¿Quieres recibir notificaciones de alertas?

PUBLICIDAD

El inapropiado amiguismo institucional

Una confusión conceptual terrible se asoma a diario cuando las autoridades democráticas intentan mezclar sus opinables preferencias personales con su misión esencial al frente del gobierno.
 

Lunes, 07 de noviembre de 2022 a las 01:00

[email protected]
@amedinamendez 

Lamentablemente esa costumbre se ha instalado al punto de naturalizarse. Lo indebido entonces consigue normalizarse, siendo aceptado mansamente por muchos, esos que validan así la incorrecta actitud de quienes deben respetar a sus representados cuando ocupan una posición de relevancia.
Suele pasar que los presidentes actúan asumiendo que lo público y lo privado son idénticos, entendiendo que esas esferas están legítimamente superpuestas. De hecho, muchos de ellos administran el presupuesto estatal como si fuera su patrimonio personal, con decisiones absolutamente arbitrarias.
También sucede este mismo fenómeno con puestos equivalentes a nivel doméstico. Es que no depende de si el distrito es una ciudad o el que fuere, ciertos dirigentes están convencidos de que su poder no es eventual y por eso intentan apropiarse del gobierno como si hubieran accedido a él como consecuencia de su esfuerzo personal y no por un apoyo cívico circunstancial.
Se creen efectivamente no solo dueños de ese espacio abstracto, sino que también a veces deliran con la idea de que todos están sujetos a sus órdenes, que son súbditos que deben obedecer a sus antojos.
Recitan hasta el cansancio que intentan ser servidores públicos y que su vocación de servicio es lo que los moviliza; sin embargo, su voracidad desmedida, su ambición ilimitada y sus delirios mesiánicos hablan de sus profundas convicciones que poco tienen que ver con ese altruismo declamado.
Los entornos no ayudan demasiado. Los aduladores seriales contribuyen apasionadamente con la labor de aplaudir al “monarca” y alimentar su sed de protagonismo, su vanidad inagotable y su supuesta sabiduría. La versión latinoamericana de esa tragedia republicana tiene un condimento adicional, que no es exclusivo de estas latitudes, pero por aquí toma dimensiones insólitas y hasta los medios de comunicación tradicionales lo describen sin objetar como si fuera correcto avalar esos dislates.
En cada ocasión que un primer mandatario obtiene una victoria electoral en cualquier nación, rápidamente el análisis político local tiende a imaginar qué asuntos evolucionarán políticamente dependiendo de la conexión personal entre esos líderes.
Si por alguna razón se tratara de personas “amigas”, entonces sus países trabajarán en conjunto y cooperarán para proyectos que los unan. Si, por el contrario, los interlocutores involucrados se detestan, están en veredas ideológicas diferentes o han derrotado a un “hermano”, será imposible que se construyan lazos entre esas naciones por la incompatibilidad manifiesta entre los máximos referentes nacionales.
Todo se plantea como si fuera un juego, un festival de discrecionalidades y de berrinches infantiles. No existe nada menos profesional que condicionar la consonancia entre ciudadanos y dejar todo librado a las simpatías de los partidos políticos y sus ocasionales dirigentes.
Esa es una demostración empírica de la forma en la que se ha malversado el concepto de representación. La manipulación de las instituciones es tal que la gente termina siendo rehén de la alianza gobernante, qué en vez de intentar beneficiar a todos sus habitantes, administra el poder como si fuera de su exclusiva propiedad y como si adicionalmente fuera eterno.
Los políticos se postulan para ocupar un cargo que tiene responsabilidades inherentes y cuando las urnas hablan lo que hacen es delegar, por un tiempo muy acotado, la tarea específica de que los electos se ocupen de los intereses de esa comunidad.
No hay cheque en blanco para los elegidos. Ganar una contienda electoral no convierte al triunfador en un tirano que hace lo que quiere, lo que le viene en gana. Esta concepción, arcaica, por cierto, pero además profundamente inmoral e inadmisiblemente perversa es la que intentan imponer estos nefastos sujetos. Habrá que reconocer que lo hacen gracias a la inexplicable pasividad cívica que no se inmuta ante estos atropellos.
Es que la misión asignada no es que los “líderes” decidan con qué “amigos” estrechar lazos. La amistad es entre sociedades, entre naciones, entre personas dispuestas a comerciar, integrar sus culturas, cooperar en el desarrollo. Los vínculos no son de orden partidario sino social. En ese esquema no es trascendente si los jefes de Estado se adoran o se odian, se admiran o desprecian. No tiene peso alguno ese aspecto, porque no tiene que ver con ellos, sino con los individuos a los que deberían representar. Esta mecánica paupérrima que permite que la posibilidad de integrarse y trabajar codo a codo quede en manos de los designios de un caprichoso mandatario es un completo disparate y es vital que la gente lo señale sin pudor alguno, que lo denuncie sin temor, para que al menos registren que son muchos los que se dan cuenta de ese despropósito.
Estos siniestros personajes no lo hacen así por mera ignorancia, sino fundamentalmente respondiendo a sus intereses mezquinos, a sabiendas de que sus partidarios aprueban sus posturas y que el resto no dirá nada al respecto, aprobando tácitamente esa lógica en la que se avanza con los afines y se evita a aquellos con los que no hay sintonía. Es tiempo de revisar esta matriz. Las sociedades deben mantener relaciones maduras entre sí, independientemente de quien lidere en una época determinada a esas comunidades, porque lo que importa es la gente y no la política coyuntural de un territorio.

Últimas noticias

PUBLICIDAD