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El fantasma de la casa de los Martínez

Del libro "Aparecidos, tesoros y leyendas en Corrientes". Moglia Ediciones

Sobre la calle Quintana entre La Rioja y Salta de la ciudad de Corrientes, se alzaba portentosa la casa de los Martínez, historia pura. Exhibía sobre su frente, orgullosa, bajo la galería de entrada, una cantidad importante de placas recordatorias de la historia nacional, en ella estuvieron Liniers, Belgrano, Perichón y todos los próceres de Corrientes, oculta secretos tristes y alegres, pasaron cumpleaños, casamientos, velorios, tantas cosas entre sus peregrinos temporales. Orgullosa tras sus rejas aún existentes, los jazmines y magnolias ofrecían al caminante sus perfumes maravillosos. El aljibe mostraba su figura de mármol de Carrara como indicando: ¡acá se encuentra el agua!

No pudo resistir la piqueta, los piqueteros urbanos en complicidad con otros sin tiempo ni memoria destruyen el pasado. Desaparecieron sus placas pero no su historia, alguien o varios se quedaron con ellas, por el bronce… valor material que nadie lleva a la tumba.

A lo largo de la puerta de entrada se apreciaban dos grandes patios, al fondo y a la izquierda, piezas, donde seguramente dormían los esclavos por algunas argollas que se observaban en la pared, esclavos que eran castigados (muy pocos), porque sabido es que en Corrientes los mismos gozaban en la mayoría de los casos de un trato mucho mejor que en otros lugares.

En verdad, siendo cosas, se los ungía de un humanismo en la familiaridad y en muchas ocasiones de parentesco real, porque para el amor no existen colores ni gradaciones sociales.

Lo mismo ocurría con los indios, que ocupaban el lugar de criaditos, cuando por forzadas situaciones debieron ser llamados “hermanitos” por sus nexos de sangre nacidos al amparo de azahares y lapachos, bajo lunas de muchas temporadas, los más por amor, los menos por violación lisa y llana, aunque no existía la misma porque con las cosas no había sexo según los cánones rígidos y sabios de ideas medievales, estúpidas ellas como sus propagadores.

En la casa de la cual conversamos se hicieron fiestas y saraos durante la ocupación de nuestros hermanos paraguayos, nacieron odios y amores fulgurantes. Casi todos se conocían y eran parientes entre sí, comerciaban habitualmente, por lo que la sociedad se reunía en las casas de este tipo y el pueblo llano en la plaza, pero los compases eran los mismos, meta baile nomás, los porteños eran los enemigos.

Los años pasaron, ya en el Siglo XX, la familia que ocupaba la finca tuvo que dejarla con mucha pena, un bioquímico y su maravillosa esposa quienes al marcharse derramaron lágrimas al no haber podido comprarla. Lo hizo una empresa de estas constructoras, diría destructoras, que ni bien se le dio la oportunidad comenzó a derrumbar todo lo que podía en el menor tiempo posible, un gran intendente de la ciudad Galvaliz ordenó frenar esa barbaridad. Por medio de la justicia, amparo de por medio, terminó la destrucción, quedaron restos que hoy exhiben su tristeza hacia la calle (*).

De puro curioso, un día fresco y agradable, me entrevisté con una de las habitantes de la casa y me contó los sucedidos raros en la misma. Las empleadas que cumplían sus funciones en el segundo patio, conectado al primero por un arco romano magnífico bajo las galerías, afirmaban asustadas que veían luces cerca de los baños y los árboles frutales. El lugar de mayor temor era un galponcito que tenía entrada en calle La Rioja, por donde se proveía la casa de mercaderías de todo tipo, entre ellas, la leña, necesaria para todo. En algunas noches escuchaban que alguien cortaba la leña. Ir al baño era toda una empresa, se juntaban de a dos o tres para darse valor, luces y silbidos las acompañaban en su trayecto. Sin embargo el susto más grande estaba por venir. En el salón que se utilizaba para las recepciones de las visitas, que habitualmente se hallaba en penumbras, tanto la señora de la casa y las empleadas acostumbraban a abrir las ventanas para aprovechar el viento fresco del Este y los manjares de los perfumes de las flores, pero siempre en penumbras. Una tarde de julio fría, con la ventana cerrada cuando el sol apenas se escondía sobre el Oeste, ingresó al salón la señora de la casa y observó a un hombre sentado con las piernas cruzadas. Con temor pero sin huir se acercó y saludó: -“Buenas tardes señor”, respondió el visitante -“He vuelto porque perdí un medallón que un día traje a esta casa, y si usted me permite lo buscaré entre los frutales del fondo.”

La respuesta descolocó a la señora, que iba aclarando su vista con un aumento mayor de incredulidad, el hombre vestía ropas del Siglo XIX, calza, chaqueta y botones dorados, botas altas. El extraño visitante se irguió, pasó a su lado dirigiéndose con destino al segundo patio, la mujer dentro de su asombro aprovechó para mirarlo con mayor detalle valiéndose de la escasa luz que aún subsistía, no podía creer, era un uniforme de la época de la independencia, parecía ser el mismísimo general Manuel Belgrano. Intentó llamarlo pero la figura lenta y pausadamente desapareció de su vista. Corrió al laboratorio de su esposo y le contó lo sucedido, el bioquímico la miró con extrañeza, era un científico, no creía en aparecidos ni otras yerbas. -“Probablemente lo imaginaste mi amor”, contestó condescendiente. Pero ella insistió, recordaba haber visto las luces, escuchado el ruido del hacha sobre la leña, el miedo de las sirvientas, no estaba muy convencida de haberlo imaginado.

-“Bueno”, dijo displicente, poniendo en duda el relato fantástico de su esposa.

Esa noche el Sur, que había amenazado durante todo el día con leve resistencia de un viento Norte tranquilo, desató la lluvia, caía a montones, corrieron los empleados a esperar el tiempo necesario para abrir las tapas de las canaletas, que luego de lavados los techos, dirigirían el agua hacia los aljibes, uno en el primer patio y otro en el segundo, era motivo de alegría, la lluvia regaba las plantas, especialmente los frutales que todos aprovechaban en la casa. Convivían el agua de lluvia y el agua corriente que la empresa nacional había instalado por el año 1905, de manos de los ingenieros Agustín González y Villanueva. La noche cayó serena bajo las líneas plateadas de las gotas que furiosas buscaban el piso y acariciaban las hojas de los árboles, arroyos pequeños se formaron en el patio de tierra del fondo, el agua fría obligó a los transitorios ocupantes de la casa, luego de recogidas las ropas que colgaban de un largo alambre que iba de un palo borracho a la pared Este, a refugiarse en sus respectivos lugares, todos calentados por braseros de fuego a leña o carbón vegetal.

A la mañana siguiente, temprano, el canto de los pájaros entre el follaje de la vegetación anunciaba un incipiente sol.

Quedaban las huellas de los pequeños arroyuelos que la lluvia dejó, pero lo sorprendente fue encontrar en el barro un rastro bastante profundo de huellas de un hombre pesado que terminaban abruptamente frente a una medalla de plata antigua, que más o menos decía: “Al General Belgrano…”, dispersa entre monedas antiguas de cobre, bronce, plata y oro, bien lavadas por el agua anterior.

Una sombra oculta entre un limonero y un guayabo observaba la escena sonriente, había encontrado su medalla perdida. 

(*) N. de la R. Este texto se editó en 2013 con el primer tomo de Aparecidos, tesoros y leyendas en Corrientes. Tras una serie de obras, en 2015 en el sitio del que trata este relato fue inaugurado el Museo Arqueológico y Antropológico de Corrientes.

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