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El voto reaccionario y el bebé cola de cerdo

Domingo, 13 de agosto de 2023 a las 10:52

Especial
Para El Litoral

A quién le imputamos la muerte de Morena? Los autores inmediatos fueron dos motochorros malacostumbrados a hacer de las suyas en zonas sospechosamente liberadas, cabecillas de una banda de poca monta dedicada a canjear celulares por droga. 
El recorte fotográfico de la escena facilita la apertura de juicios instantáneos y sumarísimos, funcionales a las teorías taliónicas: “Hay que matarlos a ellos de la misma forma”. Otros exigen “que se pudran en la cárcel” dando por sobreentendido que las instituciones penales se corresponden con la retahila de suplicios enumerada en el infierno de Dante.
Ninguna de esas alternativas es constitucional. La carta fundamental de nuestra Nación erradica la pena capital, define a las cárceles como lugares aptos para “la seguridad y no para castigo” de los reos e incorpora infranqueables límites al poder represivo del Estado mediante la incorporación de tratados internacionales de derechos humanos.
Pero Morena está muerta. Su martirio duele demasiado como para esgrimir la letra fría de la ley ante la sed resarcitoria de un pueblo que reclama picota para los perpetradores, en una lógica demanda de justicia preventiva motorizada por factores subyacentes, acallados por una campaña electoral copada por el demonio inflacionario.
De pronto, la chatura de una competencia proselitista sin candidatos que apasionen a las masas se fracturó como consecuencia del caso Morena y otros episodios posteriores que obligaron a revisar en las plataformas qué propuestas había en carpeta para atacar el otro basilisco llamado inseguridad. El debate fue traído a la superficie de la peor manera, con un crimen que atemoriza, avergüenza y desenmascara a una sociedad cuyos patrones conductuales no son ajenos a la desdicha generalizada.
La pequeñita de 11 años que iba a la escuela cuando fue abordada por sus asesinos, yace en un cementerio regado de lágrimas. Desconsolados, sus compañeros de colegio salieron a pedir “por favor” que hagan algo contra el arrebato callejero. El llanto de un niño que admitió vivir con miedo conmovió al país al extremo de que, probablemente, muchos argentinos hayan decidido cambiar el sentido de sus votos en las elecciones de hoy.
La gente asume posiciones reactivas. Pronuncia frases espásticas y reclama a los gobiernos soluciones de lógica cortoplacista, pero el único espacio de incidencia real en las políticas de Estado se encuentra en el cuarto oscuro, frente a la urna, en el instante cenital de emitir sufrago a favor o en contra de un cúmulo de ideas que –según se cree- serán llevadas a la práctica para resolver los conflictos sociales con la ayuda de un sistema penal más estricto, con más años de prisión, con la disminución de la edad de punibilidad, entre otros recursos de raigambre coercitiva.
¿Está bien llevar a la práctica lo que el votante desea? Claro que sí, pero muchas veces el afán de revanchas retributivas no conduce más que a la suma de dos males: el desplegado por los delincuentes y el aplicado contra ellos por la autoridad del Estado. Es necesario, entonces, reformular la pregunta con un nuevo elemento: ¿Está bien llevar a la práctica lo que el votante desea al momento de sufragar bajo el efecto de la bronca, en caliente y con la sangre en el ojo?
Los modelos más autoritarios ganan cuerpo en escenarios socioculturales donde el delito pisotea lo más sagrado del colectivo social, que viene a ser la infancia. Los golpes en el abdomen de Morena alcanzaron a todos los argentinos de bien que se hicieron carne de esa muerte imperdonable. El sentimiento generalizado se resume en la idea de que “podría haber sido nuestro hijo”, una representación de la tragedia argentina que admite como probable que el triste final de la niñita de Lanús se repita en cualquier momento y en cualquier punto de la geografía nacional.
Votar en función de las sensaciones repulsivas que causa el video en el que los malvivientes arrastran a la nena mientras se apoderan de su mochila puede servir como ejercicio catártico, pero poco ayuda si la opción concentradora de esas expresiones de la voluntad cívica se decanta por el autoritarismo de recetas al estilo Bukele. La estadística demuestra que la represión sin inclusión deriva en una guerra de buenos y malos donde, al final, nadie sabe bien quién es el bueno y quién es el malo.
¿Son irrecuperables los asesinos de Morena? Según la doctrina positivista de Ferri o Von Liszt (dos juristas que buscaron caracterizar al delincuente en el siglo XIX), no hay redención posible para ellos y el único remedio pasa por la inocuización de sus personalidades (ya sea mediante pena de muerte o mediante reclusión perpetua). Desde esa perspectiva podría caber el refrán de que muerto el perro se termina la rabia, pero no es tan fácil.
Matar al que mata no resuelve el problema, en tanto jamás se pudo demostrar científicamente el efecto de coacción psicológica que supuestamente ejercen las penas aplicadas por el sistema jurídico con la finalidad de disuadir a otros para que no actúen en contra de lo esperado por la sociedad. De hecho, los estándares de criminalidad no descienden en países donde es aplicada la pena de muerte.
La punición de las acciones delictivas como la consumada en el barrio lanusense de Villa Giardino es necesaria por otros motivos que pasan por el resguardo y el restablecimiento de la norma vulnerada, de manera tal que la conciencia social tenga presente la plena vigencia de un plexo normativo diseñado para garantizar la convivencia pacífica entre ciudadanos. Se trata de un criterio de prevención general positiva, según el cual cada persona tiene la certeza de que ante la violación de la ley, se activarán los resortes institucionales para conjurar ese mal con todas las herramientas que proporciona el derecho.
Claro está que el remedio de la persecución penal no es suficiente para terminar con situaciones de infortunio transgeneracional como las que padece la Argentina. No todos los delitos que se cometen son alcanzados por el sistema jurídico y la diferencia entre los hechos castigados y los hechos impunes constituye una cifra negra que invita a la reflexión sobre el camino largo y el camino corto.
El camino corto es el que eligió El Salvador mediante el encarcelamiento indiscriminado de cualquiera que el gobierno de turno considere sospechoso (sobre la perimida base del delito de autor, que condena por portación de rostro). El camino largo es el de las políticas de Estado que apunten al fortalecimiento educativo, a la disminución de la reincidencia y al tratamiento de las adicciones como parte de un proceso que podrá llevar años, pero que otras naciones más evolucionadas desplegaron con éxito después de atravesar sus propios calvarios.
El peligro de votar por el camino corto con la creencia de que un látigo y un par de grilletes podrán contra el germen de resentimiento que anida en las ciénagas de pobreza en las que sobrevive el 40 por ciento de los argentinos se refleja en el flashback del caso Morena. ¿Quiénes son los padres de los motochorros que mataron a la pequeña? ¿Desocupados y marginados del modelo neoliberal noventista que fabricó desclasados al ritmo de privatizaciones discrecionales? ¿De allí vinieron estos malditos que tanto odiamos? Si es así, cuidado, porque existe algo llamado principio de corresponsabilidad social y nada de lo hecho en el país por los sucesivos gobiernos fue producto de fenómenos naturales, sino del pronunciamiento cívico de las mayorías. En una instancia crucial como la que sobreviene este domingo bajo la forma de elecciones Paso, emitir el voto bajo los influjos del discurso reaccionario de las postulaciones manoduristas no salva a Morena, ni a sus congéneres. Al revés: los condena a una existencia fracturada y desigual equivalente a la metáfora latinoamericana relatada por García Márquez en Cien años de soledad, cuando el heredero de un clan corrompido hasta la médula nace con cola de cerdo y muere, frente al terror de su desquiciado padre, comido por millones de hormigas.

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