Qué no ha sido dicho ya de lo que viene en la Argentina en estos tiempos de incertidumbre preelectoral? ¿Que Sergio Massa sigue siendo competitivo pese a desenvolverse en un contexto inflacionario en el que sobrelleva su doble condición de ministro de Economía y candidato presidencial? ¿Que en Juntos por el Cambio pensaban hasta hace pocos meses que tenían la presidencia regalada y ahora temen tropezar con sus propias torpezas internas? ¿Que Javier Milei amenazaba con comerse crudos a los políticos de la “casta” pero que a fin de cuentas la carencia de una superestructura partidaria limó sus posibilidades?
Todo eso es cierto, pero la gran incógnita sigue presente como consecuencia de lo que pareciera ser una nueva regla de la democracia argentina: los pronósticos, las predicciones y todo lo que pueda definirse como proyecciones anticipatorias de para qué lado caerá la perinola electoral perdieron visos de certeza al punto de transformarse en meros ejercicios de monitoreo útiles para las estrategias que puertas adentro despliega cada fuerza política, pero nada confiables para una sociedad escéptica que hasta se divierte mintiendo a los encuestadores.
Con el teléfono fijo en retirada, la fuente de información de los consultores pasaron a ser las redes sociales, que por cierto tiempo parecieron proporcionar una tendencia verosímil, compatible con el pensamiento real del votante tipo. Pero la profusión de fake news y la certeza de que todo aquello que una persona vuelca en el mundo virtual puede ser utilizado para incidir sobre la opinión pública avispó a los internautas al punto de que muchos se silenciaron, otros se aferraron a la prudencia y otros tantos se dedicaron a exagerar sus posiciones de modo tal que lo reflejado en Facebook o la red social conocida como X (anteriormente Twitter) no es más que un catálogo de extremismos impostados.
De allí que las elecciones Paso hayan adquirido con el paso del tiempo la incidencia de una superencuesta de resultados incontrastables que otorga a los candidatos una última chance de corregir el rumbo de sus respectivas campañas hacia las coordenadas demarcadas por la masa de votantes (recordar que en las primarias de 2019 Mauricio Macri perdió por 15 puntos, pero en las generales del mismo año logró recortar diferencias y escaló hasta el 40 por ciento de los votos).
Algo de eso se verá en la contienda programada para el 13 de agosto de este año, en las que el ministro candidato tendrá chances de ser el precandidato más votado en función del divisionismo imperante en la principal fuerza opositora.
Sí, como leyeron: no hacen falta sondeos de opinión para afirmar que Sergio Massa avanza en la constelación peronista favorecido por la ausencia de un rival de categoría equivalente (Juan Grabois hace su mejor esfuerzo pero no mueve la aguja) y por la ventaja que otorgan sus adversarios. Tanto la radicalización de Patricia Bullrich con su “es todo o es nada” como la corrección política de Rodríguez Larreta, patentizada desde su invitación a que “hagamos el cambio de nuestras vidas”, contribuyen a una diáspora opositora cuyos efectos podrían ser cosechados por el eclecticismo massista, cuyas habilidades para jugar en todos los extremos ideológicos de la cancha (lo avalan tanto los liberales afines al establishment como el kirchnerismo ultra de La Cámpora) le significan un plus indispensable para mantener sus más secretas aspiraciones: ganar en segunda vuelta aunque sea por un punto.
En este escenario, Javier Milei pasa a ser un satélite funcional a la estrategia de Unidos por la Patria. Si no fuera por él, los votos que pueda captar el libertario irían derecho a las canteras cambiemistas y especialmente al cuadrilátero más radicalizado de Pato Bullrich. Cancelado por los principales medios del bloque corporativo afín a los grandes grupos económicos, el León da batalla en las plataformas digitales con apariciones en vivo y spots cuyos mensajes resumen la idea de terminar con lo viejo, demoler estructuras perimidas y refundar una Nación sin paternalismos estatales en la que todos se acojan a las reglas del mérito propio.
El ideario minarquista de Milei consiste en reformular el Estado de forma tal que las universidades, las escuelas y la salud sean parte de la esfera privada, reguladas por el mercado en un marco de libre relación entre oferta y demanda. La receta (que incluye la hipótesis dolarizadora) seduce a los más jóvenes pero mete miedo a sus padres, muchos de los cuales padecieron el lado “B” de la convertibilidad menemista, con minifundistas pulverizados por la falta de competitividad de los productos argentinos, empresas estatales privatizadas sin garantías mínimas y miles de desocupados, muchos de los cuales pasaron a engrosar las villas de emergencia.
En este nudo gordiano de solución difusa los ciudadanos suelen experimentar la misma tendencia que la descripta por el llamado Teorema de Baglini, según el cual los políticos moderan sus métodos a medida que se acercan al poder. De la misma forma, el votante tipo asume actitudes de arrojo en momentos de indignación obnubilante, pero toma conciencia de la realidad a medida que se aproxima la fecha cierta de las elecciones. A la hora de la verdad, aflora en el análisis de la mayoría la certeza de que siempre puede ser peor, consuelo psicológico que podrá sonar a resignación, pero que funciona como un ralentizador de reacciones espasmódicas. En otras palabras: un freno al voto bronca.
De ese modo, buena parte de esa enormidad multiforme de apolíticos que conforman el padrón, adquiere un singular sentido de la responsabilidad y vota conforme sus intereses, que incluyen mantener el sistema en movimiento, el país en orden, la tranquilidad pública, la seguridad de un dispositivo sanitario de atención masiva, la certeza de chances educativas para sus hijos, etcétera. En ese instante cúlmine, el votante promedio toma decisiones que desembocan en el bien a cuidar por todos: la paz social.
Antonio Tabucchi, escritor italiano de corte antifascista, pintó alguna vez el rapto de compromiso que puede adquirir una persona despreocupada del mundo que lo rodea cuando se asume frente a una instancia decisiva. En su novela Sostiene Pereira, relata la historia de un periodista cultural de un diario portugués (el Lisboa) a quien le toca recibir a un nuevo compañero de trabajo llamado Monteiro Rossi, contratado para escribir obituarios.
Poco a poco, Pereira toma nota de que su joven colega milita en una organización republicana que lucha contra el franquismo en España. La tragedia sobreviene anunciada cuando Monteiro es asesinado por una brigada del salazarismo, episodio que marca a fuego la vida de Pereira al punto de que abandona su neutralidad para utilizar las páginas de cultura como plataforma denunciadora de los desatinos del régimen.
Sin romantizar la contienda electoral en ciernes, podría decirse que el electorado argentino, llegado el momento crucial, asume el rol de Pereira en el cuarto oscuro y vota de modo que el bien mayor a proteger, esa idea de convivencia pacífica que prioriza el diálogo interpartes en situaciones de emergencia absoluta como (por ejemplo) fue la pandemia de coronavirus, quede a resguardo de cualquier locura. El valor supremo de paz social es, en definitiva, evitar que vuelvan a matar a Monteiro Rossi.