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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Las simples cosas

Armando Tejada Gómez, por imprescindible, exalta la simplicidad de las cosas simples que son preceptos por ser naturalmente urgentes. Es la esencia misma del ser humano por vivir en paz con la Constitución como biblia.

Por Adalberto Balduino

Especial para El Litoral

Son las más importantes porque comparten lo cotidiano en la vida de los pueblos. Poder realizarse. Estudiar. Anhelar bienestar. Insuflar a los afectos el combustible del alma. Como bien lo decía Rodolfo Walsh: “En medio de esa lucha por la justicia y el imperio de la voluntad del pueblo, sepamos unirnos para construir una sociedad más justa, donde el hombre no sea lobo del hombre, sino su hermano”. Hace ya mucho tiempo estamos desmembrados. Alejados y separados, hechos piltrafa porque la corrupción de toda índole que hoy reina estimuladas muchas veces por el poder, se ha transformado, cubriéndolo todo de incredulidad. Ya no ponemos la mano en el fuego por nadie, hasta el menos peligroso es un peso muy grande por terminarlo de conocer. Un nuevo año no ha servido, ni permitido, arribar a nuevas tierras donde la verdad, si bien no es absoluta, confiere confianza, volver a creer aunque fuera en parte. Ya se vislumbra la eterna pelea por las mismas cosas de siempre, donde cada bando se juega el número que les permite seguir reinando a pesar de los miles de errores cometidos casi siempre a sabiendas. Pero nadie, nadie se preocupa por ser creíble, hacer realidad las promesas, trabajar constructivamente dejando lo personal por el país que tanto les debemos. Ernesto Sanz lo dice muy bien cuando advierte: “La política está divorciada de los intereses de la gente”. Vamos de contramano sin temor a colisionar, que siempre es un desastre buscado. Lo que persigue la gente es la paz de la seguridad en todos sus estados: seguridad física, seguridad para poseer lo mínimo, de manera tal que no sea una limosna devenida en subsidios, que no colman porque falta la gran epopeya que es generar día por día con trabajo transpirado, y luego “reinar” en la cabecera misma de ese “trono” llamado mesa familiar, y ver felices a los nuestros, conformes, ansiosos y anhelantes por protagonizar una vida en futuro, obtenido todo con el sudor de la frente. Hasta cuándo vamos a seguir improvisando. Hasta cuándo formularemos los gastados discursos, que nadie cree por inconsistentes y un total divorcio con la realidad. Cuando pagamos una cosa, nos queda la incertidumbre de preguntarnos si es lo justo, o nos han “currado”, porque toda referencia es imposible hacer para compararlo, tomando un patrón supuestamente como unidad única, ya que se trata del desvencijado peso argentino, hoy con su confianza en descrédito, resulta imposible por su devaluación hacer ningún cálculo posible. Es que estamos para el descenso, la tabla nos relegó al fondo, ya que es el lugar que nos hemos ganado por no hacer mérito, ni esfuerzo, solamente la mala política construyendo “castillos en el aire”, con mucho ruido pero pocos, casi nada, ganadores de siempre, “atornillados”. Hemos sido superados en buena ley por los países vecinos, porque ellos todavía piensan que primero está el pueblo, y no como nos acostumbraron a la política de palco, las consignas, el robotismo, es decir el fanatismo a ciegas, en cuyo pasado los militantes perdieron la brújula porque la historia cambió. Porque el candidato, el líder, el carilindo que enamoraba a las masas con su rostro de chico bueno, ha sido suplantando por la eficiencia, por la capacidad de ejecutividad, por su inteligencia al servicio de una causa noble, que es el país, la tierra de uno, felizmente representada por la decencia, esa vieja costumbre que supimos hacer gala naturalmente, legada por nuestros mayores.

Porque está en la simplicidad el logro de nuestros cometidos, tomando lo mejor de cada persona y potenciarlas, esas que nos inculcaron, como el respeto, como el trabajo pleno, con la única militancia posible que es la confianza en el otro, ese otro que también somos nosotros. Nos ocurre como el sinsabor de comprender, como lo dice el poeta Armando Tejada Gómez, que buscando siempre en el pasado que ya fue, uno se sorprende al comprobar ese viaje sin retorno: “Uno se despide insensiblemente de pequeñas cosas, / lo mismo que un árbol que en tiempo de otoño se queda sin hojas. / Al fin la tristeza es la muerte lenta de las simples cosas, / esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón. / Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida, / y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas”. Todo se ha transformado para peor, esas enseñanzas básicas que fueron reglas inamovibles hoy juegan a la incertidumbre de la desconfianza. Da la impresión de que viendo a la clase dirigente, uno tiene la respuesta de nuestra búsqueda del pasado por suplirla en presente, pero son tan malos los ejemplos que ya no valen la pena pescarlos en días que fueron otrora felices, donde todos éramos todos, no solo unos pocos que por arteras artimañas ante las contingencias se han erigido en tótems sagrados de lo que no debe hacerse.

En el desvarío cotidiano hemos perdido el concepto de patria, esa patria que la conocimos por la abnegación de nuestros padres, cuyos ejemplos construyeron una Argentina de cara al futuro, sin aflojar, ni dejar la actitud solidaria de ser todos entre todos, hoy desinflada y confundida.

Hay una poesía de Jorge Luis Borges que sabe pintar esta congestión de nuestra historia, donde los cambalaches abundan, en que se perdió la virtud de otrora, desdibujando la grandeza de la patria y su totalidad inclusiva, no de slogan, sino la verdadera adormecida que algún día pondrá escarmientos para que renazca sin condicionamientos.

“Nadie es Patria. Ni siquiera el jinete, / que alto en el alba de una plaza desierta, / rige un corcel de bronca por el tiempo, / si los otros que miran desde el mármol, / ni lo que prodigamos su bélica ceniza / por los campos de América, / o dejarlos un verso o una hazaña / a la memoria de una vida cabal / en el justo ejercicio de los días. / Nadie es la Patria. Ni siquiera los símbolos. / Nadie es la Patria. Ni siquiera el tiempo / cargado de batallas, de espadas y de éxodos / y de la lenta población de regiones / que lindan con la aurora y el ocaso / y de rostros que van envejeciendo / en los espejos que se empañan / y de sufridas agendas anónimas / que duran hasta el alba / y de la telaraña de la lluvia / sobre negros jardines. / La Patria, amigos, es un acto perpetuo / como el perpetuo mundo. / (Si el eterno espectador / dejara de soñarnos / un solo instante /nos fulminaría, / blanco y brusco relámpago. Su olvido) / Nadie es la Patria, pero todos debemos / ser dignos del antiguo juramento / que prestaron aquellos caballeros, / de ser lo que ignoraban, argentinos, / de ser lo que serían por el hecho / de haber jurado en esa vieja casa. / Somos el porvenir de esos varones, / la justificación de aquellos muertos, / nuestro deber es la gloriosa carga / que a nuestra sombra legan más sombras / que debemos salvar. Nadie es la Patria, pero todos lo somos. / Arda en mi pecho y en el vuestro, incesante, / ese límpido fuego misterioso”. Que arda como conciencia afligida, pongamos orden, y que las simples cosas vuelvan a tener el valor de lo básico, que es vivir dignamente, porque la dignidad es el referente de la decencia perdida.

 

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