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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

El mundo según Milei

Por Emilio Zola

Especial

Para El Litoral

Es legal dictar un decreto de necesidad y urgencia que modifica de un plumazo unas 300 leyes consagradas a lo largo de una centuria, según los mecanismos previstos por la Constitución Nacional? La respuesta de los juristas –o al menos de una abrumadora mayoría– será un irreductible “no”.

Pero esa pregunta no procede. O por lo menos no ataca el hueso del debate popular en torno de las medidas de shock aplicadas por un presidente que, como Javier Milei, viene a romper el statu quo con la velocidad del rayo y acelera en cada curva a milímetros del arcén, consciente de que se mueve por la delgada línea roja que separa la legitimidad del voto de la inconstitucionalidad flagrante.

La legalidad del DNU puede ser importante para los estudiosos del derecho, pero no es el punto que, según la lógica de funcionamiento líquido del poder en la Argentina, debería ser analizado a la hora de evaluar los procederes del jefe de Estado, quien se esfuerza por demostrar una sólida convicción personal a favor de cambios de fondo que –si por él fuera– deberían ser instantáneos en un contexto de rigidez institucional que lo exaspera como el ultralibertario que es.

Milei sabe que no puede hacerlo de un plumazo, pero hace la mímica. Lleva adelante el acto de la gestualidad, taquea por las bandas y juega con la estrategia del que amenaza con la vaina, sin sable, pero con la potencia de una personalidad que no se anda con chiquitas cuando de mostrar un perfil revolucionario se trata, aunque luego deba –por mera conveniencia- meter violín en bolsa. Ejemplos hay de sobra, como sus explosivas declaraciones de campaña contra Patricia Bullrich, hoy ungida como superministra antipiquetes de su gobierno.

Y esa característica de patear el hormiguero para desestructurar a los guardianes de las instituciones democráticas (léase ministros de la Corte, diputados, senadores, organizaciones de derechos humanos, entre otros) implica cambiar la motosierra por una licuadora para revolver el río de manera tal que sus adversarios no sepan por dónde empezar para conjurar el decretazo que, guste o no, está vigente mientras no sea anulado por el Congreso mediante un proceso que lleva su tiempo: un dictamen de la comisión bicameral conformada al efecto, luego tratado para ser aprobado (o desechado) con mayoría absoluta de ambas Cámaras.

El decreto ómnibus está bien pensado por Milei. Esperaba las reacciones que se produjeron y hasta los cacerolazos (moderados en comparación con las hordas del 2001) resultaron funcionales a su estilo irónico, cuando habló de una minoría contaminada por el síndrome de Estocolmo. Lo que buscaba ya lo consiguió. Era demostrar velocidad, vocación de poder, mano firme para tomar decisiones de fondo y consistencia en el modelo de país que viene a imponer tras el fracaso de las recetas socialdemócratas.

El presidente incluso está preparado para la judicialización de su DNU. Ya surcan los vericuetos de la Corte Suprema las primeras acciones de amparo contra el decreto en razón de que no estaban dadas las condiciones ni de urgencia ni de necesidad para imponer derogaciones que atacan los cimientos fundacionales de un país que evolucionó bajo conceptos como la justicia social, las políticas distributivas y la recaudación impositiva en tanto pilar del financiamiento público.

Todo eso viene a ser derribado por un Milei que aspira a un capitalismo subyugante, sin injerencia del Estado. Que se apasiona por un mundo donde la libre oferta y demanda equilibre la interacción entre las personas según el mérito, el esfuerzo y las habilidades que cada uno logre poner en práctica para escalar posiciones en busca de una mejor calidad de vida. Y todo esto sin condimentos ideológicos, o con todos ellos mezclados según las ventajas del momento.

El presidente puede ser fascista con Patricia Bullrich al mando de un operativo que impide cortar calles, puede ser demócrata cuando dialoga con los gobernadores, puede ser capitalista cuando coloca al frente de las empresas estatales a los referentes de los grandes grupos concentrados, o puede ser un anarquista cuando despotrica contra las limitaciones regulatorias que dificultan la transferencia de un automóvil.

La plasticidad con la que se conduce, la osadía de abandonar los protocolos para transmitir en vivo sus propios comunicados desde el despacho de la Casa Rosada, la austeridad de moverse en el Vento de su padre (un auto con 15 años de antigüedad), el intercambio de chistes con Cristina Kirchner cuando dialogaron sobre los perros tallados en el bastón presidencial. Todo es impredecible en este presidente que se ríe de quienes de ríen de él, mientras avanza con un objetivo claro: la inflación cederá a medida que menos intervención oficial exista en las relaciones comerciales.

En economía, como es sabido, siempre ha habido dos caminos para resolver el problema inacabable de administrar recursos escasos para satisfacer necesidades infinitas. Por un lado los smithianos propusieron fortalecer a los sectores empresarios para que desde sus inversiones creciera la demanda de empleo; y por otro los keynesianos abogaron por la asistencia a los sectores más bajos de la pirámide social de modo que el consumo fuera de abajo hacia arriba hasta producir un círculo virtuoso donde todos ganaran lo necesario para vivir sin que los dueños del capital pudieran concentrar riquezas ociosas.

Milei rompe con ambos dogmas. No es un capitalista típico como tampoco es un colectivista social. Está corriendo por fuera de los andariveles históricos y comienza a producir un revolución desde la derecha, pero no como entenado de los poderes ocultos de la economía de mercado, sino como un exponente de lo que podría ser –si tuviera éxito- un nuevo orden en el que la Nación se rija por autorregulaciones automáticas que hasta harían prescindible el actual marco normativo.

Por eso se atreve a modificar códigos de fondo con un decreto, a derogar normas de contenido penal como la Ley de Abastecimiento (en su aspecto de acaparamiento para desabastecer), a romper la fuente de financiamiento de los sindicatos mediante la libre opción de elegir la prepaga favorita (siempre que quien así lo quiera pueda pagarla).

En un mundo como el que Milei imagina e intenta llevar a cabo los pobres no tienen chances de salir de la pobreza a menos que acierten con una idea genial que les permita monetizar contenidos adictivos en las redes, en las plataformas de streaming o en las ferias de artesanías de algún circuito turístico. En esa nueva dimensión que el presidente intenta crear, los empresarios tienen posibilidades de hacerse más ricos, pues gozan de facilidades extremas para contratar y desechar personas como si fueran bestias de carga, sin derecho a indemnización, vacaciones o aportes jubilatorios. Aun así, goza de una aceptación sorprendente por la simple razón de que sus antecesores fueron desastrosos.

Su objetivo es convencer a las masas de que todo lo anterior, desde Yrigoyen y Perón, hasta Cristina, Alberto y Macri, fue un descomunal fracaso que convirtió a la Argentina en un país inviable. Y podría cumplirlo si logra frenar la escalada inflacionaria mediante la antediluviana regla de la oferta y la demanda. Porque si los comerciantes no venden al precio que pretenden, no tienen más remedio que bajarlos. 

Y eso está pasando. Hace una semana cadenas como Impulso, Previsora o La Reina que habían elevado el kilo de asado por encima de los 8000 pesos, ayer los bajaron en un nivel que se estabilizó entre 6000 y 5400 pesos. Sigue siendo un precio altísimo, pero “ya tiene otro color”, dijo una jubilada que se atrevió a comprar tres bifes de cuadril después de dos semanas sin carne en su sartén.

Milei transita por los límites. Es consciente de que su plan motosierra deja inerme a una abrumadora mayoría de argentinos obligados a medir cada peso que sale de sus bolsillos mientras los sectores concentrados distorsionan los precios como si jugaran al Monopoly. Pero mira el horizonte y observa un dólar quieto, una tendencia a la baja en productos de primera necesidad y una sensación –fundada o infundada– de sus votantes: al loco sus locuras podrían salirle bien en un plano donde las antiguas garantías de estabilidad laboral, descanso dominical, remedios gratis y educación pública se vuelvan un recuerdo, reemplazadas por el vértigo cortoplacista de los miles de buscavidas que desde hace varios años salen a la calle para hacer un mango con la aplicación de Uber. Para vivir el día hasta caer rendidos en el sillón y clavarse una birra, sin pensar en el mañana.

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