Por M. Javier Arecco
Profesor universitario, autor de varios libros y artículos sobre recursos humanos, liderazgo y cambio organizacional. Licenciado en Recursos Humanos, Magister en Psicología Organizacional, Coach internacional. Especial para El Litoral
Creo que, para alcanzar una propia identidad, es necesario retirar cuidadosamente las máscaras que determinan nuestra percepción ambiental: así, en vez de cambiar la realidad externa, lo que intentaremos será identificar las actitudes y predisposiciones personales que moldean y limitan la vitalidad de esta realidad y trabajar sobre ellas. En otras palabras; lo que propongo no es modificar la realidad, sino nuestra percepción de la realidad. Al limpiar las lentes de juicios que imposibilitan la puesta en práctica de determinados cursos de acción; construiremos un nuevo observador, capaz de proyectar las imágenes que desee de su estar-siendo en el mundo.
Ahora bien, ¿cómo se han configurado a lo largo de nuestra historia estas predisposiciones que limitan nuestra acción, y marcan nuestra creencia de personalidad? Para ser quienes somos; hemos pasado toda una vida construyendo una personalidad en torno a creencias e impresiones que hoy son memoria. Poco a poco, nos fuimos convirtiendo en personas que se expresan y experimentan a sí mismas de acuerdo a juicios que provienen de esa memoria. Pero, ¿de dónde provienen estas creencias e impresiones?
Desde el principio de nuestras vidas, nuestros círculos de socialización primaria —principalmente, el núcleo familiar— crean incesantemente imágenes sobre nosotros. Cuando un sujeto en desarrollo recepta estas imágenes proyectadas sobre él, se amolda a la identidad que las imágenes le proponen. De esta manera, en primera instancia, la identidad pareciera ser una construcción que se inviste desde afuera —es decir, desde las expectativas que manifiestan otros por fuera de la propia subjetividad—. Por ejemplo, un bebé vemos que no tiene miedo de gatear hasta un balcón, o meter su brazo en la boca de un perro o los dedos en el enchufe, este bebe no tiene una percepción del miedo genética, pero a medida que va creciendo va aprendiendo los miedos que los mayores le enseñamos.
Entonces, ¿qué sucede con el sujeto cuando se apropia de estos imaginarios y, en función de ellos, comienza a consolidar su identidad? Su curso de acción se delimita para encajar en la imagen que sobre él se proyecta: por ejemplo, si un padre insiste en que su hijo es un buen jugador de fútbol; éste practicará más y más el deporte, afianzando su técnica y deviniendo, efectivamente, en un buen futbolista. Luego, el sujeto pensará desde esta identidad creada —la de buen futbolista—; al pensar, creará valores y credos personales y, desde estos credos, se reafirmará en lo que es. En otras palabras;
Somos construcciones sociales que, durante mucho tiempo, funcionan encerradas en el ciclo de la validación de sus juicios externos.
Como es posible observar en el gráfico al final del presente artículo, la recursividad previamente descripta está colocada en el máximo del eje de juicios internos que se fueron validando con el tiempo. Debido a esto, podríamos vivir en la historia de nuestra conversación y, si nuestra memoria se construyó en el pasado, ya que tenemos una memoria genética, celular, tradicional, social, alimentaria, cultural, nuestro presente podría ser pasado; es decir, nuestros juicios serían limitantes sólo por estar edificados desde ese pasado. Como vemos; a medida que en el gráfico nos acercamos al pensar, estos juicios se van aplacando. Por otro lado; a medida que nos acercamos a la conciencia, vamos perdiendo los juicios.
Esto puede ser desafiante para algunos y un chiste para otros, pero —literalmente (no psicológicamente)— vamos perdiendo el juicio, los juicios limitantes, que nos mantuvieron en nuestra personalidad; o, mejor dicho, en lo que siempre supusimos que ésta era. En este punto, la historia se reconvierte y se transforma en experiencia; no en limitación o fundamentación para el futuro. Este presente deja de tener una fuerza inercial proveniente del pasado y nos da la posibilidad de diseñar desde el futuro.
Ideas, juicios y opiniones fueron, poco a poco, introduciéndose en este sistema de validación de la personalidad; hasta, efectivamente, ser validadas y creídas por el sujeto. El problema con estas validaciones es que, como vimos, son falsas: construcciones de los juicios de los sentidos —sentidos que, por su parte, sólo pueden percibir la realidad a través de un recorte de la misma; asumiendo ese recorte como totalidad—. E, incluso, muchos de estos juicios no son propios; sino que, como decíamos, son o fueron promovidos desde el afuera por las proyecciones que otros hicieron sobre nosotros. Algunos de estos juicios, por ejemplo, pueden provenir de familiares con sus propios bollos emocionales —amistades rotas, contextos adversos o muchas otras situaciones que no tienen por qué ser reales para el sujeto que recepta la proyección—. Llegados a este punto, postulo que estas validaciones pueden cambiarse por otras sólo cambiando al observador y la forma que éste tiene de percibir la realidad.
Volvamos a otro ejemplo similar al del jugador de fútbol para entender cómo funciona el gráfico de validación de juicios. Supongamos que un niño se encuentra jugando en la vereda mientras su madre está barriendo. En ese momento, una vecina pasa al frente de ellos y los saluda. El niño, distraído, continúa con su juego sin devolverle el saludo. Ante este gesto, la madre se apresura a mirar a su vecina y decirle: “Es un buen niño, pero es tímido”. Es aquí donde vemos cómo, ante una situación más bien azarosa, el juicio “tímido” se puede infiltrar en la representación que la madre proyecta sobre su hijo.
Desde afuera, este adjetivo puede ingresar en el modelo de creencias del sujeto, que ahora se preguntará: “¿Soy tímido?”. A partir de esa apreciación, el niño construirá una imagen de su timidez: se convertirá en un tímido que se expresa tímidamente y, ante este modo de expresarse, sus amigos le dirán constantemente que es tímido. Así, la validación progresiva del juicio terminará por cristalizar una imagen identitaria en el niño. Desde ese concepto; el sujeto-tímido pensará y crecerá, encerrado en su creencia. Como vemos; el ser puede ser una historia que ni siquiera es propia, sino un relato que se fue creyendo y abonando hasta componer la memoria de quién es alguien en el presente.
Como es posible apreciar, todo este encadenamiento semántico que resulta en la construcción identitaria es solo una mentira que nos contamos a nosotros mismos: juicios que se interrelacionan hasta construir un concepto; algo que creemos que es verdad, pero, en realidad, es sólo un relato que nos hemos —y nos han— repetido sistemáticamente. Para transformar nuestra posición como observadores del mundo y, de esa forma, transformar la percepción que tenemos de nuestra realidad; será necesario que suspendamos estos juicios que históricamente pretendieron definirnos y escuchemos a nuestra conciencia, a la nueva forma de observar que esta nos propone.