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Ser feliz, ¿un deseo o una obligación?

Por El Litoral

Lunes, 01 de abril de 2019 a las 04:00

Por Tamara Tenenbaum
Extracto. Nota publicada en La Nación


Siento que no tengo a quién contarle que tengo miedo, o angustia, o que me siento mal”, dice Ana, de 28 años, publicista. “No es que no tengo amigas, tengo... pero es como que si decís que estás mal te dicen que seas positiva, que pienses en lo bueno, que te mejores... y a veces me dan ganas de contestar: ¿no hay permiso para estar triste?”. Ana no está sola en esta pregunta. Son muchos los que tienen la sensación de que vivimos en una época en la que la felicidad no es solamente el único objetivo de vida posible: es una responsabilidad individual e incluso una obligación.
La promesa de la felicidad, el libro de la teórica Sara Ahmed que acaba de publicar la editorial Caja Negra, presenta un abordaje filosófico que puede servir para pensar esta paradoja de la felicidad como deber ser.
En este texto publicado en su idioma original en 2010, pero que parece escrito ayer, Ahmed intenta explicar eso que cualquier usuario de Instagram sabe intuitivamente: que detrás de la idea de felicidad de una época se esconde también la moral de esa época, lo que sus habitantes entienden como normal y aceptable, e incluso cierto conservadurismo respecto de la posibilidad de desviarse de esas normas y aún así tener una vida que valga la pena. Ahmed analiza, por ejemplo, las implicancias de frases como “yo sólo quiero que seas feliz”, que pueden ser dichas con mucha buena intención pero traen también un mensaje disciplinador: sonreí, quedate tranquilo, no tomes riesgos, no te salgas de lo que se espera de vos, no cuestiones esas expectativas.
“Ahmed lanza su corrosiva crítica al imperativo de la felicidad señalando que el mismo se convierte en ‘técnica de disciplinamiento’, es decir, en un imperativo que está orientado a dirigir nuestra conducta, nuestros deseos, nuestras prácticas so pretexto -o más bien con la promesa- de esa felicidad por venir, y a la que todos deberíamos aspirar”, explica la filósofa e investigadora del Conicet Virginia Cano, y agrega: “Señalar esto no sólo arroja un manto de duda sobre ese sentido común que sostiene que lo más importante es ser feliz, sino que nos fuerza a la reflexión sobre qué implica ser feliz en este mundo”.
“Es como que produce mucha impotencia, me parece -dice Martín, de 35 años, docente de colegio secundario-. La sensación de todo lo que hay que hacer para ser feliz, que hay que viajar, ganar un montón de plata, tener la pareja perfecta, suena como agotador... Y a la vez, obvio, todos queremos eso, ¿no?”.
La duda de Martín es legítima y sintetiza varias de las claves del problema de la felicidad. Por una parte, habla de esta idea de que todos queremos las mismas cosas. Y no es casual que esas cosas sean una relación monógama (un gran tema en el libro de Ahmed: son muchos los estudios sobre la felicidad que con argumentos más bien circulares, correlacionan a la felicidad con el matrimonio) y el éxito económico. Por otro lado, como bien pregunta Martín, tampoco queda claro qué otra cosa podríamos desear más que “ser felices”. ¿Cuál sería la alternativa a la felicidad como promesa?
En principio, podemos decir leyendo a Ahmed, que es importante entender este carácter de “promesa eterna”: la felicidad siempre está en otro lado, siempre se nos aparece lejos. El psicoanálisis, un discurso que a los argentinos y argentinas nos es muy familiar, lo venía advirtiendo desde hace mucho: “La idea de felicidad es más bien un paraíso neurótico -dice Angeles Justo, docente de la UBA y psicóloga de planta en el Hospital Rivadavia-, y como tal siempre lo tiene otro o está en otro lugar. Esa frase de ‘nunca vamos a ser felices’ que usa la gente en redes sociales..., de un modo, es cierta”.
“Lacan en el seminario VII dice que los pacientes vienen a pedirle felicidad al analista, y obviamente los analistas sabemos que eso no existe y que tenemos que maniobrar con esa demanda de felicidad, y no responder a la demanda nunca”, agrega. La cura psicoanalítica, explica Justo, vendría de aprender a vivir con esa falta, con saber que esa felicidad nunca va a ser completa.

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