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Tres inexplicabilidades para explicar lo que pasa

Sabado, 21 de octubre de 2023 a las 18:51

 

Por Emilio Zola

 

Llegó la hora de votar y es para celebrar. No precisamente por las ofertas disponibles, que en vez de conmover inoculan toda clase de prevenciones frente a un futuro de incertidumbre acicateada por la realidad económica: pobreza, inflación e inseguridad en alza; inexistencia de reservas, inestabilidad cambiaria y un manto de escepticismo que transformó a la ciudadanía en una pléyade de zombies cívicos, desilusionados crónicos por el sistema democrático.

Es para celebrar la chance de emitir el voto. Se trata, nada menos, que de ejercer el derecho fundamental de designar al que gobernará según el sistema representativo consagrado por la Constitución, cuyo imperio es –quizás- el último de los bienes colectivos a defender en esta carrera de postulantes sin mayorías, sin masas convencidas por propuestas que garanticen en algún punto aquel principio esencial que proclamara Raúl Alfonsín cuando exclamó que “con la democracia se cura, se come y se educa”.

Tras 40 años de administraciones constitucionales ininterrumpidas, el sistema democrático sigue siendo el mejor camino posible para que los pueblos se den a sí mismos un gobierno que proporcione soluciones a las demandas de una sociedad que ha evolucionado en sus oportunidades de consumo, complejizadas por la irrupción de una tecnología digital que inmediatizó todo para tener hoy mismo eso que estamos viendo en pantalla, en tiempo real. Reside allí el quid de la cuestión: la gente ve lo que no puede tener porque su dinero se evapora. Es más pobre y menos feliz que antes. Y gana la bronca.

A juzgar por las máximas alfonsinistas, los principales objetivos de la democracia siguen sin cumplirse. Hay hambre, hay inflación, hay robos impunes. El mal pareciera cundir frente a una organización estatal inerme e impotente, incapaz de proporcionar las soluciones de fondo que hace tantos años reclama el soberano, al punto de que el hartazgo desembocó en la configuración de una alternativa reduccionista y anti-Estado que reniega de los consensos, rechaza a viva voz las adhesiones de sectores definidos como “casta” y anticipa rupturas diplomáticas con el Vaticano, con Brasil y con China.

Veremos en los párrafos siguientes tres inexplicabilidades que explican el desfiladero electoral por el que transitarán los competidores en la justa comicial de hoy, responsables con sus actos y omisiones de consecuencias impronosticables cuyos efectos comenzarán a conocerse pasadas las 21 de esta noche. Y mañana lunes, y seguramente el martes, en las pizarras de la city fundamentalmente.

Antes de eso hay que decir que estamos en un 22 de octubre histórico no por la redondez del aniversario (1983-2023), sino porque nunca antes la dispersión de los votantes se conjugó con la desmovilización de las fuerzas tradicionales, jaqueadas por una crisis de representación que deviene de sus propios fracasos: en 4 décadas, ninguna resultó consistente en la provisión de servicios, generación de oportunidades y consolidación de la matriz productiva nacional. Podría decirse que en todo ese tiempo el país experimentó altibajos, pero jamás se encaminó hacia la senda del crecimiento sostenido con un patrón de conducta indispensable para lograr objetivos inamovibles: la coherencia política en la ejecución de estrategias largoplacistas.

Veamos la primera inexplicabilidad: es inexplicable que una propuesta como la expresada en la nueva fuerza que irá por el primer lugar en las elecciones presidenciales de hoy coseche apoyos con un mensaje que conspira contra derechos indispensables para construir una sociedad más justa. Básicamente, hay mucha gente dispuesta a votar por el pregón de sálvese quien pueda, desde un individualismo extremo y sobre la base de contradicciones lisérgicas.

Por ejemplo, los adictos a esta corriente de pensamiento convalidan la compraventa de niños en la amorfia insondable del libre mercado, al mismo tiempo que rechazan el derecho de las mujeres a la interrupción del embarazo, como si se quisiera garantizar la gestación del “producto” que proponen comercializar desde distopías mentales cuya concreción podría consumarse a partir de lo que dicte el escrutinio.

Segunda inexplicabilidad: es inexplicable que uno de los postulantes con chances sea, al mismo tiempo, ministro de Economía de un gobierno tan deshilachado que ni siquiera es noticia cuando su presidente en ejercicio (¿en ejercicio?) se desvive por saludar con un condescendiente apretón de manos al causante de la guerra que mantiene en vilo a toda Europa. A menos que Alberto haya querido agradecerle a Putin el haber cortado los suministros de Gasprom a sus vecinos occidentales para permitir que la Argentina recupere el negocio de la exportación de gas. Parece demasiado.

Ese candidato con chances conduce la oficina desde donde se deberían tomar medidas para controlar la inflación del 140 por ciento que destruyó el poder adquisitivo de los argentinos, adoptando medidas de corte electoralista como la devolución del IVA a todos aquellos consumidores de menores ingresos que antes compraban con billetes en el almacén de la esquina y ahora –compelidos por tal reintegro- deben correr al súper para gastar con tarjetas de débito o crédito, en beneficio de los respectivos bancos emisores.

Tercera inexplicabilidad: es inexplicable que el frente opositor por excelencia, que hace un año acariciaba el retorno al poder de la mano de una figura que –conforme los estándares del político tipo exitoso- reunía todas las condiciones para coronar un proceso planificado con determinismo científico, hoy no sea más que un espacio autocanibalizado por disputas innecesarias, impulsadas por su propio fundador para pasar factura a los que osaron condicionar sus planes de profundizar políticas de liberalismo económico (aquellas que prometió reanudar, pero más rápido, en diálogo con el escritor peruano Vargas Llosa).

Es contrafáctico, pero en la constelación política nacional no hay analista que no coincida con la teoría de que el actual jefe de Gobierno porteño hubiera sido una gran contrafigura para exorcizar los encantos hipnóticos que pareciera ejercer sobre sus seguidores el despeinado de la motosierra. Como dice una canción de Calamaro, la interna fratricida que la alianza amarilla protagonizó en las PASO hizo caer la moneda para el lado de la soledad, situación en la que fue dejada por su mentor la ganadora de aquella noche del domingo 13 de agosto.

Aun así hoy se vota y la gente irá al cuarto oscuro movida por un pensamiento recurrente: que alguien venga y desempantane a la Argentina de este fango de gobiernos ineptos, políticos enriquecidos que navegan por Marbella y chances perdidas por la falta de un proyecto de país como el que pudo celebrar Uruguay, donde la izquierda entregó el gobierno a la derecha sobre un pacto no escrito según el cual hay bienes intangibles que nadie debería vulnerar. No es casualidad que la petrolera Ancap (fundada en 1931) siga siendo la empresa estatal encargada de regular el mercado de los combustibles desde su refinería de La Teja, statu quo que se mantuvo inalterable con el ex tupamaro Pepe Mujica, con el moderado Tabaré Vázquez y con el liberal Lacalle Pou.

Más que nunca la decisión está en manos de los habilitados para votar. Y la disyuntiva pasa por tolerar la continuidad de los malos conocidos con la minúscula esperanza de que finalmente aprendan la lección de los países exitosos, donde las ideologías no se entrometen en los planes geopolíticos de productividad, desarrollo y exportación de productos con agregados de valor, o avanzar hacia lo desconocido con un modelo autoritario que reniega del sistema político y enarbola una idea compatible con el germen dictatorial que se oculta entre sus filas, en las que han hallado refugio los colectivos más recalcitrantes de un conservadurismo rancio y retrógrado, capaz de clausurar embajadas con tal de que los números cierren.

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