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Y Porá o la obra como palimpsesto

Por Carlos Lezcano

Especial para El Litoral

Julia Rossetti recorre en esta entrevista el proceso de Y Porá. Esta nueva obra fue exhibida en el Museo Casa de Ricardo Rojas en el mes de marzo. Esa casa-museo de arquitectura colonial es justamente una expresión de la mixtura entre lo europeo y americano condensado en la palabra “Eurindia” Rojas.

Y Porá se trata no solo del relato de los caminos hacia la obra, sino también de reflexiones en torno a varios temas que dan cuenta de su universo creativo y poético. La identidad es uno de los temas que plantea la artista visual, pero no como algo petrificado, fijo o cerrado, sino como un proceso de articulación, un hilván.

Para realizar la obra leyó textos de Oswald de Andrade (Brasil), Narciso Ramón Colman (Paraguay) y Ricardo Rojas (Argentina), justamente los intelectuales que han trabajado el tema a principios del siglo XX, cada uno en su país. “Tupi or not Tupí, that is the question” es una frase de Andrade en el “Manifiesto Antropofágico” que nos cabe a todos los que vivimos en esta amplia región de América del Sur, al igual que aquella que dice “soy un Tupi tañendo un laúd”, de su libro Pauceia desenvainada (1921) libro que abre la poesía moderna de Brasil. 

En esa línea de mixtura Julia destaca su trabajada idea del sincretismo como motor de su obra, en lugar de la apropiación de una cultura correntina formateada para ver solo el paisaje en clave naturalista incesantemente repetido. La obra invita a preguntarse cómo ve, siente y crea una artista correntina contemporánea, a la vez que convoca a indagar sobre cómo funciona la identidad en los artistas actuales y cómo influye migrar a Buenos Aires hoy. La relación entre migración interna y obra es un tema que atraviesa la historia de los artistas de esta provincia que, como sabemos los que vivimos aquí, suele ser espuela pero también freno.

—¿Cómo nació o qué es Y Porá?

—Es una mañanita sensible (2 de abril), hace ya unos años estoy en Capital y me encomendaron presentar una propuesta, una obra para la radio del Centro Arte Sonoro. Estuve buceando en sentimientos profundos, en las contradicciones que me despierta esta fecha. Al final trabajé en una reversión de un chamamé que siempre se escuchó mucho en mi casa, ese que se llama “Los Ramones”, de Mario Bofill y Julián Zini. Hice una intervención sobre la pieza original, omitiendo la mención a la patria.

Un poco de eso creo que va también Y Porá, que dicho sea de paso, pronuncio así porque no me atrevo a impostar un guaraní amateur —aunque sí estuve practicando un poquito gracias Liz Haedo que asesoró en el proyecto—.

Y Porá es una propuesta que presenté para la beca Activar Patrimonio, específicamente para trabajar con el patrimonio del Museo Casa de Ricardo Rojas y a través del acompañamiento del Centro de Arte Sonoro (CASo). Surge porque, al revisitar algunas cosas que en algún momento habré leído de la obra de Ricardo Rojas respecto de su pensamiento sobre la identidad nacional, me llamó muchísimo la atención su construcción y sobre todo esa mención tan importante de los pueblos originarios y que en su acervo no hubiese nada relativo a los guaraníes. 

Siempre pienso: ¿qué es la identidad nacional? Realmente nosotres —que somos más bien fronterizos— nos sentimos interpelados por esa noción. Yo personalmente no. Desde que vivo en Buenos Aires, menos.

Ocurrió que, leyendo un poquito de Rojas se me cruzó por la mente una fuente muy recurrente en mis investigaciones desde hace mucho tiempo; la obra de Oswald de Andrade, autor del manifiesto antropófago y uno de los padres del modernismo brasilero. También recordé que justo hace un año, cuando fui a la Bienal de Asunción, un amigo de una amiga nos regaló un libro de Rosicrán (Narciso R. Colman), poeta paraguayo. Fernando Colman, su bisnieto, nos regaló una reedición bilingüe del libro que se titula “Nuestros antepasados. Ñande ipi cuéra”, un “poema etnológico”. Rojas, De Andrade y Colman, los tres escribieron su obra más importante en la misma época: las primeras décadas de 1900.

La Casa de Ricardo Rojas tiene una arquitectura muy particular: colonial, con reproducciones de ornamentos y mobiliario de culturas originarias entre retratos pictóricos europeizados. Ambientes amplios pero cálidos, una luz preciosa. Un espacio ecléctico y atemporal. Al ingresar, el patio delantero es un microambiente en que el ruido de la calle en pleno barrio Recoleta se detiene. En el frontispicio detrás de la fuente, me encontré con dos sirenas andinas tocando una especie de charango; la luna, el sol, las estrellas, ornamentos florales. Decidí que esa escena iba a ser el germen de la obra: esos personajes, esos elementos, ese lenguaje, llevados a la cosmogonía guaraní.

Al principio pensé escribir una leyenda, me parecía un recurso muy propio de esa época que quería “citar”, además de un género que atraviesa la producción de estos tres autores-referentes. Mi primera intención era esa, inventar un relato con personajes de otras leyendas guaraníes y llevarlas a un lenguaje visual muy específico que empecé a explorar recientemente -dibujos en un software de sonido que operan como una partitura, y que se asemejan muchísimo a la construcción en módulos y cuadrículas de los diseños de pueblos originarios.

Si bien ese fue el detonante, al comenzar me encontré con que, aunque podía aventurarme y hacerlo, no estaba en condiciones de escribir el guión que tenía en mente. En el marco de la beca podía contar con algunos recursos y preferí, en lugar de trabajar sola, destinar esos recursos a armar un buen equipo. Convoqué a Lucas Olivares y Liz Haedo de Yaguá Pirú Cine, quienes trabajaron en base a esta idea que les lancé en la escritura de un manifiesto-poesía. Si bien el relato tiene reminiscencias de leyenda, el aporte maravilloso que hicieron Liz y Lucas fue vaciarlo por completo del componente de castigo que estas tienen, específicamente el castigo clásico hacia la mujer que no se comporta como debería. 

Esta vuelta de rosca me hacía muchísimo más sentido, todo se iba ordenando en mi cabeza. Con acompañamiento de Alma Laprida de CASo en la construcción del proyecto y en función de esas primeras ideas que intercambiamos, Lucas y Liz trabajaron minuciosamente en un storyboard que fue la base para que yo dibuje todas las viñetas que componen la obra audiovisual que devino Y Porá. Fueron meses de darle cuerpo a ese universo acuático y terrestre, a esos personajes en transformación constante, punto por punto, como si fuera pixel art, pero analógico.

Esto después se complementó con el trabajo de programación y de mezcla de sonido que realicé en conjunto con Julián Di Pietro —a quien conocí cursando la especialización en Arte Sonoro en Untref— que llevó la propuesta a posibilidades técnicas inimaginables por mí; personalmente soy poco amiga de las computadoras, aunque hoy casi todo mi trabajo dependa de ellas. 

Sinceramente sin este equipo no hubiese sido así la obra. Hubiese sido algo más chiquito, de mi escala y todavía más prototípico de lo que se despertó a raíz de este intercambio con gente experimentada, formada y con ideas brillantes, y realmente, y sobre todo, muy generosa. El personal de la Casa de Ricardo Rojas también tuvo su rol fundamental en que se haga viable todo el proyecto, especialmente la directora Laura Mendoza, que recibió mi propuesta con mucho cariño y respeto y puso todo a nuestra disposición.

—Hay un universo sonoro en tu obra que tiene mucho que ver con tu búsqueda poética. ¿Cómo lo hacés? ¿Tiene vínculos con nuevas tecnologías? ¿Cómo se traduce esto a una obra?

—El proceso más intenso fue el de sistematizar algunas ideas que tenía, que pensaba que podían funcionar en el software que usaba de edición de sonido, pero que después me encontré con un límite para lo que me estaba figurando. Básicamente quería hacer video con un programa de sonido o quería hacer sonido con un programa de video, y el programa que desarrolle ambos universos con la precisión que encontraba o no existe o no lo encontramos.

Este proceso de sistematizar la traducción de imágenes a Midi no tiene casi nada que ver con las nuevas tecnologías. De hecho, la mayor parte del trabajo fue manual. Diseñé grillas basadas en la interfase del software de sonido, las imprimí, dibujé a mano viñeta por viñeta e imprimí en una filmina otras indicaciones para superponerla a los dibujos y poder hacer el pasaje de analógico a digital dibujando punto por punto en el programa.

Preferí destinar el dinero que tenía a disposición a trabajar en equipo, a honorarios también “simbólicos” para el gran trabajo que se estaba haciendo. Seguramente lo hubiese resuelto de forma más sencilla de tener más herramientas, de conocerlas. Pero fue prácticamente a mano y de hecho el video en sí es una grabación de pantalla de la computadora mínimamente intervenida en un software de video. No hay montaje, no hay planos y la resolución fue pensada como una obra para computadoras y celulares, para circulación virtual.

La inversión que sí hice fue la de adquirir una grabadora zoom, la más chiquitita y menos compleja técnicamente de todas las grabadoras, que es también lo que el presupuesto me permitió y que a la vez tiene esa condición de ser muy transportable y muy liviana. 

Cuando llegué a Corrientes para las fiestas después de casi un año de no poder regresar, anduve por todos lados con mi grabadorita, capturando gran parte de los sonidos que fueron usados para la obra. Otros, los musicales, los “tomé prestados” de tutoriales de YouTube. Todo muy lo-fi.

Así que de nuevas tecnologías no hay prácticamente nada. De hecho, todos los programas que uso son pirateados. Y me parece que tiene que ver con las condiciones de trabajo que me tocan a mí, pero que nos tocan en general a les artistas latinoamericanes si se quiere.

—Hay en tu obra una apropiación de temas locales, correntinos digo, muy evidente en tu obra….

—Si bien la apropiación, pienso, es una operación histórica en el arte, a partir de la cita y la alusión; la idea de apropiación hoy se piensa desde un lugar negativo. Cuando se habla de “apropiación cultural” —y creo que es un punto importante para debatir—, se cuestiona el uso de sistemas simbólicos ajenos a veces solo con un uso estético, a veces completamente vaciados de su sentido original y particularmente desde una lectura generalmente occidentalizada de esos símbolos. Es justo eso lo que Liz y Lucas introducen cuando debatimos en torno a las leyendas.

Yo no hablo guaraní, siempre tuve un acceso restringido a eso por la generación y el contexto en el que crecí. Soy de Corrientes capital, de una familia de clase media, del centro de la ciudad. Mis experiencias con la naturaleza también son bastante limitadas en ese punto, y mi inquietud y avidez de conectarme con eso también es reciente, aparecen en mi vida adulta.

Tengo una cercanía inmensa con el río, desde un lugar de contemplación. Cuando allá en Corrientes me mudé al barrio Cambá Cuá y estaba muy cerca de las playas, caminaba casi a diario, a veces varias veces en el día y empecé a registrar lo que pasaba en la orilla y empecé a encontrarme también con rituales, con altarcitos, con distintas sensaciones que me producía la luz del día o la noche, el brillo de la luna sobre el río, el horizonte. Una experiencia muy sensorial y muy ecléctica.

Ese es el imaginario que empieza a interpelarme y, entonces, pienso esta obra desde ahí. En vez de pensarlo como una apropiación, lo siento como una operación más ligada al sincretismo, en el sentido de capas superpuestas que tienen que ver con que yo hablo con un lenguaje aprendido que se fusiona con un lenguaje original que se filtra en expresiones y en un acento particular. Es la experiencia de habitar esa tierra, su paisaje y sus temporalidades, y de haber tenido acceso a formarme y viajar y hoy vivir en otra ciudad que me otorgan una distancia para reinterpretar eso vivido. Es la hermosa contradicción que encierra nuestra religiosidad popular, la conquista, el catolicismo, nuestra raíz guaraní, nuestro San Baltasar. Es el chamamé, que trasciende los límites políticos de los países. Es la incorporación de herramientas tecnológicas en la producción de mi trabajo que está hablando de un universo muy vivido con el cuerpo, la tensión que eso produce y al mismo tiempo las posibilidades de circulación que genera.

Todo ese mboyeré —que no se si llega al punto de generar una reflexión todavía— intenta sí, al menos, proponer una experiencia en que las personas que llegan a mi trabajo puedan sumergirse en un estado de ánimo particular, que es el que hace unos cuantos años llamo “emotropical”.

—¿Cómo trabajás lo sonoro en tu obra? Hay un manejo de texturas o sonidos como materiales absolutamente centrales en tu obra.

—Más allá de decir que siempre me interesó la música, que siempre fue uno de los lugares donde encontré un sentido de pertenencia, creo que el sonido irrumpe en mi trabajo cuando me vine acá a Capital hace tres años.

Tiene estrecha relación con la experiencia de ser migrante, aunque sea migrante en mi propio país. Hay algo muy fuerte en la tonada que puede llamar la atención y que puede generar incluso diversas reacciones de la gente cuando uno está en una ciudad como esta y también mucha empatía con otres migrantes. Por un lado viene de ahí: del acento y de las expresiones que nunca me encargué de pulir. Quizás a veces se me filtren ya algunas sonoridades que no son las mías, pero es un poco mi intención mantenerme lo más “correntina” posible. 

Por otro lado, el sonido propio de cada entorno. El ruido del tránsito, el subte, las máquinas de esta ciudad y el contraste de mis vivencias allá donde una tarde de verano las chicharras pueden hasta tapar nuestras conversaciones. A la distancia, por ejemplo, recibir un audio de WhatsApp y percibir en el sonido ambiente un colchón de bichos de allá y yo capaz de acá mandando un audio y que se escuche una máquina de construcción.

En ese sentido el sonido aparece en mi trabajo reciente para hablar en cierta forma de la nostalgia. Pienso que se relaciona con el sentimiento “chamamecero”, ese de la persona que abandona su tierra y se pone a hablar de ella a la distancia; rememora callecitas y personajes, lo sublime del paisaje en cada estación, los mitos, las anécdotas de boca en boca, de generación en generación. A propósito de la apropiación, creo que la expresión que mejor encierra lo que siento es la de saudade brasilera.

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