Algo de lo que nos sucede debe estar generándose en la sociedad, en esta sociedad ciclotímica, bipolar. La sociedad argentina muestra una pauta de comportamiento político ciclotímico, pendular, cuyas raíces no son obvias, asegura el prestigioso consultor Manuel Mora y Araujo en su libro “La Argentina bipolar”.
La bipolaridad de la sociedad se manifiesta en una dificultad esencial para encontrar estados de equilibrio y permanecer en ellos mucho tiempo, una tendencia a pasar de la depresión a la excitación y viceversa.
En el plano político esa dificultad se manifiesta en la propensión a apoyar entusiastamente gobiernos para odiarlos tiempo después, de pasar de la búsqueda de liderazgo personalistas y dominantes a la preferencia por liderazgos tranquilos y más institucionales, de modificar bastante abruptamente preferencias macroeconómicas sin haberle dado el tiempo suficiente a una cierta política pública, previamente aceptada, para que agote todas sus posibilidades antes de desecharla.
Una sociedad que parece insegura con respecto a su propia identidad y necesita continuamente proyectar esa inseguridad en líderes políticos que a veces son personalidades fuertes y otras veces parecen conciliadores, cuando no débiles; que en su momento tolera de esos líderes atributos que mucha gente en su vida personal rechazaría, y en otros momentos los juzga con una severidad que tampoco es aplicada a la vida cotidiana.
La bipolaridad puede ser entendida como una pauta de comportamiento secuencial, en la que un estado de ánimo sigue a otro, y exhibe, a la larga, cierta circularidad. Pero también connota una duplicidad de propensiones, cuando se cambia de un estado a otro algo está contenido en la estructura básica que paso doble, el cambio. La manía contiene, de alguna manera, a la depresión, y a la inversa.
Las tendencias de la opinión pública argentina describen fluctuaciones de gran amplitud en cortos ciclos, subas y bajas, blancos y negros que alternan continuamente, concomitantemente ciclos cortos de alto crecimiento y de profunda recesión, y producen un resultado finalmente muy estable: un estancamiento del país en el largo plazo que pocas naciones conocen en la misma medida.
La analogía remite a un individuo qué pasa con facilidad de la euforia a la depresión, de la manía al pesimismo. Pero también la sociedad argentina podría ser dramatizada a través de un personaje que es una suerte de lunático que le habla al mundo sin advertir que nadie le hace caso. La Argentina se mueve con ciclos abruptos, a veces habla y gesticula, el mundo sigue andando.
El país no es un ser individual, sino un colectivo. Muchos argentinos individuales, más a menudo sus gobernantes, se comportan como ese lunático; el colectivo más bien sufre una tensión y padece ciclotimia.
Algunos tratan de adaptarse al ritmo de ese mundo que sigue su marcha; no pocas veces, lo consiguen. Otros ni siquiera entienden demasiado bien de qué se trata. Muchos, tal vez más, proyectan su impotencia en el liderazgo, se identifican con él y así alivian su perplejidad. Esa facilidad de la sociedad argentina para cambiar de estados de ánimo es un dato básico de nuestra realidad. Otro es nuestro mal desempeño como nación, nuestro retroceso medido en términos comparativos con otras naciones a lo largo de más de medio siglo.
El domingo comenzará a trazar una nueva etapa de la historia del país y podrá comprobarse el rumbo que la sociedad pretende impregnarle a esta etapa del país, tan distinta a otras y tan parecida a otras.