Profesora Catalina Méndez
de Medina Lareu
La Ley Provincial de Educación sancionada el 7 de noviembre pasado con el N° 6.475 dedica a la formación docente una rica normativa contenida en el Título IV (artículos 111 a 116), que se refiere a los derechos y obligaciones de los educadores y a la responsabilidad de los institutos superiores, los IFD, en la consecución de ese objetivo.
Se trata, sin duda, de un importante trabajo legislativo destinado a resaltar el significativo relieve que tiene en el proceso enseñanza-aprendizaje la calidad profesional del educador. En ese marco, opinión personal, debió incluirse y de alguna manera diferenciar el perfil y el importante rol de los directores de todas las instituciones educativas en las que tiene lugar ese proceso.
Esta reflexión me lleva a reproducir un concepto que no aparece en la legislación, pero que tiene valor y vigencia indiscutible en la práctica escolar cotidiana: el de liderazgo. Y me apoyo en una frase de Claudia Romero, directora de educación de la Universidad Torcuato Di Tella, cuando dice: “… ninguna escuela ha logrado mejorar los logros de aprendizaje de su alumnos en ausencia de un liderazgo talentoso” .
En términos muy sencillos el liderazgo es la capacidad de guiar, inspirar e integrar grupos de personas comprometidas en un proyecto común. Es un proceso que posibilita influir en cada grupo apoyando a sus miembros para que trabajen con entusiasmo, alcancen objetivos libremente acordados y les permita tomar iniciativas, gestionar, convocar, promover, incentivar, motivar y auto- evaluar el trabajo del equipo así conformado. Implica, lógicamente, que haya un líder, un docente que pueda influir en sus colegas a partir de su propia imagen, por la firmeza de sus convicciones, la libertad para expresar sus ideas y su fuerza para defenderlas.
Existen múltiples experiencias y evidencias rotundas que demuestran que los directores escolares son actores protagónicos en el mejoramiento de los resultados del aprendizaje, después obviamente del irreemplazable factor docente a su cargo, al ser responsables todos ellos de generar un ambiente, un “clima emocional” favorable para alcanzar esos logros.
Mitre, Sarmiento, Avellaneda, Roca lo entendieron claramente en su tiempo y seleccionaron cuidadosamente a los directores escolares, quienes debían estar dotados no sólo de una sólida estructura académica, sino de un perfil personal, hoy lo llamaríamos “imagen”, que potenciara su tarea conductora. Sus contratos contenían normas explícitas sobre hábitos sociales, conducta personal, vestimenta, estado civil, uso del lenguaje, dedicación exclusiva, entre otras. Siglo XIX.
Actualmente se vive una realidad distinta: la legislación y la costumbre se ocupan débilmente de esa figura. Le reconoce, sí, un lugar prefijado en el escalafón y aún una remuneración diferenciada, pero sin definir con claridad las condiciones personales que les permitiría a los directores escolares desempeñarse con eficiencia y conducir una gestión exitosa. Actualmente para llegar a la titularidad del cargo basta documentar en un concurso el título docente, (muchas veces hasta apoyado por maestrías, licenciaturas y doctorados), los antecedentes laborales y participar en una oposición que no ahonda demasiado en los conocimientos y aptitudes específicas que exige la gestión.
Sin embargo, aunque necesarios, esos requisitos no son suficientes para garantizar la preparación que ella requiere, una función compleja y fuertemente condicionada por el contexto local e institucional. Que exige no sólo dominio científico-pedagógico de una especialidad, sino conocimientos de administración, de organización, de legislación educativa, de psicología evolutiva, del contexto social del alumnado a su cargo, y, sobre todo, capacidad para evaluar en forma continua los procesos de enseñanza encarados por todos y cada uno de sus docentes mediante el uso adecuado de softwares que permitan el seguimiento y conectividad de todas las actividades institucionales para la corrección oportuna de sus debilidades. Todo ello, además, en un marco axiológico, una exaltación cotidiana de los valores, la incentivación del esfuerzo y el reconocimiento de los méritos.
En algún momento propuse, sin éxito, establecer por ley que los directores revalidaran su titularidad cada cinco años, como una forma idónea de valorar su actualización profesional, el peso de su liderazgo y su actitud positiva y vital frente a una dinámica social en permanente cambio; proceso este que se cumple ritualmente, con excelentes resultados , en el ámbito universitario.
Esta nota, considero necesario decirlo y espero que sea obvio, no tiene otro objetivo ni pretensión que destacar la importancia de los directores escolares y la necesidad de que en el ejercicio de su liderazgo pongan en evidencia la pasión por el trabajo que realizan, su coraje para la toma de decisiones, su compromiso, su poder de comunicación y la visión clara del camino a recorrer en el inmediato y largo plazo por la familia humana.
Cuando alguna vez se modifique el estatuto provincial del docente (decreto-ley del año 1981 que exige actualización) quizá se atienda este modesto aporte. Es un desafío que vale la pena asumir.
Corrientes, octubre de 2019
(La autora es ex ministra de Educación de la Provincia; diputada nacional por Corrientes (m.c.) y actual miembro de la Academia Nacional de Educación).
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