Por Enrique Eduardo Galiana
Moglia Ediciones
Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”.
Corría el año 1968 cuando volví a Corrientes luego de una estancia en Buenos Aires y la provincia del mismo nombre, por el luctuoso hecho denominado la colimba, enganche de los pobres para victimizarlos, humillarlos y convertirlos en obedientes domeñados ciudadanos al servicio de eternos golpistas contra la democracia. De casualidad, un día pregunté a algunos que añoraban el servicio militar quién lo había hecho, era una cena presuntamente de amigos, resultó ser que todos los que opinaban se salvaron por número bajo o pie plano. Es sabido que la colimba la hacían los pobres y los desheredados.
Al volver, me encuentro que mi querida Facultad de Derecho, que funcionaba en la Escuela Normal de Profesores José Manuel Estrada, se había trasladado a un edificio nuevo sobre calle Salta 459, lindo, aulas nuevas y acogedor.
Me encontré con los mismos profesores y empleados de la entidad educativa, recuerdo entre ellos a Raúl, Ramonita, don Mendoza, don Crespo, el escribano Led, la señora de Estigarribia, Maquela, don Pepe y su maravillosa esposa doña Pepa, en la biblioteca y entre el personal de maestranza el señor Leiva y Aranda, entre otros.
Con lo que nadie contaba era que la ubicación del nuevo edificio de la Facultad se encontraba en el casco histórico, la parte de adelante había pertenecido a una familia linajuda muy antigua. Se sumaba a ello que en esa cuadra, que tantos secretos guarda, había una cruz milagrosa para los creyentes, que en días de San Juan atraía multitudes, lo que motivó el enojo de un obispo bastante resistido por su mal carácter de arrancar de raíz el culto pagano. Sin embargo nada impidió que el barrio de nuestra facultad históricamente se llame San Juan Curuzú (Cruz), hoy somos más elegantes le decimos “Deportes”.
Leiva, el ordenanza, era bastante morocho, sumamente respetuoso pero con sus reservas. Cuando tomaba se ponía hablador y hasta se aventuraba en discursos ante los recién ingresantes. Un buen día Leiva se presenta ante el Decano.
-“Permiso señor Decano”-, expresó -“necesito hablar con usted urgente.” -“Pase Leiva, tome asiento”-, contestó el decano.
-“¿Qué lo trae por acá?”-. Leiva con temor y tomándose las manos como si fuera a implorar, dijo: -“Señor Decano, yo no me quedo más a la noche, disculpe”-. El funcionario intrigado lo indagó: -“¿Qué ocurre Leiva?, usted sabe que el tema es rotativo, un mes a la mañana y otro a la tarde”-, afirmó. Ante la respuesta, exclamó Leiva: -“No señor, yo no me quedo a la noche” (las clases duraban hasta las 24) -“¿Por qué?”-, preguntó nuevamente el decano, y ante la sorpresa del mismo, Leiva contestó: -“Por la dama de blanco, la que pasea por los patios y me sigue”-
Pasaron los minutos, un silencio se produjo en el despacho, Leiva parado miraba hacia arriba y a los costados, la mirada de su jefe lo escrudiñaba con un signo de interrogación que superaba la estatura del mismo Leiva. -“¿La qué?”-, preguntó luego. Leiva serio y circunspecto volvió a repetir pausadamente: -“La dama de blanco señor decano, usted no sabe, pero todos en esta dignísima casa de estudios,” salió el discurseador, “alguna vez la vieron, nadie quiere hablar porque van a pensar”-, afirmó con una lógica digna, -“que están locos, pero señor, la vieron. Es por eso que cuando va entrando la noche miran sus relojes y disparan, todos juntos, tal el apuro que el otro día Maquela se olvidó de cerrar la biblioteca.” -“¡Pero Leiva!”-, expresó el decano. -“Pregunte, nomás, pregunte, señor y verá que no miento”-.
Esa misma noche, Leiva fue apagando las luces desde el fondo hacia adelante, el silencio lo rodeaba, cuando llegó al tablero sobre el antiguo patio frente al mástil, casi en la salida de la vieja casona, sintió que alguien le tocaba el hombro, al darse vuelta se encontró frente a frente con la dama de blanco, alta, delgada, ojos tristes, cabello negro y arrojaba luces como tacas (bichitos de luz) Leiva escuchó una voz de ultratumba: -“Necesito ayuda y tú me rechazas, nadie me atiende, acaso ¿te asusto?”- El pobre Leiva quedó blanco, su aspecto moreno se trastrocó en blanco ceniza, no podía articular una palabra. -“Necesito tu ayuda,” continuó la figura fantasmal, “como la de los otros a los que les pedí, pero nadie me escucha”-. Leiva no podía moverse del susto descomunal que la experiencia desconocida le provocaba, cada vez estaba más blanco. La dama expresó: -“Buscá una cruz que se encuentra en la pared del antiguo baño, del lado sur y devuélvemela, sin ella vago sin rumbo, mi muerte fue provocada…”- y las palabras se alejaron de Leiva como si el viento las llevara al viaje sin tiempo del silencio. No esperó, dejó el tablero, tiró las llaves y salió disparando hacia la puerta, no cerró nada, dejó la facultad con las puertas abiertas, las luces encendidas y huyó hacia el puerto.
Esa noche el decano recibió una llamada extraña de la policía, le anoticiaban que la facultad estaba abierta y las luces encendidas, era aproximadamente las dos de la mañana. Procedió en consecuencia a cerrar el establecimiento.
Enojado y con malestar el decano ordenó la comparecencia de Leiva a su despacho a la mañana. Tuvieron que ir a buscarlo a su casa y lo trajeron casi a cuestas. Leiva parecía extraviado, su pelo quedó blanco, su risa fácil desapareció por completo, apenas podía hablar. Con incoherente resumen relató su experiencia, nunca más volvió a la institución, lo cierto es que días después algunos de los que escucharon su historia rompieron las paredes del antiguo baño, ¿qué sacaron?, nadie sabe, aunque pocos días después fallecía sin motivo alguno un empleado administrativo.
Leiva nunca volvió, un empleado falleció y la dama de blanco continúa su paseo sin fin por su antigua casa.
El tiempo pasa y los secretos quedan, algún incrédulo afirmó: -“Todo es mentira”-. Pasados algunos años, bastantes, el señor Maleares controlaba al personal de la institución, su horario de entrada a la mañana temprano, hasta que un buen día se encontró frente a frente con “el espectro de blanco”, nunca más controló ningún horario.