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La otredad de la grieta

Por El Litoral

Domingo, 23 de agosto de 2020 a las 03:30

Por Emilio Zola
Especial Para El Litoral

La manifestación opositora del 17 de agosto volvió a exponer la grieta que atraviesa a buena parte de la sociedad argentina, dividida entre adherentes a la administración albertista y disidentes de todo aquello que remita al kirchnerismo. Se trata de una fractura social enraizada en los orígenes del colectivo nacional, reactualizada en una nueva dicotomía binaria que replica viejos antagonismos históricos entre unitarios y federales, personalistas y antipersonalistas, o peronistas y antiperonistas.
La grieta es un nombre descarnadamente actual, adecuado para resumir episodios infestados de violencia, cuyas consecuencias explican, a lo largo del tiempo, el derrotero de fracasos sociopolíticos que impidieron la consolidación de aquello que alguna vez llamamos “Argentina potencia”, ilusión gestada a partir del crecimiento económico que el país alcanzó alrededor de los años 40, cuando logró un producto per cápita equivalente o superior al de Italia, Japón o Austria.
No viene al caso, pero vale decir que a partir de la Segunda Guerra Mundial la Argentina padeció las consecuencias de su neutralidad e inició un extenso período de inestabilidad política que no hizo más que profundizar la brecha de clases, con un movimiento sindical que desembarcó de lleno en la militancia partidaria y un vasto bloque empresarial reticente a las conquistas laborales. Desde entonces, la conflictividad entre facciones ideológicamente incompatibles se mantuvo como parte de la normalidad cíclica de una tierra de enconos ancestrales.
Sin embargo, en todo este desbarajuste aparece un elemento insospechadamente actual. Un factor inédito, tan certero como letal, llamado pandemia, que día tras día deglute vidas humanas con la voracidad de un monstruo mitológico, hasta convertir en realidad las escrituras apocalípticas no solo por la cuestión sanitaria sino por el drama social que implica la paralización económica, la pérdida de empleos y la pauperización de estratos sociales, que caen en la pobreza al ritmo de una emisión monetaria que se diluye como agua entre los dedos, ante la evidencia de una disparidad cambiaria pulverizadora del poder adquisitivo.
La única salida visible es la hipotética vacuna, esperanza de mediano plazo que por el momento nadie puede garantizar como una solución permanente. En el intersticio hubo una demostración tranquilizadora por parte de los políticos con responsabilidad de gobierno, emisores de una clara señal de concertación que se expresó a través de cierta estrategia de consenso entre el presidente Alberto Fernández, el gobernador Axel Kicillof y el jefe de Gobierno, Horacio Rodríguez Larreta, terceto al que también suscribieron los demás gobernadores. Cada uno con sus matices, pero en la misma sintonía, lograron resultados de coyuntura al postergar el latigazo más despiadado del coronavirus, hasta que la grieta volvió a hacer de las suyas.
La propensión divisionista pareciera adquirir personalidad propia en tiempos de crisis. Como si no se tratara simplemente de la conducta concupiscente de una u otra facción, la grieta se corporiza cual basilisco griego para quebrar el consenso en momentos de indispensable concordancia, en un escenario minado por intereses irreconciliables que conspiran contra los grandes objetivos de una nación que pudo haberse ubicado en los niveles de riqueza que hoy exhiben Austria o Canadá, pero que cayó irremediablemente en el subdesarrollo como consecuencia de sus disputas sectoriales.
Errores evitables, zancadillas deliberadas, maniobras ventajistas excretan purulencia en plena pandemia, como si no hubiera otras urgencias que tratar. Por caso, el presidente Alberto Fernández envía al Congreso un proyecto de reforma judicial con el que busca recortar poder a los tribunales federales de Comodoro Py. En el bando opositor, a caballo del hastío que provoca en la psiquis nacional una cuarentena sofocante, convalidan una concentración masiva que contradice todas las normas sanitarias prescriptas para evitar una disparada de contagios.
No conformes con el incesante intercambio de provocaciones, el núcleo duro del kirchnerismo eleva la conflictividad con una nueva estocada, al incorporar la cláusula que permitirá a los jueces denunciar presiones de los medios de comunicación. Lesiona gratuitamente el principio consagrado de la libertad de prensa en tanto pilar del sistema democrático, erigido desde siempre en objetor de las acciones y medidas gubernamentales que atañen a la vida de millones de argentinos. Y los medios, con todo derecho, reaccionan con críticas asertivas. “No cambiaron nada, son los mismos de siempre”, dicen sin errarle.
El clima de acuerdismo se reduce a la mínima expresión, una conferencia de prensa que cada quince días prolonga una y otra vez el plazo de restricciones pandémicas. El ofuscamiento social aumentado por tanto Aspo y Dispo, conduce a demostraciones de rebeldía legitimadas por el derecho individual a la autodeterminación, que a su vez queda limitado por otro derecho de gradación jerárquica superior: proteger la vida de los más vulnerables al Sars-Cov-2, algo que por el momento solo puede lograrse mediante las recomendaciones sanitarias de evitar las reuniones sociales.
Un círculo maldito de opciones imperfectas que se reduce a enfermarse en libertad o mantenerse sano en el encierro. Está claro: la solución no es política, sino filosófica. Solamente a través de la mutua comprensión entre seres humanos surgirán paliativos para sobrellevar la complejidad de una bisagra epocal que, aunque no lo hayamos comprendido cabalmente, cambió para siempre el estilo de vida de la humanidad, que a partir del covid-19 quedó obligada a tomar recaudos que van del barbijo al teletrabajo, de la seguridad relativa de un escritorio con el café recién salido de la máquina comunitaria, a la soledad de una notebook en el living.
La grieta no contribuye a la camaradería que demanda la nueva normalidad. Y el problema es que los políticos, cualquiera sea el partido o la ideología a la que reporten, no están interesados en las alternativas más conducentes al anhelo común de superar el flagelo pandémico, sino que, por naturaleza, tienden a valerse de las tragedias para obtener apoyos y validaciones que en las próximas elecciones se traducirán en votos.
Comprender que la solución no vendrá de la mano de los gobernantes o de los representantes de una sociedad que se acostumbró a delegar en unos pocos la responsabilidad de las decisiones colectivas es el principio del camino para transitar esta pandemia, que bien puede aprehenderse como una alegoría del éxodo judío, a lo largo de una supervivencia de 40 años en el desierto.
La empatía con el otro resulta esencial para, por primera vez en la historia, avanzar en equipo hacia una meta que es compartida por todos y cada uno de los habitantes del suelo nacional (y del mundo). La consigna es derrotar al coronavirus, y para ello se necesitan los mayores esfuerzos de cada uno, en un plano de equidad que contemple las limitaciones de los más débiles y reconozca la esencialidad de los científicos, médicos y auxiliares sanitarios que combaten en la línea de fuego.
Después de todo, la vida efímera y fugaz de un individuo es solo una gota en el mar infinito del universo, en el que somos nada más que partículas palpitantes con una cualidad única: la conciencia de saber que estamos de prestado, solo por un tiempo. 
Y en esa existencia finita del homo sapiens siempre habrá vacíos que jamás se podrán llenar, incluso para aquella señora que agita la cacerola desde el techo escamoteable de su Audi.
La libertad, decía el filósofo lituano Emmanuel Lévinas, es la capacidad de salirse de uno mismo. Lo decía un pensador que pasó años en un campo de concentración mientras su familia era exterminada por el nazismo y que, al terminar el holocausto, plasmó en palabras la que quizás sea la mejor enseñanza para la supervivencia humana: “El otro no es un individuo ajeno a mi existencia. Su presencia afecta mi propio ser y esa afectación atañe a mis afectos. No puedo desentenderme del otro, porque no puedo desentenderme de mi propio destino”.

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