Por Enrique Eduardo Galiana
Moglia Ediciones
Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”
Como todos los cuentos, fruto de la imaginación, la misma se retroalimenta con sucedidos urbanos, aquellos que la gente repite y se graban en la memoria. Unos le agregan algo, otros le quitan algo. Siempre queda el núcleo.
Esta casa se ubica en la calle Santa Fe entre Pellegrini y 25 de Mayo, cerca de un conocido Club, El Tala. Coqueta, de dos plantas, cuyo lindero norte era un terreno grande que remataba en una casa antigua, la que fue derribada por un constructor conocido de edificios que cree que cuando muera va a llevar en su cajón el dinero que ahorró durante su vida, avaro, mezquino, apegado a los bienes de la tierra.
Ella, la casa, fue denominada por los niños la casita de las muñecas: angosta de frente y con sus ventanas grandes hacia la calle, es lo más parecido a lo que afirman los niños.
Fue construida de ese modo como un excedente del inmueble principal, que es su límite norte. El propietario, reconocido arquitecto en la ciudad, la construyó para una de sus hijas, la más casquivana, linda, pero como se decía entonces, con mala lengua y envidia, “terrible”, y significaba, que no se ajustaba a los patrones de entonces, novio, pedido de mano, casamiento, hijos y encierro, aunque muchas de estas muchachas forzadas a matrimonios de conveniencia, por herencias y otras tantas tonterías, se desbocaban después de casadas, convirtiendo al marido en un buen ejemplar de vikingo, por los cascos con las astas que usaban en sus correrías. Basta de palabras. Voy a llamar a la hija que vivía fuera de la casa grande, la de la esquina, Chichita, sin ofender a ninguna que se llame así. Estudió como todas, no se casó, vivía sola y recibía a sus amantes con la tranquilidad de que la fama, que no le importaba y menos la economía, porque ganaba lo suficiente para un buen pasar; mientras parientes y vecinos murmuraban: “Qué vida mala lleva la Chichita”, ella se ocupaba de recibir a sus maridos, novios y esposos en su casa, para deleite del amor.
El tiempo pasaba, la juventud se fue marchando con él, la belleza atardecía, para mantener la vigencia y estima de su propia vida, Chichita dio un salto de osadía. Se inscribió como compañía pasajera en dos conocidos hoteles de la ciudad. Con suerte variada mantenía su vigencia, eran tiempos en que aparecieron los carnavales y Corrientes era un jolgorio, Capital del Carnaval, sonaba en la radio. Se llenaba la ciudad de turistas, carpas en el Parque Mitre, pensiones improvisadas, bailes y corsos de barrios, con tachos de metal llenos de hielo, aserrín, cerveza o vino, noches de sangría en latas de duraznos o la que hubiere, amor a toda prisa donde se pudiera. Eternas y largas noches de carnaval, húmedas o secas, cálidas o frescas. Bailes en el Cambá Cuá, la Cueva de los Dandy’s, barrio Libertad, bañado Norte y tantos otros.
Esta situación de matracas y serpentinas le dio la oportunidad a Chichita de una lozanía breve, pero lozanía al fin.
Forasteros sin lugar donde alojarse fueron recibidos por la gentil dama, que percibía el cobijo parte en dinero y parte en amor. Duró algunos carnavales, pero el inexorable tiempo dejó sus frutos y quien diera lo mejor de sí, en aras del amor y el sexo, sentó cabeza y decidió, no sólo retirarse, por jubilación en su trabajo, sino también en su actividad como proveedora de servicios de los que hablamos.
Puso en venta la casita de las muñecas, sus padres habían fallecido, sus hermanas apenas le hablaban, por lo que decidió ir a vivir a Buenos Aires. El día que le avisan que el departamento que le gustaba estaba en venta y el precio era el adecuado, busca comprador en Corrientes. La representa una inmobiliaria muy seria, los compradores no llegaban a juntar el dinero en efectivo que necesitaban, por esas casualidades del mundo el vendedor de la ciudad federal, también necesitaba urgente el dinero, bajó el precio, y la casita de las muñecas pasó a sus nuevos adquirentes una tarde hermosa de abril.
Chichita al despedirse del comprador le manifestó: “Qué lástima que no lo conocí unos años antes, qué bien lo hubiéramos pasado”. Risas, besos, despedida.
La casita de las muñecas fue arreglada de a poco, es de comienzos de siglo XIX, sus desagües son canales hechos con ladrillos y argamasa. Un baño arriba, el central de la casa, y otro abajo más pequeño. Una escalera de material símil caracol.
Tiempo después, los compradores se enteraron del fallecimiento de Chichita. Dejaron de ocupar la casa y la usan otros. Una de sus habitantes es Sandra (podría ser cualquier otra, pero la llamamos Sandra, de acuerdo). Después de fallecida Chichita escuchaba cerca del dormitorio de arriba una voz que la llamaba, asustada bajó corriendo, había salido del baño con la toalla como único vestido, en planta baja se encontró con una presencia extraña, mitad mujer, mitad sombra. Sandra quedó petrificada.
La mujer sombra habló como un susurro: “Qué hermosa eres -afirmó-. Yo era así, viví muchos años en esta casa, fui muy feliz. No te asustes, no vine a hacerte daño, solo a buscar algo que olvidé cuando me marché”. Se agachó como si fuera a recoger algo del piso y desapareció. Sandra, que no salía de su asombro, llamó a su marido y le contó lo sucedido. Éste la miró extrañado, como si pensara que ella se había vuelto loca. Días después, cuando subía hacia el baño la actual pasajera de la casa, escuchó el susurro: “Sandra, no te olvides de mí…” Volvió sobre sus pasos y salió a la calle. Estaba el esposo, que la miró extrañado. “¿No te ibas a bañar?” -preguntó. “No -contestó Sandra- No, escuché que me llamaban, algo está mal” -repuso. Francis ingresó a la casa y miró por todos lados, no había nada, cuando de pronto, el mismo susurro que escuchó su esposa, le manifestó: “Qué hermosa es Sandra. ¡Cuídala!”. El hombre creyó que le hicieron un chiste, volvió a la calle e interrogó: “¿Quien fue?”. Sandra y el cuñado le respondieron: “¿Quién fue, qué?”
“¡Nooo! Ustedes me están cargando, ¿no? -dijo Francis. Todos se miraron y guardaron silencio. Fede, hermano de Francis le preguntó a Sandra: “¿Dónde se agachó lo que viste?”
“Acá”, contestó la muchacha mostrando el lugar. Era una alcantarilla pequeña que servía para escurrir el agua cuando se lavaban los pisos. Levantaron la misma, rompieron una parte del antiguo piso que estaba flojo y entre los ladrillos del conducto, un alambre herrumbrado sostenía un anillo de platino y brillantes que colgaba como si hubiera sido puesto adrede. Sandra tomó el anillo con todo cariño y respeto, lo dejó sobre la mesa.
Esa noche durmieron tranquilos no escucharon voces. A la mañana temprano Sandra iba a trabajar, se levantó, se dirigió a la mesa que estaba en la planta baja, el anillo desapareció en su lugar, estaba una rosa roja que exhalaba un aroma exquisito.