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La extraña casa

El Corrientes del ayer, cantado por poetas y descripto por escritores de los buenos, no es tan neutral ni tan dulce, digamos. Muchas de las casas antiguas que se ponen a la venta tardan años en transferirse porque las malas lenguas dicen que están embrujadas o que tienen sus fantasmas.

Esta, por razones que guardo y no me corran sus dueños, tiene su historia. Se encuentra en el casco histórico, pero histórico en serio, cerca de la plaza 25 de Mayo. 

La antigua propietaria se encontraba en una pieza ubicada antes de la cocina, arreglando unas fundas de almohadas, sola, escuchando la radio como era costumbre en algunas épocas, aunque se mantiene, ha disminuido un montón con eso de la tecnología. Distraída y entretenida con su tarea, ve pasar a un hombre vestido con traje de los antiguos, levemente realiza una inclinación de cabeza y se dirige a la pieza del fondo. Repuesta de su asombro, no sabe si salir a correr o gritar, en vano, porque estaba sola, o eso creía. Trata de levantarse cuando la figura vuelve sobre sus pasos, realiza el mismo gesto y desaparece. La tarde caía, las plantas parecieron quedarse mudas al igual que su dueña que tanto las cuidaba. Lentamente la mujer se levantó, tomó una tijera y salió al patio, buscó, miró y se dirigió a la calle. No entró a la casa hasta que volvió el marido.

Prestamente pasó a contarle su rara experiencia. El esposo la miraba con asombro y como diciendo con la mirada: “¡Está loca mi mujer!”. Ante la incredulidad y con el peligro de que la llamasen loca, calló. Pero su temor nunca disminuyó. Pasaron los días. Ariel, hijo de la señora, va a la pieza del fondo y con el golpe de efecto que tiene ver su velador —pesado, tulipa de mármol macizo y soporte de bronce— trasladarse de un lugar a otro en manos de un hombre vestido a la antigua, siendo las dos de la mañana.

 Salió echando humo en su carrera a los gritos. Por supuesto, se levantaron los padres. “¿Qué pasó?”, preguntó el padre. “Un hombre vestido extrañamente estaba en la pieza del fondo, con mi velador”, contestó exaltado Ariel. “Estuviste tomando”, agregó furioso el padre. “No”, respondió el hijo. El padre, receloso, procedió como hacen los progenitores ante la sospecha, a usar el olfato. Allí se dio cuenta de que su hijo no mentía. Ahora se le planteaba el dilema de tener dos en su familia, que sin haber conversado sobre el asunto, juramento de su esposa, había visto a la misma persona, o lo que fuera. Se dirigió a la pieza y el velador estaba ubicado en el medio de la habitación, en perfectas condiciones pero fuera de su lugar, en la otra pieza en que dormía su vástago.

El señor no había visto nada pero su esposa y su hijo, sí. La duda estaba sembrada y corría un tufillo a miedo en el ambiente.

Era irracional, no podía ser, afirmaba. Trataba de convencerse a sí mismo. Un sábado a la tarde, cavilando sobre lo que ocurría en la casa, sentado en el living, mirando distraído advierte que un cuadro pesado colgado de un clavo grande —él lo había colgado—, comenzó a levantarse, descolgándose solo, para mayor profundidad del susto el cuadro quedó horizontal, cayendo luego pesadamente sobre una mesa. No podía creer lo que veía, la perra que estaba a su lado saltaba con algo o alguien jugando alegremente. El temor fue apoderándose lentamente de su persona. No dijo nada tampoco, porque no fueran a creer que ahora él estaba loco. Explicó que pretendió descolgar el cuadro y que se le cayó.

Hubo un período de calma; pensó para sus adentros: fue una mala experiencia. Pero los hechos dirían lo contrario. En el patio de la casa empezaron a hundirse unos mosaicos, la perra ladraba al hueco que se estaba formando. El hombre de la casa llamó a un albañil para que arreglara el desperfecto, pero nada dijo a su esposa ni a su hijo, que vivían aterrados.

El albañil explicó que eran movimientos de tierra de relleno, por lo antiguo del piso, entre otras cosas. Sacaron los mosaicos viejos quedando a la vista un pequeño pozo. “Cosa extraña ¡caramba!”, dijo el hombre que trabajaba. Metió un pie tomándose del brazo del dueño de la casa, cuando sorpresivamente sintió que alguien le tironeaba de abajo. Los gritos acudieron al instante: “¡Suéltame, hijo de p...!”. Libre del tirón, salió disparado hacia la calle. Nunca volvió, dejó sus herramientas. Personalmente el dueño llenó el pozo de tierra, puso como pudo los mosaicos y la cuestión familiar tomó un tono castaño oscuro. 

La pregunta ¿qué hacemos? flotaba en el aire. Vamos a vender la casa, concordaron. En esa tarea estaban y la vida continuaba. Trajeron un sacerdote que realizó su tarea, aunque confesó que había algo que no comprendía.

Una noche de frío, oscura, presagio de cosas raras, estaba trabajando cuando su esposa, desesperada, lo llamó al trabajo: “Me voy no aguanto más, a cualquier lado, no me quedo en la casa”. 

Estaba durmiendo, era de madrugada cuando advirtió que alguien estaba acostado a su lado. El espanto se apoderó de ella, la figura, cosa o lo que fuera, respetuosamente le pidió: “Las herramientas, por favor”. Al mismo tiempo otra figura de tiempos idos —por su vestimenta— caminaba observando el patio.

Volvió el esposo raudamente. Fueron hasta el templo de La Merced, pidieron a los gritos hablar con un sacerdote, un buen hombre los atendió, comprendió la irregularidad del asunto, tomó algunos objetos del culto, agua bendita, etc., y se dirigió a la casa. Comenzó el rito cristiano de tratar de calmar a los muertos. Sorpresa, el cura se encuentra frente a frente con una mujer ojerosa, pálida como la misma muerte, cuarentona, bien vestida, de otro tiempo, que sin embargo exhalaba una dulzura angelical, aroma de bondad, que desde la profundidad de los misterios dijo en un castellano antiguo al azorado sacerdote y a la señora de la casa que estaba detrás, rosario en mano: “Por favor niña, cuida tu hija”. 

Se refería a la hermana menor de Ariel, que hacía noches no dormía y no se sabía por qué. “Los que están en tu casa no son buenas almas”. Dicho esto, la figura se fue diluyendo, cuando Ariel apareció en escena, todo hinchado y asustado. Todos se dirigieron a la puerta. El buen sacerdote admitió que una entidad maligna andaba rondando la casa, pero no pudo expulsarla.

Reunidos en la vereda, bajo el frío de la noche, cada cual narró su historia. Ariel manifestó a sus padres que un compañero no vino más a la casa porque, estando juntos, vieron un objeto extraño y le golpeaban la puerta y las ventanas. La nena veía pasar cosas rápido.

Se fueron, nunca más volvieron a la casa, la que puesta en venta encontró comprador, un viejo maestro en estas cosas, tranquilizó a los fantasmas y se terminaron las apariciones, salvo la señora, que a veces camina tranquilamente por el patio con la dulzura que la acompaña mirando las plantas que alguna vez habrán sido suyas.

Del libro “Aparecidos, tesoros  y leyendas”, Moglia Ediciones

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