Por Emilio Zola
Especial
Para El Litoral
Si la Argentina creció a niveles macroeconómicos y las empresas más importantes del país se recuperaron al punto de obtener ganancias que compensaron los balances en rojo de 2019, la pregunta es por qué en el orden microeconómico la realidad de miles de familias sigue en descenso, de mal en peor.
El problema es la inflación, claro está, pero el verdadero interrogante es por qué se mantiene la tendencia alcista de los precios, con promedios mensuales que equivalen a las inflaciones anuales de los países europeos. Hay varias razones para explicar este fenómeno negativo que corroe el poder adquisitivo de los asalariados, entre los que generalmente son citados la emisión de billetes para compensar el déficit fiscal, la falta de confianza en un gobierno sin credibilidad y la falta de escrúpulos de los sectores llamados “formadores de precios”.
¿Hay formadores de precios o los precios se forman solos? Podría decirse que ambos tópicos son verdaderos, pues si bien es cierto que la oferta y la demanda constituyen fuerzas opuestas que tienden a un precio de equilibrio en la constante interacción de productores y consumidores de bienes, también es verdad que nuestro país se ha caracterizado por la conformación de grandes grupos económicos con poder suficiente para influir en la economía nacional por encima de las intervenciones estatales.
Un puñado de tres o cuatro empresas domina el mercado lácteo, otro grupo de tres o cuatro decide sobre la impronta productiva del rubro alimenticio, solamente dos tienen injerencia real en el segmento de las gaseosas y bebidas saborizadas y otras tantas deciden sobre el azúcar, el aceite y las harinas. Es lo que en economía se conoce como competencia monopolística, situación en la que distintas empresas dan la sensación de rivalizar en el mercado cuando, en realidad, producen bienes diferenciados y tienen la capacidad de ponerse de acuerdo para influir sobre los precios.
Y dado que la conducta de los empresarios como cultores de la doctrina capitalista es buscar mayor rendimiento con menores costos, la riqueza que produjo el país en el último año de pandemia se concentró en un punto en el que moran escasos beneficiarios de altos dividendos como consecuencia de una suerte de acto reflejo: subir los precios aunque no haya motivos técnicos, sino para acaparar más ganancias que jamás regresaron al circuito económico.
Esos fondos que no fueron reinvertidos, en la mayoría de los casos, pasaron a la esfera de la especulación o incluso la fuga (a paraísos fiscales) debido a una combinación de motivos: la voracidad de los superempresarios que prefieren achacar todas las culpas al Estado, la eficiencia tecnológica de empresas que lograron producir más con menos empleados y la incapacidad gubernamental para arbitrar en este diferendo mediante políticas de estímulo, inducción e incluso coerción.
Este último punto es el que debemos analizar para tomar conciencia de que la espiral de contracción económica que sufre el país desde hace tantos años (solo se registró un crecimiento con equidad en la gestión de Néstor Kirchner, pero a costa de la inyección de recursos procedentes de fuentes circunstancialmente líquidas como los fondos de jubilaciones estatizados en aquellos años) no se detendrá a menos que un Estado guiado por firmes convicciones y altísima legitimidad popular establezca nuevas reglas de juego en las relaciones económicas.
La política es la solución a la economía y no al revés. En los sistemas democráticos de representación siempre ha sido ese el orden de los factores, motivo por el cual los gobernantes debilitados por entripados internos, acusaciones de corrupción o medidas cortoplacistas como pueden ser subsidios, planes y bonos suelen chocar contra realidades electorales adversas. Le pasó a Cambiemos en 2019, le pasó al Frente de Todos en los comicios de medio término de 2021. Y todo indica que le volverá a pasar en las presidenciales del año próximo debido a la ausencia de una política económica que organice y administre resortes esenciales como el presupuesto nacional, la emisión de moneda, el ahorro y los encajes bancarios, el tipo de cambio y la relación entre importación y exportación para lograr la inyección de dólares que la producción industrial demanda a gritos.
Ante un gobierno sin reflejos ni margen de maniobra, los zorros hacen fiesta en el gallinero sin tomar conciencia de que las gallinas se pueden acabar. Traducido: si los dividendos logrados por los grupos empresarios de competencia monopólica superan el ritmo de evolución de los ingresos de las familias (los consumidores), la economía llegará al extremo de que no haya quien compre prácticamente nada, salvo lo indispensable para comer.
Si el empresariado de alta gama (conocido como establishment) mantiene in eternum su actitud concentradora, las cosas irán para el lado de los tomates. Eso está claro. Pero el festín de los zorros no encontrará límites en el fuero interno de los mismos zorros. No existe una norma moral por la cual se autoimpongan reglas íntimas de conciencia, como tampoco funciona esa idea clásica de la “mano invisible del mercado” en la que todo se autorregula por efecto del libre discurrir de la oferta y la demanda, pues que si algo podemos sacar en limpio de la experiencia argentina de los últimos años es que no siempre el ahorro equivale a inversión.
Cuando el ahorro se transforma en un factor de especulación y el dinero no vuelve al circuito económico para alimentar la capacidad de consumo de las familias, sobreviene la crisis. El crack económico de 1929, en Estados Unidos, fue consecuencia de esas asimetrías que no pudieron ser detectadas a tiempo por sucesivos gobiernos.
En la experiencia norteamericana surgió la teoría económica del británico John Maynard Keynes, cuyas ideas fueron aplicadas por el presidente Franklyn Roosevelt en lo que se dio en llamar “New Deal”. Un nuevo pacto social y económico por el cual el Estado se decidió a intervenir con inversiones públicas que generaron nuevos empleos y aumentaron el nivel de ingresos de la población, lo que derivó en una redinamización económica que al cabo de 10 años recuperó por completo un sistema que, a partir de la Gran Depresión de 1930, había cambiado para siempre.
Desde entonces los keynesianos de la economía cruzan espadas con los ortodoxos seguidores de Adam Smith, pero en todos los casos fue siempre el factor regulador del Estado el que corrió el fiel de la balanza para evitar una desigualdad tan fulminante como la que produjo la caída de Wall Street en 1929.
La Argentina de este tiempo necesita evidentemente su propio “New Deal”, pero para que ello ocurra debe conformarse una administración gubernamental con el poder de decisión y la autoridad moral que el actual morador de la Casa Rosada no posee. Si hay alguien capaz de sentar en una esquina del gallinero a los zorros para sofrenarlos hasta que las gallinas puedan volver a poner huevos en el ritmo y el lapso de tiempo necesarios para una recuperación expansiva, abarcativa e integradora, ese alguien no es Alberto Fernández.