, supremo podría decir, o Juan José Saer. Los escritores son grandes lectores y he aprendido mucho también de la lectura de los escritores, porque leen cosas que uno no lee, o detectan o les interesan cosas…

—C. L.: ¿En qué te cambió ser editor? 

—Me impone leer, me impone tener en cuenta una serie de cualidades, el texto me impone otra cosa a tener en cuenta: “el mercado”. Una vez que uno entra como editor o asesor a una editorial, tiene en cuenta muchas cosas; una de esas cosas es que no se puede ignorar que el libro es una mercancía, se vende. Entonces, no podía tener ahí la actitud del lector que dice “simplemente me gusta” o “no me gusta nada”. También tengo que formularme la pregunta: ¿hay un mercado para este libro?

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