¡Buen día! Hay temores y temores. Algunos merecen existir, otros conviene olvidarlos. Uno de los temores más frecuentes tiene que ver con la enfermedad. Se cuenta que Frank Sinatra fue al médico temiendo que su corazón anduviera mal. El cardiólogo, tras un riguroso examen, lo espantó: “Temo que el mal que usted sufre sea incurable”. Sinatra, pálido y angustiado, preguntó: “Dígame la verdad doctor: ¿qué es lo que tengo?”. “¡Miedo!”, respondió. Los temores infundados agravan los problemas, haciéndolos más difíciles. Muy ilustrativa es la experiencia de Henry Morton Stanley, famoso explorador británico. Le preguntaron si había tenido miedo ante la aterradora selva. Su respuesta fue: “En realidad, yo no vi toda la selva. Sólo vi una roca delante de mí, sólo vi una serpiente venenosa que tenía que matar si quería dar otro paso. Sólo vi el problema que tenía frente a mis ojos. Si lo hubiese visto todo, habría quedado tan abrumado que no habría podido intentar esa exploración”.
Los temores nos abruman más por sentirlos todos juntos que por lo que cada objeto de temor merece. Ellos tienen mucho que ver con la preocupación: esta palabra, descompuesta en sus dos elementos (pre y ocupación), nos están diciendo que preocuparse es ocuparse por adelantado de algo que puede suceder. Lo malo está en vivir esa realidad como si ya estuviera presente y, además, es un círculo de pensamientos ineficaces que giran en torno a un punto de temor. El hecho de girar alrededor termina provocando el mareo de ver los peligros en dimensiones exageradas. Por ello resulta sabia la advertencia de San Francisco de Sales: “Basta recibir los males cuando vengan, sin prevenirlos con un desmesurado temor, afligiéndonos ya por adelantado”.
De todos modos, los temores suelen venir sin llamarlos. Depende de nosotros franquearles o no la puerta de nuestro ser. Y, sobre todo, recordemos que no estamos solos. Valen para nosotros las palabras de Jesús a Pablo: “No tengas miedo: ¡yo estoy contigo!” (Hechos 18,9).
¡Hasta mañana!