No crean que estamos en una democracia noruega, estamos en guerra. A nuestros enemigos tenemos que exterminarlos políticamente, ideológicamente, espiritualmente"
Nicolás Márquez,
biógrafo de Javier Milei, en La Derecha Fest
Un interrogante liminar nos planteamos para desarrollar este artículo: ¿es posible vivir en democracia en estos tiempos de la tecno modernidad y especialmente en un país, el nuestro, dominado por la nueva concepción instalada por el gobierno de ultraderecha?
Ciertamente que cuando hablamos de democracia, nos referimos a un sistema que privilegia el libre albedrío, lógicamente desarrollado por un constructo de normas básicas que nos permiten la convivencia pacífica y el respeto por los derechos de todos.
Siendo materialmente imposible gestionar a través de una democracia directa, la representación es el modo instrumental básico que puede alcanzar o frustrar el desiderátum del sistema.
Pero elegir periódicamente nuestros representantes no satura las condiciones que debe cumplimentar un dispositivo democrático. Es necesario garantizar la posibilidad de libre expresión, intercambio de ideas, diálogo social e institucional y mecanismos de participación. Para ello, el gobierno debe propiciar el debate fructífero, y ser capaz de reconocer que, más allá de sus propias ideas, parte de la verdad también puede estar del otro lado.
Obviamente, en estos tiempos de hiper comunicación, saber reconocer la verdad en medio de tanta opinión mediocre o intencionadamente embustera, nos puede hacer perder en el camino hacia una verdad que sea socialmente aceptada.
“Por su propia naturaleza, la democracia debería construirse en función del diálogo. Sin embargo, desde el poder se hace todo lo posible para desalentarlo”
No pueden existir verdades absolutas en el campo de las ciencias sociales, sí pensamientos dominantes; al contrario de las ciencias duras dónde se pueden elaborar conclusiones más precisas, aunque tampoco perennes.
Pero la mentira existe, es la distorsión de los hechos, presentarlos en forma engañosa, para condicionar la opinión del interlocutor.
Hoy, la mentira se presenta con nombre respetable: la posverdad, que “es una banalización de la mentira: quien tiene el poder suficiente se permite el lujo de mentir, además de dañar”, dice la escritora valenciana Adela Cortina.
No podemos menos que recordar la sentencia orweliana: “En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario”. Vaya si no.
Significativamente, la tarea de descubrir la verdad, o parte de la misma, a veces resulta una tarea ímproba ante tanta hojarasca ofrecida por la hipercomunicación.
Un pensador interesante de consultar en esta temática es uno de los filósofos más importantes del siglo XX, Jürgen Habermas, miembro de la segunda generación de la escuela de Frankfurt.
Su propuesta más ambiciosa es la “teoría de la acción comunicativa”, un complejo proyecto que intenta explicar cómo se construye el entendimiento y el consenso en las sociedades modernas. Es decir, que toda construcción democrática comienza con la gestión del dialogo, para el cual hay que estar dispuestos espiritualmente de manera efectiva.
La paradoja es que en sociedades complejas y dominadas por el conflicto y la desigualdad, es muy difícil el diálogo constructivo como núcleo de la vida social y del ejercicio democrático.
“Hemos abandonado el diálogo honesto y racional. Sólo quedaron la mentira, el ruido, la manipulación, el insulto y la obediencia ciega”
El mundo real está lleno de relaciones asimétricas, de estructuras de poder, de intereses económicos y políticos que distorsionan el diálogo. En otras palabras, la comunicación está contaminada por el poder. La paradoja revela la distancia entre el ideal democrático y las prácticas sociales reales.
Creo que el planteo habermasiano y su paradoja, se presenta con toda crudeza en nuestro país. El diálogo es imposible si uno no quiere, y especialmente si ese uno es el sector instalado en el poder.
Si algo hay que reconocerle a este gobierno, es la crudeza expresiva sin concesiones cuando comunica sus decisiones o sus posicionamientos políticos. Es más, ha creado un lenguaje propio casi inédito, una alquimia de insultos y términos irónicos, inventados para dañar, que representan esa violencia material contenida tras las palabras.
Ello no significa, necesariamente, que hacen honor a una de las máximas preferidas por Javier Milei: “Prefiero decir una verdad incómoda antes que una mentira confortable”. También dentro de su glosario de discursos y posteos presidenciales, como de su ejército de troles, se esconden muchas mentiras que intentan imponerse como verdades inmutables.
El festejo ultra realizado por los libertarios, “La Derecha Fest”, estuvo plagado de ataques, descalificaciones, insultos, pero también de reconocimientos de sus crudas apreciaciones acerca del alcance del sistema democrático en la Argentina de Javier Milei.
No me refiero sólo al patético agaravio hacia una figura institucional como es la vicepresidenta, al ser tratada por su coequiper de la fórmula como “bruta traidora”. Toda la parafernalia ultraderechista, con discursos varios, estuvo íntegramente destinada a propagar su violencia.
El propio panegirista del presidente, el escritor fascista Nicolás Márquez, dijo a todos los presentes, aquello que todos sabemos porque es la cantinela de Milei: no estamos en una democracia, estamos en guerra; a los enemigos (referido a los adversarios políticos) hay que exterminarlos.
Semejante declaración, reiterada desde el poder hace tiempo, nos muestra el contexto en que se desenvuelve el sistema democrático en la Argentina.
Si el filósofo Habermas resucitara y cayera en paracaídas en la Argentina, moriría nuevamente de vergüenza ante la candidez de su propia teoría. No sólo se ha matado el diálogo, reemplazado por el toma y daca, sino que se ha declarado la guerra a los que piensan distinto.
“Una sociedad alienada se conforma cuando la verdad es reemplazada por la post verdad (la mentira banalizada). Hoy, preferimos consumir la basura digital y digitada que racionalizar la realidad”
Si bien es cierto que no existe democracia libre de tensiones generadas por el libre juego de posiciones y debate de opiniones contrapuestas o distintas, directamente es utópico pensar que el modelo libertario sea un modelo democrático.
Tiene razón Márquez, no estamos en una democracia noruega, me animo a decir ni siquiera en una democracia a secas, asistimos azorados a un gobierno que hace de la violencia un modus operandi exitoso, ante una sociedad mayoritariamente alienada, que aplaude y apoya de manera acrítica.
Parece mentira que el liberalismo, que es esencialmente una ideología abierta y libre, se haya convertido, en función de gobierno, en este esperpento libertario, cuyo sesgo autoritario de verdad única, obediencia ciega, verticalismo a ultranza, culto a la personalidad, no responde a los leones que vinieron a despertar sino a la manada de corderos que pretenden constituir.
“La lealtad no es una opción sino una condición”, es la turbadora frase pronunciada por una funcionaria que habla poco pero que decide mucho, convirtiendo las listas oficialistas en un refugio de punteros, oportunistas y aduladores.