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Spinetta y su legado poético

A una década de la partida del “Flaco”, algunas razones que convirtieron al gran músico argentino en una figura que trascendió el rock.

“Sólo lo difícil es estimulante.” La frase es un verso del poeta cubano José Lezama Lima. Y si hay un músico que en el mapa del rock argentino está cortado por esa vara es el siempre recordado –y muy difícil de imitar– Luis Alberto Spinetta. Diez años de ausencia implican una década donde nos perdimos la oportunidad de seguir sorprendiéndonos por esa facilidad y felicidad con que nos invitaba al descubrimiento de planetas, ese don de estirar las oportunidades que cobija la canción en formato rockero. Porque Spinetta se permitió correr los límites, procurando dar con nuevas formas y materiales si se trataba de complejizar como de tallar las posibilidades de componer rock en castellano.

Eco risueño. ¿Les sucede a ustedes que cuando escuchan una canción como “El libro de la buena memoria” de Invisible, resuena el eco risueño del Luis Almirante Brown de Peter Capusotto; y que todo ese estallido poético en “Pues, yo te escribiré/ Yo te haré llorar/ Mi boca besará/ Toda la ternura de tu acuario” se ve asediado por la cursilería con que empantanó a ese gesto de Spinetta nuestro último gran capocómico? Si algo distingue a Spinetta de todos sus émulos –es llamativo el grado de incidencia en la obra de muchos sub 30/40 entre el rock y el rap, desde Catriel, Luca Boccci y El Príncipe Idiota a Acru, Emanero y Mir Nicolás– es que hay algo en su puesta que se imbrica entre las posibilidades de la lengua y el lenguaje musical; un procedimiento que se cuaja en el otro, formándolo y deformándolo, dando pie a otra cosa, a otro horizonte. Algo inseparable, inaudito. “Yo uso las palabras como música”, le dijo a Eduardo Berti en Crónica e iluminaciones (Editora AC, 1988). La letra y la música en un todo imposible de escindir. Las palabras atadas a un hilo invisible. Como si fuese una piedra sin tiempo. Y la voz, los vericuetos, los parloteos, la templanza de esa voz. Porque Spinetta no sólo es un imaginario, una búsqueda y una estrategia, sino también la voz, el summum de una voz. Ese suspiro que se movía entre algodones y gliptodontes, esa estela de luz que se balanceaba sigilosamente.

Actitud de vida. “Vía Spinetta accedo a leer poesía: Artaud, Baudelaire y Rimbaud vinieron de la mano del rock. En ese momento, el rock te vinculaba con otras cosas. Es decir, la cultura rock existía mucho más. El rock no era sólo una música sino que también era una actitud de vida”, dice Daniel Melero en Ahora, antes y después. Por una biografía posible (Derivas, 2012), libro de mi autoría. Spinetta fue el puente a la poesía para muchos. Esto no quita que el Flaco, para aquellos que rehuían de su música (sin ignorar su respeto o su incomprensión), fuese un letrista enmarañado y rebuscado.

1995. Este año vio la luz la primera reedición de su único libro de poemas, Guitarra negra, lanzado por Ediciones Tres Tiempos en marzo de 1978. Es decir, pasaron diecisiete años para que un sello tomase la posta. La Marca, editorial de Guido Indij, fue quien dio el paso. Este humilde servidor, que colaboraba en aquellos días con esa casa editora, fue el de la idea. En estos días, volví al libro y noté algo que se me había olvidado por completo: el Flaco cambió totalmente la “advertencia”, la introducción del texto. Si el original venía con una firma enigmática (G.P.) y nos adelantaba con qué nos íbamos a topar (“En este libro ningún verso se asemeja al otro, todos tienen diferente forma, cada uno de ellos realiza su propia cosmogonía; transmite con particular elocuencia sus imágenes”), en la nueva edición el propio autor (subrayada la palabra en negrita e itálica) recalca en minúscula y sin punto final: “como nadie tiene conciencia del ‘control’ de los manuscritos y aún de existir dicha conciencia ésta no intervendría en mi obra sino como referencia simbólica a la licitud de la temática propongo que se olvide cada palabra a medida que ella se lea”. Una máquina de olvidar.

Borges polenta. No recuerdo dónde Spinetta dijo –no quiero ser presa de Google– que no deseaba ser el Borges del rock. Pero me tomo el atrevimiento de contradecirlo porque él justamente lo era, el tipo que encarnaba la tensión entre la calle y la biblioteca, entre el arrabal y las sandeces intelectuales. Almendra tal vez se parte en pedazos por su amor salvaje a Pappo y su distorsionada visión del rock. A la poética de Almendra, el Flaco le añadió esa pizca de polenta Firestone del Carpo para engendrar Pescado Rabioso. Polenta con pescado fino. Los pajaritos los dejaría para Jade.

Guitarra tal vez. Spinetta tocaba la guitarra muy spinettianamente. Tanto su naturalidad por trabajar con acordes disminuidos, novenas y oncenas, y esa vitalidad a la hora de solear –sin alardear con el solipsismo–, si bien no han pasado desapercibidos, creo que no han sido tomados con la estatura que se merece. No recurro a ese valor sin valor que es “el mejor guitarrista” o el “gran guitarrista”, sino asumir que el tipo tocaba la guitarra tan singularmente que todavía no podemos medir si era –ahora sí la maquinaria capitalista del valor– o no un gran guitarrista. Por suerte nunca fue un guitar hero.

Puntos flacos. Molesta un poco cuando se le buscan puntos flacos al Flaco: el disco infumable que grabó en Estados Unidos, la admiración (inentendible) por Gino Vannelli, el machismo de “Nena boba” o de “Me gusta ese tajo”; la fascinación por el jazz rock; la lectura poco académica de Michel Foucault; la discografía desde Los Socios del Desierto en adelante… En un punto comparto tales críticas. No obstante, y no digo que no haya que criticarlo –tuve el “tupé” de hacerlo en mi única entrevista a Spinetta en la revista Los Inrockuptibles–, pero esos gestos muchas veces terminan reafirmando más la búsqueda (petardista) de los que no fuimos él que el afán inquieto del Flaco: no soportamos que alguien lo más cercano a la libertad haya tenido deslices.

Cada día canta mejor. Esa tarde que nos enteramos del fallecimiento de Spinetta, una amiga de toda la vida –tan consternada como yo– me dijo en Skype: “Tal vez es la tristeza que nuestros abuelos tuvieron en la década del 30 cuando se murió, no sé, Gardel”. A la noche, otro amigo de toda la vida me llama y estuvimos más de una hora hablando. Fue el modo que encontramos para deshacernos de esa sensación incómoda que era saber que ya no estaba alguien que desde los diez años había sido nuestro compañero de colegio. Una voz que nos había acompañado sin otra necesidad que hacernos la vida más intensa, más interesante, más desenvuelta. Un amigo de toda la vida.

Desamparo. En una película documental realizada en la época de Privé, que rescata imágenes de la grabación del álbum, en un momento el Flaco le confiesa a Pablo Perel –el director de Spinetta, el video (1986)– que le entristece la muerte de John Lennon. El realizador le pregunta si le da miedo terminar igual. Spinetta lleva la cuestión hacia otro lugar: “Desamparo más que miedo. Desamparo de su energía en esta vida. De él vivo. El desamparo que se sintió en el mundo Una fuerza muy noble. La nobleza no está condenada a ese fin”. Ahora estamos condenados a ese mismo desamparo. Otra vez.

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