Por Adalberto Balduino
Especial para El Litoral
Como otros tantos uruguayos que se cruzaban el “charco”, para probar suerte en la gran urbe, preparó sus petates y se vino nomás.
Antes lo habían hecho el cantor y actor Alberto Vila, Carlos Roldán, quien cantara con Francisco Canaro.
Y muchísimos más que lograron triunfar por talento propio, revalidando los buenos músicos y cantantes uruguayos que rápidamente se asimilaron habitando la Buenos Aires nocturna, la de orquestas y cantores rutilantes.
Julio Sosa nació como Julio María Sosa Venturini en Las Piedras, departamento de Canelones, Uruguay. Su vida adolescente fue cruda por la lógica pobreza, que lo obligó a realizar todas las tareas que le signifiquen unos pesos.
Una de las primeras incursiones como cantor de tangos, la tuvo con la orquesta de Carlos Gilardoni en su país. Pasó también por las de Edelmiro Damario, Epifanio Chaín y Luis Caruso.
En el año 1949, ya radicado en Buenos Aires a la búsqueda de una carrera cierta, pegó con la orquesta de Joaquín Do Reyes. Militó para los consumados, Enríque Mario Francini y Armando Pontier.
Algunos sostenían la dureza y el tono casi grave de su voz, lo que tal vez no le permitía la flexibilidad del tango en su dulzura a lo que la gente se había acostumbrado. Esto recuerda, los inconvenientes que tuvo Edmundo Rivero con Horacio Salgán cuando una radio le advirtió al maestro que la voz del mismo no convencía.
Otro, con un registro poco común, lo fue Jorge Sobral, sin embargo éste logró imponerse, dejando registros memorables, al igual de Rivero con Aníbal Troilo, éxito total.
En 1953, Julio Sosa ya evolucionado comenzaba a subir la cuesta de la fama con la orquesta del maestro Francisco Rotundo, con quien grabó numerosos discos.
Julio Sosa en el escenario deslumbraba, porque era como le decía a Goyeneche Troilo, que no solo cante, sino que intérprete, viviendo a la poesía en primera persona.
El tono se le fue afianzando lo que le daba una solvencia y aplomo, combinada con gestos que acompañaban cada verso, era un despliegue notable de representación no solamente para oír sino más que nada para ver la conjunción de cantor, orquesta y obra poética.
También en los recitados, Julio Sosa se cortaba solo, y más adelante se lució con una de sus máximas pasiones, como poeta, en donde se destaca su libro “Dos horas antes del alba”, cuyo poemario hace unos años el actor Luis Brandoni se lo llevó al disco.
Luego cantó con Armando Pontier solo, porque ya se había desvinculado de Enríque Mario Francini. Fue el espaldarazo a su gran final con la orquesta de Leopoldo Federico, época brillante de su mayor apogeo.
Cuenta el especialista Roberto Selles, que el slogan que acompañaba impreso o audio como denominador común a Julio Sosa, “El varón del tango”, lo bautizó el periodista Ricardo Gaspari, ya para entonces a principios de la década del 60 grabando para el sello Columbia.
La época era coincidente, con la falta de valores sobresalientes del 2x4, y al ingreso masivo de música foránea que se manifestaba de diversas maneras, cubriendo todos los medios estrepitosamente, experimentándose el decaimiento que el tango acusó por entonces.
Sin embargo, sin proponerse ni establecer ninguna estrategia para contrarrestar tan violento alud, fue Julio Sosa quien peleó posicionamiento, por la venta inusitada de sus discos, y una nutrida actuación a través de giras nacionales, todas de éxito asegurado.
Sólo dirimió anteponiendo calidad interpretativa, que el público supo apreciar, un material de registro de excelente jerarquía, repertorio diverso que en su voz revivía viejos lauros, tomaban formas encaramándose en los primeros puestos de ventas y popularidad.
Hay una película argentina, “Buenas noches, Buenos Aires” que se hizo eco de esta disputa entre la “Nueva Ola” y el tango, cuando Julio Sosa canta “El firulete”, de Mores y Taboada, y baila con Beba Bidart “sacándole lustre al escenario”
En el tango todo suena tan trágico. Extremo, diría. Son como las tragedias griegas. No se hacen esperar. Avanzan, rompiendo todo lo previsto como lo es la vida misma.
Julio Sosa se paseó de norte a sur, y de este a oeste del país y un poco más allá de Latinoamérica, hizo que su voz sonara familiar, querida, llevando al tango con Leopoldo Federico, sin desvirtuar en cada presentación lo que el público tuvo la oportunidad de escuchar a través del disco, merced a su gran difusión radial.
Joven, muy joven aún, un 25 de noviembre de 1964, en la intersección de la Avenida Figueroa Alcorta y Mariscal Castilla, a la madrugada choca fatalmente con su automóvil DKW Fissore una baliza luminosa.
Luego, según el peritaje mecánico, se cambió de carátula como “Homicidio Culposo”, habida cuenta que habría sido otro vehículo quien lo habría chocado.
Las exequias se llevaron a cabo en “El Luna Park de Buenos Aires”, con la conmoción natural de alguien que se había convertido en ídolo popular, llevando al tango otra vez a su nivel de masificación.
La crónica de ese día recuerda que acompañaron al ídolo caminando hasta el Cementerio de La Chacarita una nutrida columna bajo una intensa lluvia, y que ante el imperio de querer acceder todos a la vez, se provocaron tumultos y corridas que la policía reprimió con gas. Siempre con quienes asumen el rol de ídolos, se cumplen ciertos acontecimientos que los tornan más trascendentes desde el misterio mismo. Se hace referencia la similitud del título de su libro de poesías: “Dos horas antes del amanecer”, con el momento exacto de su accidente.
También se alude que ese día, el último tango que había cantado Julio Sosa era casi premonitorio: “La Gayola” de Armando Tagini y Rafael Tiegols, un tango que fuera estrenado en 1926. Y, Julio Sosa lo grabó en el año 1957 con la orquesta de Armando Pontier.
“No te asustes ni me huyas, no he venido pa´ vengarme, / si mañana justamente ya me voy pa´no volver; / he venido para despedirme y el gustazo quiero darme / de mirarte frente a frente y en tus ojos campanearme / silenciosas, largamente, como me miraba ayer. / He venido pa´que juntos recordemos el pasado / como dos buenos amigos que hace rato no se ven / y acordarme de aquel tiempo en que yo era un hombre honrado / y el cariño de mi madre era un poncho que había echado / sobre mi alma noble y buena contra el frío del desdén / Una noche, la huesuda mi vistió el alma de duelo / y mi santa viejecita se me fue a vivir con Dios, / y en mis sueños parecía que la pobre, desde el cielo, / me batía que eras buena, que confiara siempre en vos. / Pero me jugaste sucio y, sediento de venganza / mi cuchillo en un mal rato se escurrió hasta su corazón…/ y más tarde, ya sereno, muerta mi única esperanza, / unas lágrimas rebeldes las sequé en un bodegón. / Me encerraron muchos años en la sórdida gayola / y una tarde me largaron pa´ mi bien y pa´ mal…./ Fu í sin rumbo por las calles y rodé más que una bola, / pa´ ligar un plato é sopa…¡cuántas veces hice cola...! / las auroras me encontraban atorrando en un umbral…/ Hoy ya no me queda nada, ni un refugio. ¡Estoy tan pobre…! / Solamente vine a verte para darte mi perdón.” / Muy especialmente con la última línea de la última estrofa con que cierra el tango:
“Te lo juro estoy contento que la dicha a vos te sobre, / voy al campo a laburarla, juntaré unos cuantos cobres / pa´ que no me falten flores cuando esté dentro él cajón. / “
Julio Sosa, más allá de toda superstición, o coincidencia premonitoria, ha sido un gran cantante de atinada elección de repertorio, admirador de Carlos Gardel. Su sola presencia avalaba el espectáculo, asegurando un tango que la gente disfrutaba porque su acento era firme, sin dejar de ser melancólico o romántico.
Era la estirpe misma del auténtico ídolo popular.