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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

El silencio habla

El silencio que volvió con la pandemia nos ha permitido corroborar que, con menos decibeles, la naturaleza se expresa, palpita y dice.

Por Adalberto Balduino

Especial para El Litoral

El silencio dice cosas que restablecen el orden; primero la naturaleza, luego el amor a ella, porque nos protege. El cuidado armónico, la disciplina por los que le debemos respeto, porque el planeta vive y respira, potenciando el silencio donde conviven todos los principios de preservación, comenzando por casa, el hábitat, el origen. Esto viene a cuestión de los cambios en la naturaleza como consecuencia de la pandemia. Ante la desgracia mundial, el reverdecer de especies animales, de la mejora de la atmósfera, y también haber recuperado y comprendido que no hay como la familia, los amigos, que en el confinamiento personal hemos fomentado creando las bases sólidas de la solidaridad, porque ninguno somos nada sin los otros, nuestros semejantes. Hay un refrán viejo pero elocuente: “No hay peor sordo que el que no quiere oír”. No darnos cuenta de ello es carecer de sentido común, que solos no somos nada. Un artículo escrito desde Londres por Carlos Fresneda para un medio internacional, da cuenta del ecologista acústico Gordon Hempton, que se encuentra a full en un proyecto de propender en parques la belleza del silencio para que solamente se deje escuchar “el canto de los pájaros, o el sonido de sus propios pasos caminando por la calle”, para que la salud mental pueda regodearse con la simplicidad de lo fundamental. Si bien sorprende el cometido, no es nuevo desde la pandemia: se ha registrado animales cruzando calles urbanas, de las más diversas especies. La pareja de nutrias gigantes del Iberá cuya hembra se encuentra en estado de gestación, después de mucho tiempo, si bien estas fueron impuestas en una experiencia maravillosa, no deja de ser sorprendente, o los yacarés que afloran en nuestras costas tomando sol. El experto dice que “la gente teme al silencio. En el fondo, es un temor a lo desconocido, porque en las ciudades nos hemos habituado a vivir entre ruidos sin ser conscientes de cómo afecta a nuestra salud. Por ejemplo, hay informes de que hay 113 millones de personas que sufren los efectos de la contaminación acústica”. Enfatiza Gordon Hempton: “El mundo se enfrenta a una pandemia y necesitamos más que nunca escuchar a la Madre Naturaleza, por nuestra salud física y mental”. Dice que “el confinamiento sirvió para aplacar el ruido y enseñarnos a apreciar los beneficios de la vida diaria por debajo de los 55 decibeles”. Es cierto, el barullo que provocamos tiene mucho que ver con el stress, con la disminución de audición, con la desfiguración de la realidad sonora de la cosa natural. Hay muchos ejemplos de la búsqueda del silencio y para qué sirvió. Por ejemplo, el mítico conductor radial y televisivo de voz gutural y peruano de naturaleza, Hugo Guerrero Marthineitz, nacido en Lima, se proclamó en Argentina como el comunicador que todos hemos querido ser. En principio por su originalidad, por su creatividad, por su capacidad de improvisación cuando no cualquiera la hacía propia, pero más que nada por las pausas que en el justo momento y por el tiempo que se le ocurría sabía dar a su parlamento. Esas pausas en que dejaba jugar al silencio sin término preciso, marcaron su estilo, creando mayor expectativa por saber que el silencio, como en las películas, construye un desenlace que es el interés por lo que viene después. Porque las pausas, como el silencio, son necesarias porque nos devuelven la realidad acústica. Es lo que se ha producido al detenerse el hombre, ya que, de naturaleza gregaria, no quedarse quieto, hablar a los gritos, bocinas y demás bochinches urbanos de pronto hicieron silencio. “Mutis por el foro” y los fenómenos devolvieron algo mucho tiempo no oído, los sonidos de la naturaleza con la hermosura hasta en lo mínimo como la brisa suave y diáfana. Instalando el silencio en su contraposición, son muchos quienes aún recuerdan una frase de marcada consigna. En 1974 se hizo famoso el dicho que todos repetían más en broma: “El silencio es salud”. No faltaron los capos cómicos como Alberto Olmedo que hicieron uso de ello para tapar algún desborde de libreto, o dejar en pausa la respuesta imaginada. Esta frase apelando a que “el silencio es salud”, fue desplegada políticamente en el Obelisco debido a la agitación política y social, cuya interpretación por agregado se imputaba como un mensaje a la “Triple A” para que silencie voces disidentes que criticaban fuertemente la gestión gubernamental de Isabelita. Pero la mención del silencio no termina allí; el 14 de febrero de 1991 se estrenó la producción cinematográfica “El silencio de los inocentes”, cuyo título original es “The silence of the lambs”, mientras que España la dobló como “El silencio de los corderos”. Es decir, aquellos, en vez de defenderse, callan. Todos muy cerca de la verdadera razón del silencio que en vez de facilitar, complica. Podríamos agregar, “el que calla, otorga”. Esta película, que fue suceso, obtuvo 5 premios Oscar, novedad absoluta en películas de terror, interpretada por una joven Jodie Foster y el consumado actor inglés Anthony Hopkins en su rol inaugural del Dr. Hannibal Lecter. Siempre jugando con la frase “El silencio es salud”, en el año 2009, el líder del grupo argentino de rock Arbol, Eduardo Schmidt, graba como solista su primer vinilo, con el título que juega con el silencio como medida terapéutica. El aludido científico que da pie a este artículo y que muy bien lo desarrolla desde Londres el periodista Carlos Fresneda, el ecologista acústico Gordon Hempton, afirma: “El mundo se enfrenta a una pandemia y necesitamos más que nunca escuchar a la Madre Naturaleza”, así como nuestros originarios adoran a la Pachamama. Ha logrado en varios países, específicamente en parques forestales, que se disponga la reclamada paz del silencio humano sin exageraciones de ningún tipo, a través de su andar y sus máquinas, atenuando solamente el ruido exagerado de decibeles para conectarnos naturalmente con la flora y la fauna. Alguien atinó a aseverar que, dando más forma a la inquietud acústica, se lograría una mejora de vida en todo sentido, contribuyendo a restablecer el planeta de sus excesos e ilimitados decibeles. Como lo expresaba al principio de la nota, el silencio real provocado por las cuarentenas ha promovido renovación de vida y el retorno de los verdaderos dueños de bosques, montes y selvas: su fauna y flora. Como, en el Iberá, nuestros guacamayos, revoloteando, reproduciéndose, en una explosión de rojo vivo surcando como una saeta nuevamente los cielos correntinos después de mucho tiempo. He tomado al silencio que proclama Gordon Hempton, pero también jugando con la palabra silencio y su oponente cuando refiero que la palabra es vital para defendernos, exponer clarificando una idea, una posición, no cayendo en “El silencio de los inocentes” ante las injusticias. Sí, claro, el silencio acaecido conviene por un montón de cosas, en principio por la recuperación ecológica, pero también en el confinamiento reconocer haber aprendido que sin los demás no somos nada, ahora más que nunca: la familia, los amigos, las personas con quienes intercambiamos mensajes en las redes sociales. La valorización de las cosas importantes que, por pequeñas aparentemente, hemos dejamos de lado y que hoy aprendimos a tratar de recuperarlas. Siempre procuro que, al final, la fuerza de la moraleja se bañe de poesía, así exalto la obra y devuelvo la importancia del poeta en unas pocas estrofas. Argentino y señero, él, en íntima relación con lo dicho. Lo sintetiza la excelencia de Atahualpa Yupanqui, cuyo silencio tenía voz de paisaje: “¡Tierra mía! / En el camino de tus montañas encontró mi corazón estas palabras. / Lo grande, lo indescifrable queda dentro de mí. / Como una música recóndita, amparada en la fuerza cósmica de tu silencio”.

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