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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Milei busca los límites: ¿Hasta cuándo sufrir?

 

Los argentinos enfrentan el ajuste gubernamental más traumático de sus vidas, dicen las crónicas digitales de una realidad tan dinámica que altera el escenario político con la misma aceleración experimentada por la suba de tarifas, relatada por la narrativa tremendista que para analizar las complejidades del momento aplican los vigías periodísticos de un paisaje social repetido a lo largo de la historia. Para decirlo de otro modo: lo que está pasando no es nuevo. Ocurrió en otros tiempos, con los ganadores y perdedores de siempre.

No es el ajuste más brutal, no es la inflación más meteórica, no es el presidente más nefasto, no es lo peor de lo peor, como tampoco es lo mejor de lo mejor. Javier Milei fue la solución posible a un problema de Estado derivado de la incapacidad de toda una generación de políticos que se rascaron para adentro en vez de abrirse a la concertación y al debate democrático. Vino a resolver una superposición de parches que remendaban una economía tergiversada por medidas cortoplacistas, electoralistas y fundamentalistas que pudieron haber sido exitosas en momentos puntuales de la cronología nacional, pero nunca debieron eternizarse.

En los 70, el intento del partido militar de abulonarse al poder terminó con un Perón anciano en su tercera presidencia. Luego, el intento de su viuda por favorecer a los sectores agroexportadores mediante una transferencia de recursos vía devaluación (el famoso Rodrigazo) desembocó en la instalación de los militares en el poder con una estrategia de exterminio de opositores mediante la institucionalización del terrorismo de Estado. Ya en los 80, los delirios imperiales de Galtieri lo condujeron a declarar una guerra imposible que trajo de vuelta la democracia. Sin embargo, un Alfonsín débil en el plano económico permitió con el Pacto de Olivos el desembarco del neoliberalismo menemista con su paridad peso-dólar en los añorados 90’s, fructíferos en especulación financiera pero fulminantes para pymes pulverizadas por una balanza comercial desequilibrada.

Ya en los 2000, Fernando De la Rúa siempre supo que la moneda nacional no podría mantenerse en un plano de igualdad con la divisa norteamericana, pero se empecinó en conservar ese modelo basado en las encuestas del llamado Grupo Sushi. Y así le fue. Dos años después, Néstor Kirchner recuperó la economía con una receta keynesiana que inyectaba dinero a las clases populares mediante políticas asistencialistas. El santacruceño también sabía que aquella estrategia paternalista tenía fecha de vencimiento y que lo correcto hubiera sido reconvertir a los “planeros” en trabajadores formales del sector privado mediante un acuerdo con los robustecidos sectores industrializados, pero tampoco se atrevió a cambiar. Y así estamos.

A diferencia de los modelos parlamentarios, donde un premier debe formar gobierno a partir del consenso de las asambleas legislativas, en los sistemas presidencialistas como el instaurado por la Constitución Nacional Argentina un presidente puede asumir sin ese nivel de apoyo requerido en las llamadas monarquías democráticas y las coincidencias se obtienen “ex post”. Es lo que está haciendo el nuevo morador de Balcarce 50 para conseguir los votos de diputados y senadores que galvanizarán su política de shock. Y avanza con buenas posibilidades de lograrlo por una sencilla razón: tal como en los Juegos del Hambre, el megáfono ya exclamó “que comience el juego” y los competidores (gobernadores, intendentes, gremios, referentes sociales) corren apremiados por sobrevivir sin perder lo indispensable para conservar sus espacios de poder.

El plan económico de emergencia aplicado por el presidente libertario era lo esperado. Si bien es cierto que todos los candidatos vociferan anuncios grandilocuentes para ganar votos a sabiendas de que no podrán llevarlos a la práctica en el ejercicio efectivo del poder, el jefe de Estado llegó para hacer –en esencia- lo que predijo en campaña: ponerle un freno a la emisión monetaria y domesticar el mercado interno mediante la eliminación de regulaciones hasta que los agentes económicos (las familias que compran, las empresas que venden y el Estado que regula) choquen con sus propios límites. Esto es: cuáles son los precios máximos que están dispuestos a pagar los consumidores por los servicios, la comida, la ropa y el ocio; y hasta qué niveles están dispuestos a remarcar sus precios los productores de bienes y servicios.

La gran novedad en la constelación de ideas libertarias de Milei es que el Estado se retira de su rol arbitral, no del todo, pero sí paulatinamente. En algún momento (sostiene el presidente) el flujo circular de la economía hará que los productores y consumidores hallen un estándar de equilibrio por simple autorregulación del mercado, sin necesidad del intervencionismo oficial. Pero en el interregno (que nadie sabe cuánto durará) todos los involucrados en esta nueva era de la política y la economía argentinas no tienen más remedio que sufrir los efectos propios de una amputación sin anestesia del brazo subsidiario del Estado, algo edulcoradamente definido como sinceramiento de precios.

Lo que pasó es una devaluación. Como la que alguna vez aplicó un tal Celestino Rodrigo en tiempos de Isabelita Perón, preludio de la dictadura videlista. Como la que debió instrumentar Eduardo Duhalde cuando recibió un país acéfalo por la explosión de la convertibilidad monetaria como consecuencia de aquella tonta idea de crear ahorro en dólares bancarios sin que existieran en su equivalente físico. Y las consecuencias de una reestructuración del tipo de cambio como la perpetrada por el ministro Luis Caputo no pueden ser otras que la licuación instantánea del poder adquisitivo, así como el empobrecimiento de los asalariados, cuentapropistas, pequeños comerciantes y trabajadores informales beneficiarios de planes de asistencia social. Todos ellos y muchos de los que todavía se autoperciben como “clase media”, son las víctimas de la primera línea de fuego en una guerra contra la inflación que se libra con las recetas ortodoxas del más salvaje capitalismo.

Sin contención social, con un esquema de compensación ausente, miles de argentinos cargan menos nafta, compran menos carne y dejan de ir al cine. Muchos otros miles dejan de comer, dejan de tomar remedios indispensables y salen a mendigar por las calles. Al mismo tiempo, los grupos concentrados encanutan miles de millones de dólares que podrían regar de inversiones el territorio nacional.  Prefieren esperar, se autoprotegen con espíritu corporativo para no perder rentabilidad y eludir el pago de impuestos hasta que el nuevo presidente cumpla con sus reformas de segunda y tercera generación, que no han sido desactivadas. El propio Milei lo dijo a través de una transmisión en vivo desde su despacho de la Rosada: “El esfuerzo que recae sobre el sector privado es transitorio, una vez que ordenemos la economía vamos a empezar a eliminar todo eso que a los liberales libertarios no nos gusta”. Se inscriben allí la dolarización y el cierre del Banco Central.

De ese modo Milei busca los límites mientras ensaya paliativos como el retroceso en la eliminación de ganancias, para no perder apoyo político de los gobernadores. ¿Hasta cuándo el pueblo estará dispuesto a padecer la corrida de precios con el argumento justificante de que es la única forma de frenar una hiperinflación hipotética, pintada como tal por un análisis presidencial anticipatorio? ¿Hasta cuándo los comerciantes estarán dispuestos a perder ventas en la descontrolada carrera remarcatoria?

Por ahora, a pesar de los tarifazos desatados por los anuncios de Caputo, tanto los que votaron como los que no votaron al presidente en ejercicio se mantienen en tensa calma con la expectativa de que la elasticidad aumentadora encuentre su propio freno. Pero cuidado porque todo tiene un tiempo. Hay un tiempo para esperar. Pero también habrá un tiempo para salir a reclamar, aunque Patricia Bullrich juegue con el mismo argumento equivocado que utilizó Sergio Massa cuando advertía que votar por Milei era perderlo todo. La ministra de Seguridad amenaza al 40 por ciento de pobres al zumbir que si ganan la calle lo perderán todo, sin tomar nota de que ya lo han perdido.

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