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El desafío de lidiar con las reformas sin consenso social

Una extensa grilla de transformaciones sigue pendiente y al mismo tiempo son absolutamente imprescindibles para salir del eterno estancamiento e iniciar la secuencia del crecimiento genuino. Sin embargo, no todas ellas gozan del suficiente apoyo popular como para ser llevadas a cabo. Mientras tanto el país se hunde agónicamente en un interminable precipicio.   

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez 

 

La lista de asuntos que deben ser revisados con urgencia y que precisan un replanteo de fondo y luego una acción despiadadamente determinada cuanto antes es bastante frondosa. Casi todos saben de qué se trata, aunque prefieran hacerse los distraídos y evitar este incómodo dilema.

Esos grandes dramas estructurales no necesitan ser emparchados, ni tampoco requieren maquillaje meramente superficial. En todos los casos hay que llegar al hueso, operar sobre las reales causas y no solo quedarse con el recitado de diagnósticos livianos que se reiteran hasta el cansancio u ocupándose solo de mitigar improvisadamente sus esperables efectos.

El problema que subyace es que, en la inmensa mayoría de los casos, lo que hay que hacer toca intereses sectoriales trascendentes. Son muchos los que mencionan al poder que tienen los que están siempre listos para impedir cualquier intento que implique salir de la estática situación actual.

Claro que se necesita cambiar el rumbo y, a estas alturas, es evidente que muchas corporaciones hacen a diario lo imposible por eludir ese camino, combatiendo con vehemencia a aquellos que tengan la osadía de cuestionar la inercia imperante y la dinámica seleccionada para transitar el presente. La nómina de reformas que siguen esperando su turno es largamente conocida. En todo caso se puede debatir respecto del orden de prioridades que debería considerarse para que cada una de ellas puedan ser abordadas.

La justicia y la seguridad, lo previsional y lo monetario, la educación y la salud, lo laboral y lo político, son solo una muestra parcial de lo mucho que precisa ser encarado para comenzar a encarrilarse razonablemente en la senda del desarrollo.

Cada uno de estos tópicos e inclusive algunos otros no mencionados requieren de análisis y evaluación, de un diagnóstico compartido y además de un plan de acción consistentemente sólido que permita dar los primeros pasos que conduzcan progresivamente hacia la meta.

El éxito de ese proceso depende de una multiplicidad de factores, lo que incluye algunos totalmente impredecibles. El recorrido no será lineal y no estará exento de tropiezos, pero lo cierto es que hoy ni siquiera se ha logrado dar el puntapié inicial que dé lugar a adelantarse algunos casilleros.

Eso quizás suceda, porque los lideres han sorteado deliberadamente este escalón. Saben que se trata de un trámite tortuoso, políticamente riesgoso y sin garantía alguna respecto de un circunstancial desenlace satisfactorio.

Entienden que hay que enfrentarlo, pero apuestan a que otros paguen el costo de ponerlo sobre la mesa. Discursean, se llenan la boca de una retórica tan ampulosa como inútil. Lo hacen completamente a conciencia y no involuntariamente, por ignorancia o temeridad. Solo ganan tiempo con la esperanza de que la bomba no estalle, al menos, durante su mandato.

Están dispuestos a soportar esas críticas de quienes los atacan por su inacción o impericia, pero no están preparados para asimilar esas que pudieran derivarse, eventualmente, de meterse en el barro para intentar resolver lo verdaderamente importante.

Pero esto no acontece por casualidad. No es producto de la mala suerte o de las desfavorables condiciones de hoy. Los votantes no son meros espectadores de esta parodia inaceptable y hasta cobarde. Son protagonistas, partícipes necesarios, cómplices directos y hasta, es probable, que sean los mayores responsables de esta persistente desgracia.

Alguien dirá que los dirigentes concentran las mayores culpas y tal vez eso sea así. Después de todo ellos ocupan sus cargos por voluntad propia, se han postulado como los mejores administradores de la coyuntura y no deberían mirar al costado como si no tuvieran nada que ver.

Pero no menos cierto es que sus mandantes, la gente, los que ungieron a esos mismos que desprecian tienen una responsabilidad indisimulable. Son ellos los que quieren vivir mejor, pero rechazan el esfuerzo requerido.  

Son los mismos que deliran con soluciones mágicas, la llegada del “mesías“, y que el “Estado” financie cuanto capricho se les ocurra, sin admitir que para que eso se concrete los gobiernos tienen que saquear a los ciudadanos antes, quitándoles otra porción adicional de su esmero cotidiano, porque los únicos que generan riquezas son los particulares.

No se puede gastar lo que antes no ha sido creado. Por simple y obvio que parezca esto, aún no se ha entendido acabadamente y todavía se escucha a muchas personas repetir falacias que han sido desterradas hace décadas.

En definitiva, si los ciudadanos siguen “comprando” espejitos de colores, ya sea por pereza intelectual, por permanecer en su zona de confort, o por inclinación hacia lo místico, nada bueno sucederá. No sería racional creer que sobrevendrá algo positivo de una lógica disparatada.

En otra época, eran los “estadistas” los que asumían el riesgo de tomar en sus manos el asunto, dando la batalla cultural que habilitaba el debate, seduciendo a la sociedad, exhibiendo los beneficios posibles de hacer lo correcto y construyendo una épica que inspire a alcanzar el premio mayor.

Si se quiere prosperar, habrá que cambiar y los consensos mínimos son una parte esencial de ese despliegue. En el pasado los líderes lograron ponerse al frente de los desafíos. Los de hoy parecen pusilánimes, pero, tal vez algún día, aparezcan aquellos que contribuyan a despertar a todos y tengan la valentía para convertir los sueños en realidad.

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