En mi memoria aún perduran las palabras de mi tío cuando un día me llamó por teléfono a Buenos Aires y con voz grave me dijo que regresara urgente a Corrientes porque el ‘General‘ necesitaba de mi voto. Tres días después estaba haciendo fila en la estación de la Chacarita entre un millar de personas para conseguir pasaje gratis. ‘Se ruega presentarse temprano‘ rezaba un cartel en la boletería. Y temprano estuvimos allí apretujados, pegados como moscas detrás de un vidrio. Una señora, con unos kilos extras en su anatomía, con un bebé en brazos, me propuso que me dejara empujar por ella para entrar por la ventanilla cuando permitieran el acceso, para así reservarle un asiento. De pronto se descorrió la pesada puerta, ella apretó al infante bajo un brazo, colocó su rodilla entre mis glúteos y con una fuerza bruta me levantó en el aire y me arrojó hacia adentro dejándome caer sobre el duro asiento. Estaba tratando de acomodarme cuando me tiró encima al niño y desapareció, tenía que encontrar una puerta por dónde entrar. Rato después ocupaba el lugar que le había reservado. El tren y la estación entera estaban hechos un caos. Cada vez llegaba más gente, algunas con pesadas valijas. Todos corrían, empujaban y tropezaban.
Al fin llegó la hora de la partida. Las mujeres discutían, se tomaban de los cabellos y se daban puñetazos, peleando por un espacio, mientras los hombres atendían a los chicos que formaban un concierto de llanto infernal. Mientras esto ocurría los técnicos del ferrocarril se ocupaban de los últimos detalles antes de emprender el largo y tedioso viaje que nos llevaría hasta Entre Ríos donde el pesado ferry recogería en su oscuro vientre a esa mole de hierro con su carga humana. En medio de esta tétrica situación, un hombre de baja estatura, de abultado abdomen y un tupido bigote, sacó no sé de dónde un viejo acordeón, colocó un pie sobre un bulto, desplegó el fuelle y despejó el pesado ambiente con las armoniosas notas de un chamamé maceta. La magia de la música llenó de encanto la lúgubre atmósfera. Los niños acallaron sus llantos y el rostro de cada adulto reflejaba alegría y una expresión de amor en sus ojos. Una juvenil pareja salió a dar un ruidoso zapateo en un reducido espacio, y una joven garganta masculina dejó escapar un largo y sonoro sapukái.
El viejo ferry que surcaba lento y silencioso el turbio río había disminuido su velocidad cuando alguien de la multitud gritó ‘¡Ibicuí!‘
‘¡Ibicuí!‘ repetimos todos al unísono seguidos por otro largo sapukái. ¡Habíamos llegado a Entre Ríos! ¡Nos acercábamos a Corrientes! Estábamos sólo a metros de la última estación cuando sorpresivamente unas revoltosos nubes negras cubrieron el espacio sideral, teníamos encima una pavorosa tormenta. Bifurcados rayos serpenteaban como víboras en el oscuro firmamento que minutos antes estaba pintado de azul. Sin darnos tiempo a pensar en lo que haríamos empezó la lluvia acompañada de fuertes vientos. Llovía a cántaros como si el cielo hubiera recibido un hachazo mortal. El conductor trataba de cubrir el último tramo que faltaba para llegar cuando apareció un hermoso caballo alazán que bajo la tormenta caminaba solitario sobre los rieles. El maquinista no tuvo tiempo de frenar y el motor arrolló sin compasión el cuerpo del animal. El pobre bruto cayó pesadamente hacia un costado donde quedó largo rato revolcándose, viviendo apenas sus últimos minutos. Debido al accidente, el tren se descarriló y no pudo continuar su marcha. Al rato llegó una flotilla uniformada de la milicia correntina a recoger a los pasajeros que teníamos que llagar a tiempo para votar.
Bajo la constate lluvia nos bajamos rodeados por el personal del ejército.
Aún hoy recuerdo el juvenil rostro de aquel soldado que estirando sus velludas manos me dijo sonriendo: ‘Vamos linda morocha, no tengas miedo, saltá a mis brazos‘. Yo salté y quedé aprisionada de la cintura como un pajarito mojado entre sus manos. Me depositó en una esquina y siguió levantando a otros y a otros más. Estábamos empapados, parados derechos como soldados de plomo bajo la lluvia que iba en aumento. Ya lleno el camión hasta el tope, salió raudo hacia nuestro destino final.
Paramos justo frente a la estación del ferrocarril. Miré con terror ese río de agua estancada donde tenía que saltar sin otra alternativa. Cerré los ojos y dije bajito: ‘Que el General Perón proteja mis huesos‘ y salté. La suerte estuvo conmigo y no me di ningún rasguño. Sin embargo, el espeso lodo acumulado succionó uno de mis zapatos y quedé presa de un pie. No podía moverme, quise inclinarme a recoger con la mano pero no pude porque detrás de mí venían los demás como una manada de animales. Me di cuenta que tenía que seguir si no quería ser aplastada. Me quité el otro zapato y me presenté a votar descalza chorreando agua y lodo. De allí fui a casa de mis parientes. Cuando mi tío me vio entrar en esas condiciones soltó un grito de, ‘¡Viva el General Perón, carajo!‘
Después de aquella catastrófica experiencia han pasado muchas elecciones. El Ferrocarril Urquiza ya no existeà tampoco el ferry. Pero los recuerdos perduran en mi mente. Recuerdos, que aunque trágicos, me ayudan a vivir y a recordar con nostalgia un ayer que no volverá. (Fanny)