Por Emilio Zola
Especial
Para El Litoral
Un joven de 24 años navega en el mundo laboral como cuentapropista. Graduado en la licenciatura en marketing, trabaja desde su ordenador, en alguna parte del planeta. Genera contenidos escritos y audiovisuales para una cartera de clientes que fue en alza a medida que la calidad de sus entregas demostraba su solvencia. Su fama lo precede y sus referencias le abren camino hacia nuevas oportunidades. Todo el tiempo.
Esa realidad que antes parecía utópica, producto de la fantasía de una cultura que se desarrolló en torno de pilares sacrosantos como la estabilidad, el arraigo y la meta dorada del empleo para toda la vida, mutó en pocos años hacia un concepto de libertad que los jóvenes asimilan como sinónimo de autodeterminación en una aldea global que reclama nuevos paradigmas.
¿A qué cajas jubilatorias aportan? ¿Les importa la jubilación? ¿O desarrollan sus propios sistemas de ahorros/inversiones para reemplazar a los aparatos de seguridad social? Todas esas preguntas pueden tener respuestas diferentes, pero están unidas por un denominador común que es la transformación económica y cultural experimentada por las nuevas generaciones, metamorfosis profundizada a partir de la pandemia y creadora de una nueva categoría social: el nómade digital.
Para los 35 millones de personas que viven a través del trabajo remoto para distintas compañías de turismo, marketing, generación de contenidos audiovisuales, gastronómicas y tantos otros rubros, el futuro asegurado ha dejado de ser un problema porque comprendieron que nunca hubo tal garantía. Ni para el obrero ferroviario que cayó víctima de las privatizaciones menemistas ni para los futuros jubilados franceses, que ahora deberán esperar dos años más para acceder a la esfera pasiva de la vida por razones relacionadas con la saturación de los sistemas de reparto.
Antes predominaba un acuerdo tácito intergeneracional en el que los más jóvenes aportaban para sostener las jubilaciones de los más viejos, con el compromiso de que, llegado el momento, al llegar a ancianos las nuevas camadas de juventud harían lo propio. Pero el viejo axioma de la solidaridad comenzó a resquebrajarse fruto de la precarización laboral. Y lo que comenzó con el trabajo no registrado se expandió hacia nuevas formas de autonomía que hasta reniegan de la posibilidad de ser dueños de un inmueble o un automóvil.
La propiedad ofrece el confort de lo propio, la satisfacción de sentirse realizado, pero también ata. Los nómades digitales viajan por el mundo ligeros de equipaje, eligen dónde vivir por temporadas y maduran en una dimensión relacional donde la pareja y los hijos siguen siendo una opción, mas no un mandato cultural impuesto por padres, religiones o modelos tradicionalistas de familias tipo.
Quizás la única enseñanza de los progenitores del viejo siglo que continúe vigente en plena revolución de la inteligencia artificial, consista en la sana costumbre del ahorro. Sigue siendo procedente guardar el 10 por ciento de lo ganado de forma tal que al cabo de cierto tiempo el nómade digital pueda afrontar cualquier clase de contingencia con su propio fondo anticíclico, que podrá estar transformado en criptomonedas, acciones o divisas de estabilidad comprobada.
Las proyecciones de largo plazo que configuraban mentalidades estáticas, asidas a preceptos sigloventistas como la continuidad laboral a perpetuidad, han sido reorientadas por una nueva cosmovisión que sin obviar las perspectivas de futuro abonan teorías de planificación menos colectivizadas. El individualismo de saberse solvente en una especialidad, cualquiera sea (desde cocinar hasta redactar un texto jurídico) asegura el propio sustento con la eficacia que las prácticas nepotistas perdieron a medida que el Estado moderno cayó en los baches deficitarios que hoy obligan a Francia a extender la frontera jubilatoria.
La caída drástica del índice de afiliación sindical es otro signo de los tiempos. Hay organizaciones gremiales que carecen de representados sub 30 y no porque el negocio de la comunicación, la fotografía o la publicidad estén en crisis, sino por la simple razón de que los nuevos profesionales de todas esas especialidades negocian ya no con patrones sino con clientes, en una bilateralidad que no deja espacios para la intercesión de guardaespaldas laborales, emuladores de Lorenzo Miguel.
El reemplazo de la tarea manual por el plus intelectual que deviene del talento forjado en los estudios de grado ha sido una constante evolutiva que se aceleró a partir de la creación de la computadora. Hoy el ChatGPT propone un portal hacia lo desconocido, con la posibilidad de reemplazar funciones complejas que hasta ahora estaban reservadas a eruditos de distintas disciplinas. El propio Elon Musk, creador de tecnología compatible con estos avances, advirtió que se requiere una regulación para poner freno a una carrera que podría desembocar en el fin de la civilización en caso de ser utilizada irresponsablemente.
¿Será así? El instinto de supervivencia de la especie humana dice lo contrario. Ya pasó con el desarrollo de la bomba atómica, en tiempos en que se especulaba con que cada país tuviera su propia ojiva nuclear para desatar una conflagración universal que hiciera estallar el globo terráqueo. Hasta ahora no pasó y seguramente no sucederá, porque el gran capital de la humanidad sigue siendo solamente uno: el conocimiento.
Y es justamente porque los milenials han accedido a conocimientos superadores que el Estado proteccionista comienza a perder centralidad. Esa maquinaria de lo público, en la que gobiernos potentes, personalistas y democráticamente patriarcales estaban llamado a resolverlo todo, pierde fuerza en la medida que no logra recaudar lo suficiente para sostener funciones que en su momento pudieron ser indispensables, pero que ya no lo son.
¿El Estado debe propender a la generación de condiciones para que una familia acceda a la casa propia? ¿O debe lisa y llanamente regalar la casa a la familia vulnerable? En el cambio de época que se ha iniciado sin que la mayoría lo perciba como tal, ninguna de las dos variantes constituye la mejor salida porque dentro de pocos años el antiguo ideal de echar raíces en un lugar determinado será un recuerdo para quienes elijan vivir en una economía dinámica, dispuestos a invertir sus dividendos en tres (o más) departamentos que serán puestos en alquiler mediante aplicaciones digitales antes que comprarse una casa mastodóntica en algún barrio cheto de la costanera correntina.
Tal como se plantean las cosas, puede que el Estado pase a ser un agente administrador lateral, con la importancia que representa el monopolio de la fuerza pública y el poder para hacer las leyes, pero circunscripto a roles específicos como podrán ser la educación, la justicia o la salud. Todo lo demás, y especialmente el apartado de la seguridad social entendida como el período de reposo rentado previo a la muerte biológica, formará parte de nuevos ámbitos de decisión en los que, por sobre todas las cosas, pesará la autonomía de la voluntad.
La dicotomía de vivir para trabajar o trabajar para vivir ya no será. Se evaporará en las manos de un desarrollador 3D que a los 80 años, en caso de padecer artritis (si para entonces no existiesen manos robóticas de recambio) no tendrá más que dictar órdenes telemáticas a su asistente de IA para continuar haciendo aquello que lo apasionó desde siempre. Es un presagio. El tiempo dirá si se cumple.