Por Adalberto Balduino
Especial para El Litoral
Uno revela. El otro camufla. Quien devela, muestra tal cual es. Parecerse es una dura copia que trata de imitar al que verdaderamente es. En la escritura, como en la oralidad, en el comportamiento diario, en el intercambio que los seres humanos entrecruzamos, se dan esas tipologías. Es como un elenco artístico, cada cual con su papel, jugándose su mejor actuación. Pero está quien naturalmente actúa como es. Sin el pesado maquillaje. Sin la investidura ajena de un vestuario específico. Sino, simplemente, como es.
En la política más que nada, en el quehacer normal de cada hora, en el protagonismo de cada historia ficcionada, o no. En la naturalidad, que no admite agregar nada más, solamente aferrarse a esa sinceridad sin esforzarnos por ser quienes no somos. O, mejor aún, reafirmar esa manera humilde de ser nata y auténtica, que es el ser verdadero y auténtico.
Los nuevos tiempos desde hace rato convirtieron a la cultura de la imagen en una urgencia que se fue aplicando, desde el simple hecho de forjar y establecer una personalidad adoptada o reafirmada, como carta de presentación. Lo cual, como todo, y con el advenimiento de nuevos medios, fue creciendo hasta convertirse para muchos en una necesidad urgente.
Específicamente con la irrupción de la “videopolítica”, la vía en que muchos “se matan” por responder, ya que si lo logran tienen “el sartén por el mango”. Heriberto Muraro, estudioso, ameno y claro, sostiene: “Es una creciente dependencia de las instituciones políticas —desde partidos y entidades gubernamentales hasta asociaciones gremiales— respecto de los medios de comunicación”. “La transformación del candidato en vedette cuyo aspecto físico o desenvoltura ante las cámaras interesan más que sus programas o ideologías”.
Ante este maremágnum de informaciones cruzadas que arrojan los medios, los mensajes son diversos y como algunos, aprovechando la vía inmediata, adoptan personalidades que no les son naturales, desdibujando un supuesto que, por supuesto, no es auténtico. Se preocupan por detalles que no los hacen mejores, por el contrario, maquillan un ser idealizado que nada del papel protagonizado le es propio, por lo tanto roles tomados al azar por “exitosos” más bien los desdibujan, lo que más allá de lo ético es un peligro, porque se aprende a aplaudir a un personaje que no tiene a la sinceridad como verdad propia.
Uno recuerda el primer debate político en que la televisión jugó su mejor rol más estrepitoso, ver donde nadie ve, llevado a cabo el 26 de setiembre de 1960, dividido en cuatro emisiones de la CBS Columbia en su centro de Chicago, cuando un postulante muy joven, senador demócrata John Fitzgerald Kennedy, se animó a enfrentarlo en la contienda presidencial, a un consumado Richard Nixon, senador republicano y vicepresidente en ejercicio. Sobre todo muy especialmente el último de los enfrentamientos en cámara de ambos candidatos; decían los presentes que ante un bronceado, joven muy joven representante del estado de Massachusetts distendido, amable, buena imagen, natural, espontáneo, como Kennedy, ante un agobiado Richard Nixon, lúcido, más intrincado y nada simpático. Cuentan, magnificando la calma del demócrata con la severidad inteligente del republicano, el público se volcaba por el primero, caía mejor. Kennedy tuvo la precaución de ser él mismo sin vueltas; Nixon, más armado, inflexible, sin darse lugar a relajarse, lo que casi siempre concede esa calma necesaria para articular un mensaje, sin el extremo a que nos condena el rigor por ser perfectos pero sin alma, naturalmente.
De más está decir que al debate lo vieron aproximadamente entre 65 y 75 millones de televidentes con gran porcentaje de gente joven y hasta de adolescentes; el resultado ya era inminente: John Fitzgerald Kennedy ganó la presidencia de los Estados Unidos con el 49,72 % de votos a su favor, siendo el presidente católico más joven de la historia americana, con solo 43 años de edad.
Hubo alguien que para ser más gráfico expresó que a Kennedy ya se “lo veía como a un ganador corriendo por la pista rumbo a lo más alto del podio”.
Así, como la adopción de una actitud ajena a nuestra personalidad puede hacer derrumbar cometidos vitales, más aún detonados por la amplitud que el zoom de una cámara nos hace ver muy cerca lo que aparentan que veamos, la naturalidad que va acompañada generalmente de la sinceridad que el público lee, por auténtica, inteligente y con programas reales, concretos, denotando ejecutividad, por la seguridad, el convencimiento y la pasión que pone defendiendo lo que sabe que es real, le dan un hándicap bárbaro, mientras que el primero adolece. Para hacerlo más fácil aún, la apariencia tiene patas cortas, y generalmente es el fruto de la improvisación y no de la planificación lo que tendríamos que observar como un fiasco a la corta o a la larga. El problema es que los medios permiten por su acercamiento y tuteo, adorar a personas de “plástico”, como bien lo explica el panameño Rubén Blades en su canto. Es decir, personas vacías, aprovechadoras de todas las circunstancias. Mientras el que es, planifica, programa, sin olvidar a la gente, sin la demagogia de la exageración, reúne y trata de unir a todos sin importar el color.
El problema de los pueblos latinos es que somos como las telenovelas, lacrimógenos, exagerados, corazones urgidos de cariño, en que una palabra al oído, un abrazo, un beso y la eterna promesa de regalar la gloria, pueden más que la inteligencia de sincera naturalidad. Esa que es tal cual, transparente, sin la ambición desmedida a arrasar lo que fuera por el maldito poder de hacer lo que no debemos.
Lo rescatable de todo esto, cultura de la imagen y video política, es como dice Heriberto Muraro: “Solo prospera allí donde se dan dos condiciones básicas: un régimen democrático y una amplia cobertura de la televisión”. Pero tenemos en nuestras manos la capacidad de discernimiento, si bien nos condena nuestra capacidad de devoción por el populismo, de optar por el mejor. Mejor ser y no parecer.
Ya hemos tenido en nuestra historia muchos parecidos que al llegar al poder se desdicen, contradiciendo toda ética, de no tener siquiera plataformas que lo califiquen como candidatos. Necesitamos gente con visión, constructores, hacedores idealistas y sin discursos, que hagan. Ser no es lo mismo que parecer. El uno es auténtico. El otro, monólogo al servicio de su propio bolsillo. Ser es uno mismo. Parecer, identidad prestada.