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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

El derecho a la justicia pronta

Continuando una tradición doctrinaria de casi 50 años, la Corte Suprema de Justicia de la Nación se expidió recientemente en el caso “Gómez, Carlos”, citando también otros precedentes del mismo tribunal, acerca de la garantía de toda persona a ser juzgada en un plazo razonable. No solo destacó en dicho fallo el valor y la vigencia de ese derecho, sino que, en una advertencia a todo el sistema de enjuiciamiento penal del país, exhortó directamente al Poder Judicial de la provincia de Buenos Aires por la demora observada tanto en el caso en cuestión como en otros.

Cuando la inseguridad arrecia por sobre las libertades y las vidas ciudadanas, la Justicia Penal no puede ralentizarse ni convertirse en puerta giratoria. Muy por el contrario, los juicios y las condenas o absoluciones deben darse a tiempo, habida cuenta también del enorme valor ejemplificador que alcanzan para la sociedad.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Cidh) continúa recibiendo numerosas denuncias de violaciones a las disposiciones contenidas en el Tratado de San José de Costa Rica como la referida al plazo razonable, verificadas en procesos judiciales argentinos.

Quienes culpan al cúmulo de trabajo de los tribunales como primer factor de demora solo tienden a observar el síntoma de una serie de males de nuestra sociedad con origen en otros ámbitos, entre ellos, la falta de tareas de prevención suficientes en materia de seguridad.

El derecho a una “justicia pronta” es una de las garantías más valiosas entre las contempladas en los tratados internacionales de derechos humanos. Su jerarquía constitucional fue reconocida por la jurisprudencia de nuestro más alto tribunal casi veinte años antes de que los otros dos poderes del Estado lo ratificaran y convirtieran en ley, para ser incorporadas luego en forma expresa a nuestra Constitución con la reforma de 1994. Se trata de una valiosa tradición que tiene origen en nuestros tribunales, basada en el respeto a la dignidad humana, consistente en el reconocimiento del derecho de todo imputado a obtener un pronunciamiento que, definiendo su posición frente a la ley y a la sociedad, ponga término, del modo más rápido posible, a la situación de incertidumbre y de innegable restricción de la libertad y afectación al honor que comporta el enjuiciamiento penal.

Tanto la Corte Interamericana como la Europea de Derechos Humanos han establecido que, para determinar la razonabilidad del plazo en que se desarrolla un proceso penal, es necesario evaluar cada caso en forma individual atendiendo a tres aspectos: la complejidad del asunto, la actividad procesal desarrollada por el interesado y su defensa, y la conducta de las autoridades judiciales.

Existen normas que tienen como fin dotar de celeridad y eficiencia al servicio de justicia en materia penal con el objetivo de evitar que los procesos se alarguen o permanezcan abiertos indefinidamente. La prescripción, contemplada por el Código Penal, es la más conocida. Para que opere la prescripción, en el caso de los delitos más graves han de cumplirse tres condiciones: el transcurso del máximo de la pena prevista para el ilícito de que se trate, la inexistencia de actos procesales que interrumpan la prescripción y la no comisión de un nuevo delito. 

¿Cuánto tiempo debe transcurrir, entonces, para que se verifique el incumplimiento de la garantía del plazo razonable de juzgamiento? Nuestro máximo tribunal ha sostenido, tanto en el fallo inicialmente mencionado como en el caso “Egea, Miguel Ángel”, que, cualquiera que sea el criterio que se adopte respecto de los actos procesales contemplados como válidos interruptores de la prescripción, cuando un proceso judicial se prolonga por casi dos décadas, las garantías de plazo razonable de juzgamiento y de derecho de defensa se vulneran ostensiblemente en perjuicio de los acusados.

La Cidh, por su parte, consideró que 14 años empleados en el juzgamiento de una persona acusada de diversos delitos era un lapso violatorio de la garantía del plazo razonable de juzgamiento.

Queda en manos de los jueces la debida priorización y armonización de diversos principios cuyos fines tienden a colisionar. Allí se encuentra el reaseguro del respeto a las garantías constitucionales que corresponde reconocer a los acusados de crímenes y que deben también proteger a una ciudadanía expuesta a intolerables niveles de inseguridad en su vida diaria.

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