Los misterios de la Niña Carbonilla
Y Natalia Schejter
Especial para El Litoral
Entrar a la sala del museo a ver la muestra de Madariaga es cruzar un límite entre lo real y lo irreal, entre lo visto y lo conjeturado, un espacio de misterios. El paisaje no es transparente aunque lo simule, los caballos y perros deambulan por lagunas circulares, las niñas que vemos caminan en la intemperie de un mundo conocido y a la vez extraño. Niñas con vestidos domingueros, medias y zapatos vagabundean sin rumbo en un paisaje correntino de “belleza autonómica”.
“Todo arte verdadero aborda algo que es elocuente, pero que no acabamos de entender. Elocuente porque toca algo fundamental. ¿Cómo lo sabemos? No lo sabemos. Sencillamente lo reconocemos. El arte no sirve para explicar lo misterioso. Lo que hace el arte es facilitar que nos demos cuenta de ello. El arte descubre lo misterioso. Y cuando se percibe y se descubre, se hace todavía más misterioso” dice John Berger en “Sobre el dibujo” (2012), eso nos pasa frente a la obra de Madariaga.
Berger insiste en que el intento de escribir sobre el arte es un acto de vanidad del que escribe sencillamente porque lo dicho pierde la precisión del trazo del artista. La obra por lo tanto, habla por sí misma, dice y calla, sugiere y esconde.
—¿Qué es la Niña Carbonilla?
—Creo que representa a todas las niñas. Se llama la Niña Carbonilla porque está realizada en carbón y creo que es una metáfora del ser mujer y niña.
—¿La Niña Carbonilla es un personaje o son muchas niñas?
—Son muchas, son todas diferentes. Pero creo que nace de una necesidad conceptual de embanderar a la niña. Con todo lo que conlleva ser niña en el Litoral (yo también fui niña aquí) y en qué consiste eso. Un poco que son niñas salvajes. Y a diferencia de lo que históricamente se consideraba que tenía que ser algo femenino, estas no son nada femeninas. O sí, qué sé yo, depende.
—Hay una conjunción en las obras, cumplen con el prototipo de ser niña, muy femeninas con sus vestidos, pero a la vez tienen una máscara de gas, cráneos, un halo misterioso. ¿Qué representa esa tensión?
—Sí, también un poco siniestro, algo fuera de lugar, o asombroso. Me parece que es la atmósfera que creo que está, o que yo elegí, porque vos podés elegir todo tipo de estéticas, pero la que seleccioné en este caso es una atmósfera por ahí un tanto barroca, dark, creepy, pero a la vez muy fantástica y un tanto ambigua, de historias litoraleñas.
—En el texto curatorial hablan de leyendas, de mitos litoraleños y de esta tensión, el revisar el ser femenino. ¿En tu infancia ya aparecía esto o es algo que se te arma ahora?
—Hay algo de revisionismo histórico. Pero también había muchos manuales de cómo se debe ser hombre y cómo hay que ser mujer que daban ciertos parámetros de cómo había que vestirse o caminar; qué tipo de sonoridad tenía que tener la voz. Lo típico, que las nenas tienen que estar siempre con las piernas cruzadas o que la mujer adulta tiene que comportarse de ese modo, pero también te van educando para que vos tengas ciertos comportamientos que hoy en día se está intentando revertir. Y digo tan opuesto a lo vivido porque en la infancia, andábamos embarradas, vivíamos adentro de la naturaleza y era imposible llevar eso a cabo. La otra vez le contaba a un señor que cuando dormíamos en el campo dormíamos debajo de los murciélagos, nos volaban encima. Ese tipo de historias o de sensaciones, donde también nosotras teníamos que defendernos ante ciertas situaciones de peligro, creo que va totalmente opuesto a lo que había que ser o comportarse de manera civilizada como una niñita.
—¿Y en ese campo había miedo o tensión nomás?
—Para mí estaba siempre al borde. Miedo cuando estabas sola y sí, tensión. Miedo, tensión, todo.
—Las niñas están solas, siempre. Hay mucha soledad en los cuadros. ¿Por qué?
—A mí me conmociona ese paisaje del Litoral, del campo bien adentro, el de los esteros. La otra vez hablamos de la madrugada, de la niebla, de las seis de la mañana en el campo. Es misterioso ese tipo de paisaje, verlo y habitarlo sola, a mí me conmociona. Quizás es eso, una serie de sensaciones, emociones que no puedo explicar, pero que tomás de la naturaleza, lo ves en otro tipo de arte y lo elaborás.
—¿Qué te pasó cuando conociste “Ángeles Somos”?
—Me encantó la historia, no llegué a procesarla del todo, me gustaría procesarla más. La historia es que fui a Caá Catí el fin de semana a la Feria del Libro, me encantó estar ahí; y conocí un montón de historias que te cuentan en los lugares y eso también es Corrientes. Te empezás a cruzar con mucha gente y cada uno tiene una historia diferente. Y me contaron la historia de que para el mismo día de Halloween, a diferencia del resto de los lugares de Latinoamérica o Argentina que están tan tomados por esa cultura extranjera, en Caá Catí o Mburucuyá, permanece la tradición de que van los niños disfrazados de ángeles, van por el Día de los Muertos a pedir a las casas. Porque antes cada vez que moría un niño se le hacía especialmente un funeral en su casa con chamamé, con música, entonces perduró la historia de continuar y de que los niños vuelvan. No sé si la estoy contando bien. Pero algo que me parece interesante para pensar es esta mezcla de que son niños muertos pero vienen en forma de ángeles, blancos, de otro modo. Eso me quedó resonando.
—Las Motanka son unas muñecas de tradición ucraniana que no tienen rostro y la leyenda dice que esa ausencia es para evitar que le ingresen malos espíritus por los ojos. Algunas de tus niñas carbonillas no tienen ojos. ¿Qué hay en esa decisión?
—Colecciono muñecas, me encantan las muñecas y me han traído de varios lugares, cada vez que alguien viaja me trae muñecas porque saben que me gustan. Y también recibo de abuelas o madres que desde chiquitas, tienen muñecas antiguas y son las típicas muñecas a las que todo el mundo les tienen miedo y que nadie las quiere, entonces me dicen: “Che Jose, acá tengo estas muñecas, te las doy porque mi hija no puede dormir”. Hay muñecas de porcelana que vienen rotas, pero a mí me parece que son lindas igual, entonces recibo todas las muñecas. Es algo que lo tengo desde muy pequeña, esa atracción hacia el muñeco. Hay una colección en Buenos Aires que es de Fernández Blanco, en el museo hispanoamericano. Me encanta esa colección. Y pienso: “¿Qué es lo que atrae de eso?”. Para empezar, puede ser algo, colecciono varias cosas y una de las que tengo son las muñecas, creo que tiene que ver con parte del juego, también en el texto de la exposición ahí lo dice muy bien Julio Sánchez, que es crítico de arte y el curador de mi exposición, habla de esta cuestión de Frankenstein o de dar vida a un ser. También los autómatas vienen a cumplir un poco esa tarea; puede tener un poco de todas las cosas. Pero yo me basé específicamente en investigar sobre los ojos, sobre las muñecas y sobre los autómatas. Resulta que hay un cuento que escribe Hoffman, que lo toma Freud para hablar del psicoanálisis y el concepto de siniestro. Y él habla de que en realidad el miedo a perder los ojos es un miedo muy antiguo, uno de los mayores miedos. Entonces en el cuento de Hoffman hay un señor que está perdiendo los ojos y todo ese análisis y ensayo lo hace para hablar del concepto de siniestro que a mí me pareció siempre fascinante y lo tomé un poco y desarrollé esa cuestión de los ojos, los muñecos y de lo inanimado que cobra vida. Pero lo que pasa que eso mismo se toma mucho en el género del terror, porque es el clásico que da miedo, que algo que supuestamente no tiene que tener vida, cobre vida.
—En esta infancia, en ese paisaje, campo adentro ¿cuándo aparece y qué vínculo tenías con el arte?
—Siempre estuvo, porque mi papá me enseñó a dibujar desde muy chiquita. Él tenía una obsesión que me transmitió: era un obsesivo de querer la teoría del color, sobre la forma, sobre cómo hacer la representación y él estudiaba y fue como que me transmitió más una obsesión que la cuestión del arte en sí. Como que a él se le ocurría que había que investigar algo, y nos poníamos a investigar eso, y a la vez él me enseñó la técnica que le enseñaba su maestro.
—¿Él era artista plástico?
—Él no se dedicó al arte, solo que estudió un tiempo con un pintor que había ido a Mercedes, que se llama Martiniano Scieppaquercia que estuvo muy en la zona de Mercedes y Curuzú Cuatiá, según lo que él me contaba. Que vino de Córdoba a enseñar ahí y enseñó a un par de chicos, dentro de esos estaba mi papá. Después a él le quedó esa cuestión muy marcada, quiso hacer arte, pero por la época no podía. Tenía que decidir entre el arte o hacer una carrera de otro tipo y él eligió medicina; no siguió con el arte por la pregunta típica “¿de qué vas a vivir?”, que fue tan presente y que continúa a veces. Pero conmigo dijo “tiene que ser artista”, y yo nunca lo dudé.
—Por lo que contás, en lo performativo que hay en tu presencia, en el pintar en vivo con músicos, es como que ya hay una preparación de alguna manera.
—Nunca lo pensé así, pero quizás ahí está la cuota de mi madre, porque mi mamá daba teatro en una escuela y hacía obras ¿a quién ponía a actuar? ¿a quién disfrazaba? (risas) y hacía todo tipo de vestuarios y yo era la que le hacía caso y me ponía todo. Hasta hace no mucho tiempo atrás yo le pedía cualquier cosa y ella me hacía todos los vestuarios y me los sigo poniendo. Entonces como que un poco perduró eso y me encanta el teatro, hice teatro y me ha gustado mucho pero en un momento dado me dediqué más al dibujo y quizás hoy en día es eso de combinar todo lo que fuiste adquiriendo.
—Incluso una obra de las que está en el museo es un telón teatral que realizaste vos.
—Sí, es tal cual. Fue armada una obra específica para el museo y es algo teatral, enmarca una cerámica porque me parecía, que la cuestión de la leyenda también es armar una ficción, armar una historia, es lo teatral de esto qué hacemos acá.
—En un momento determinado la Niña Carbonilla necesita tener cuerpo, ser escultura, ¿cuándo y por qué surge la necesidad?
—Siempre modelé pero no sé, nunca lo había pensado eso de hacer esculturas. Siempre estuvieron presentes y ahora viven un poco más. Yo dibujaba las muñecas, las ponía en ciertas situaciones, armaba composiciones con esos muñecos y las representaba con dibujo y hoy en día ya están. Hace dos años como que le estoy dando más fuerza a eso que siempre estuvo.
—¿Cuándo nace la Niña Carbonilla? ¿Hace cuánto que tiene vida y gira?
—Desde el 2020 que tiene ese nombre pero desde antes hacía niños, desde siempre. Primero hacía niños, después pasé a hacer óleos muy coloridos y seguí buscando, tenía esa cuestión más de adolescente como dark. Después dije, “ya me cansé de esto, no me gustó mucho”, y ahí volví a lo que era, la Carbonilla.
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