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La imagen viva de nuestros héroes en la palabra poética de María Laura Riba

Por Rodrigo Galarza

Especial para El Litoral

En la mañana del 2 de abril de 1982 tenía casi diez años. Como todos los viernes, los niños asistíamos a la escuela con el entusiasmo especial del último día de clase de la semana. Pero ese día hubo un doble júbilo (el segundo no entendíamos demasiado): nos comunicaron, tras la entonación del himno nacional en el patio, que el ejército argentino había recuperado las Islas Malvinas. Los más chicos no sabíamos muy bien de qué se trataba, pero debíamos estar contentos. Recuerdo que ese día fabricamos banderitas argentinas con papel crepé en la hora de labores. Con el pasar de los días aquel festejo colectivo dio lugar a ver a mi padre preocupado, prendido a una radio Tonomac escuchando las noticias o pidiendo silencio cuando en la televisión se interrumpía el programa que estuviera emitiéndose para dar paso  a los “comunicados” del Estado Mayor Conjunto. 

Todos sabemos lo que pasó después. Los argentinos vivimos el dolor de una guerra que no debió suceder (acaso ninguna en el mundo) pero que sí sucedió y sigue sucediendo en todos nosotros y con mayor énfasis en aquellos que perdieron nietos, hijos, esposos, novios, amigos. 

Con los años, cuando empecé a comprender qué eran y qué representaban esos comunicados del Estado Mayor Conjunto, pude también comprender y abrazar, desde un lugar mucho más cómodo, por supuesto, a nuestros héroes. No he dejado de pensar en ellos, en su valor, en su entrega.

Desde nuestro espacio queremos homenajear a nuestros veteranos con la voz de “Un sapucay en la nieve” de la poeta correntina (por adopción) María Laura Riba, quien ha sabido poner en práctica con talento y respeto aquello de Gelman: “Entre tantos oficios ejerzo este que no es mío, / como un amo implacable me obliga a trabajar de día, / de noche, / con dolor, con amor, / bajo la lluvia, en la catástrofe, / cuando se abren los brazos de la ternura o del alma, / cuando la enfermedad hunde las manos. / A este oficio me obligan los dolores ajenos, las lágrimas, los pañuelos saludadores (…)”.

¡Larga vida a nuestros héroes!

Muestrario mínimo

Cruza tu noche una ráfaga a de nieve. 

La sangre se hace escarcha bajo la tela de las zapatillas. 

Cómo crujen los dedos en aquella         [madrugada de olvido. 

Un sapucay corre hacia el viento de las balas. 

Aquel grito 

nadie sabe bien por qué

duele más que el descaro de la muerte.

III

Durante la madrugada 

Un colibrí ha crecido en su pecho de adolescente niño.

Se respira vivo. 

Él sabe que en aquella tarde verde 

por primera vez 

la rasgada mirada profunda de ella 

se demoró en sus ojos oscuros. 

Ella lo ha dejado iluminado 

como las aguas del río 

cuando por las noches 

le crecen lunar de camalote. 

Ella también ignora el silbido 

    [de una bala. 

Ella todavía piensa 

nadie puede ser más feliz que 

    nosotros dos en 

    este mundo.

IV

Pero abril asecha como el pico 

    rasante de un 

    pájaro asesino.

1982 es el número grabado en sus         patas carroñeras.

Allá en el sur hace tanto frío…

la niebla esconde figuras que salen de la nada, 

el tajo del hielo avanza hasta el fin de las gargantas.

Tiemblan los adolescentes 

    años altivos.

Tirita el temor hueco de 

    sentirse vacío

tan lejos de casa.

XVI

El adolescente con rasgos de soldado 

tirita junto a la mínima     

    llama de silencio 

que azuza el fuego. 

Otro soldado 

un hermano 

un amigo, 

le enseña una cruz de plata que le         sirve de consuelo. 

En los ojos oscuros de la noche 

sin sorpresa 

un lúgubre silbido nace 

y recorre los huesos. 

Todo se petrifica de pronto... 

Que ruido más blando. 

Que ruido más seco. 

Y la cruz se hace bala 

y la bala agujero 

    en el pecho de plata. 

Él

que solo ha sabido mirar nubes 

    de sueños, 

no sabe cómo dejar de mirar hacia los ojos del soldado 

que se ha vuelto viejo. 

Ay... 

La luna se escondió negra en su         mochila de muerto.

XX

Entre tanto

allá en el sur de los sures

cubierto con el girón de su 

    bandera enlodada

a él lo arrastra un sapucay 

de hacha,

de monte,

    de tiniebla,

        de ganas.

Salvaje  sapucay  salvaje

tropilla encabritada galopándole         en la sangre.

Un segundo bastó.

Entonces nadie supo explicarlo,

pero él corrió

sin arma

    sin cuerpo

        sin calma 

corrió  corrió  corrió

y no cayó

    no se quebró

        no se ocultó.

Su desgarrado sapucay fue 

pavoroso río entre montañas.

El girón de su bandera

le amortajó el alma.

XXI        

A la distancia

curvada hacia el horizonte    

la madre no mira y calla.

Tiene rotas las palabras.

Hay temores que nacen 

    en la espalda.

XXII

Allá en las islas del sur 

tan lejos del naranja atardecer que se hunde en las aguas

una orden cruzó el gris fulminante     [de las trincheras.

Tiene dieciocho años y piedras     molidas palpitan en su corazón.

Todos lo ven. Nadie lo ve.

Su cuerpo es un Cristo maldito     que Dios no entiende.

        

Tengo frío, murmura

y las manos 

en las balas

        para siempre

quedaron desnudas.

                

Mamá, ya lo sé…

la muerte tiene el color de la tierra     donde marqué mis pasos.

Y en el eco del olvido

su cuerpo se arquea de cara 

al viento

    y cae,

        cae.

No existe el frío, mamá,

y sigue cayendo enredado 

    en las crines de un alazán

que lo galopa sin miedo.

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