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La vidriera de los cambalaches

Por El Litoral

Domingo, 12 de abril de 2020 a las 01:03
Por Emilio Zola
Especial para El Litoral

El mundo fue y será una porquería, escribió hace 86 años Enrique Santos Discépolo para pintar una realidad que una y otra vez chocaba contra su propia caricatura, mucho antes de que los golpes militares más sanguinarios, los colapsos económicos y las hecatombes virales estragaran al país “condenado al éxito”.
Cambalache es una metáfora trágica, sorprendentemente exitosa por su ductilidad para vehiculizar el escepticismo del argentino tipo, acostumbrado desde siempre a los tejes y manejes del pillo que llega a dominar el arte del acomodo y la trampa en los entresijos del poder de cualquier administración, en cualquier gobierno y bajo cualquier signo político, tal y como el colectivo nacional acaba de comprobar, por enésima vez, en plena pandemia.
Nada más simple que criticar con argumentos inapelables la compra de aceite y fideos a precios “descuidados”. El Estado nacional, ese mismo que a través del tono aplomado del presidente Alberto Fernández promete firmeza para terminar con los “vivos” que sacan provecho del cataclismo viral, les hizo el caldo gordo a los mercaderes de la intermediación, esa casta de empresarios especializados en pases mágicos que permiten ganar fortunas desde una poltrona de Puerto Madero.
Lo complejo pareciera ser actuar frente a la injusticia del negocio espurio, pues ante la gravedad de los hechos nadie puso el grito en el cielo. Por el contrario, el Gobierno actuó con displicencia y si bien anuló las compras no salió a comunicar con claridad dónde, a quién y de qué manera adquirirá insumos indispensables a partir de ahora.
Veamos los datos duros: un litro y medio de aceite de primera marca ronda los 120 pesos en cualquier supermercado, pero el Ministerio de Desarrollo Social autorizó una licitación por la cual el Estado terminaba pagando 158,67 por cada botella de la ignota marca “Indigo”. Una maniobra descarada que tiñe de sospechas la administración albertista, la cual se venía destacando por sus aciertos en el afán de achatar la curva de contagios mediante una cuarentena resuelta con anticipación, elogiada por las naciones europeas que a costa de miles de muertes tomaron demasiado tarde la misma medida. 
El episodio dejó un tendal de funcionarios de segunda línea sin sueldo, eyectados del Ministerio de Desarrollo Social como consecuencia de una purga fulminante con la que el Gobierno buscó morigerar el costo político de una transacción imperdonable pero muy habitual. 
El problema de fondo es que absolutamente todas las compras del Estado están contaminadas por el oportunismo de funcionarios, empleados públicos y empresarios, expertos en un mecanismo administrativo diseñado para desanimar a los proveedores menos permeables a la cadena de favores que tiene lugar en la ristra de oficinas gubernamentales donde se cocinan, a fuego lento, los expedientes de cobro.
Así como la pandemia permitió que el mundo se quitara el velo de las superficialidades para comprender que la vida puede seguir sin fútbol pero no sin médicos, también expuso con inusitada nitidez la que quizás sea la más nociva defección sistémica del funcionamiento administrativo estatal. De pronto, desde el confinamiento obligatorio que las familias argentinas guardan a costa de un sacrificio tremendo, pudo verse con claridad meridiana el fraude legal entronizado en el reino de los sobreprecios.
En las últimas horas otra brasa de este potaje pecaminoso fue arrojada a la hoguera del desencanto público: el fabricante del aceite “Indigo” aseguró haberle vendido su producción a una de las firmas intermediarias, Copacabana SA, a 96 pesos por cada unidad de 1,5 litros, con lo cual se devela que la firma proveedora contratada por el ministro Daniel Arroyo tenía un margen de ganancia del 64 por ciento en una operación que ascendía a 737,5 millones de pesos.
Se calcula que de haberse pagado los valores que el propio Estado defiende a través de su programa de “Precios Cuidados”, la compra de aceite, arroz y fideos para los hambrientos de la Argentina hubiera costado unos 300 millones de pesos menos que la cifra finalmente pactada. Suficiente para que en cualquier contexto de normalidad ardiera Troya.
Pero no transcurren tiempos normales, sino todo lo contrario. El coronavirus monopoliza el menú noticioso y las sucesivas cuarentenas mantienen a la ciudadanía entre el sopor y la preocupación por el futuro,  de modo que los reflejos críticos de una sociedad que llegó a entregarle el poder al macrismo con tal de evitar la continuidad kirchnerista han perdido el vigor de otros tiempos. 
En otro contexto, como mínimo, se podría haber esperado la presentación judicial de algún legislador opositor para que se investigue la responsabilidad de Arroyo y su séquito. Pero la desgracia universal es tan grande que, ante la certeza irremediable de una mortandad indiscriminada, la gente contempla la corruptela apocalíptica como un problema menor, con ajenidad, ocupada en la supervivencia propia y sin reaccionar frente a la maquinaria del pillaje sobornador que sigue haciendo de las suyas a pesar del (¿o debemos decir gracias al?) Sars Cov-2.
Si el latrocinio que le arrebató el futuro a la Argentina inspira la tristeza de haber dilapidado mil y una oportunidades a lo largo de sucesivos gobiernos, el ventajismo paroxístico que impulsa a un puñado de inescrupulosos a sobrefacturar la comida de los pobres en plena crisis global viene a ser la prueba de que, como en el hundimiento del Titanic, nunca falta el aprovechador de baja estofa capaz de acaparar los botes salvavidas.
Llegará el día en que el covid-19 sea un mal recuerdo. Y cuando ese momento alumbre el camino de la reconstrucción, habrá que tomar recaudos para corregir todo aquello que el brote pandémico desnudó como lo que son: vicios de un sistema democrático que cruje frente a la contingencia.
Será el tiempo de fortalecer la estructura sanitaria del país, de priorizar la industria nacional y de generar una estrategia de contención social que no utilice como única variable de abordaje a la pobreza, el asistencialismo paralizante que relega a las fuerzas laborales a la condición de meras beneficiarias pasivas de la dádiva estatal. 
¿Pasará Alberto Fernández el filtro de la decencia después de la peste? Su pose austera, su discurso equilibrado y su firme decisión de anteponer la salud a la economía, alimentan la ilusión de un político distinto, libre de máculas.
Pero las apariencias siempre pueden engañar. El mismo presidente que es reconocido por haber tomado medidas rápidas para evitar, al menos hasta ahora, el recrudecimiento del brote, es quien justifica a su ministro de Desarrollo Social con el apelativo de “podre Daniel”, sostiene en su cargo a  un secretario de Energía acusado de difundir fake news sobre el virus y permite que la sobrevaluación se repita en el Pami, que compró el alcohol en gel más caro del país.
La indulgencia de Alberto frente a los deslices de sus colaboradores se explica desde el tronco de la alianza gobernante, donde las distintas facciones del peronismo condicionan los movimientos del jefe de Estado por la simple razón de que basa su liderazgo en una configuración horizontal, en la que cada ministerio y cada organismo público está colonizado por jerarcas de diversos colores internos. Un caso paradigmático es el de la titular del Pami, la intocable Luana Volnovich, referente de La Cámpora y novia del diputado Máximo Kirchner.
Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches, la urgencia se mezcló con la ética para producir las primeras mellas en la imagen presidencial después de la irrupción pandémica. ¿Será lo mismo el que mata que el que cura en esta instancia rotunda de la epizootia? Sólo Alberto puede contradecir a Discepolín, a través de los más cabales procesos de transparencia.

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