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Lázaro, el sapo que tragan los argentinos

Por El Litoral

Domingo, 13 de septiembre de 2020 a las 01:03

Por Emilio Zola
Especial Para El Litoral

Ese ícono de la corrupción impune llamado Lázaro Báez, acaparador de incalculables riquezas procedentes de un poder político que se especializó en usufructuar el lado oscuro de la obra pública nacional, protagonizó hace pocos días un escándalo que hizo montar en cólera a medio país. Su fallida mudanza desde la cárcel a un exclusivo country de Pilar fue interpretada como un privilegio intolerable por miles de ciudadanos para quienes el empresario debería haber continuado tras las rejas.
Sin embargo, el beneficio de la prisión domiciliaria, concedido al ex magnate luego de un extenso confinamiento preventivo en el penal de Ezeiza, se ajusta a derecho. Y la causa de que haya logrado tal prerrogativa no es otra que la extrema mora judicial en la resolución de su situación procesal, indefinida como consecuencia de distintos factores que van desde la insolvencia de los investigadores para la producción de pruebas, hasta las influencias (soterradas o explícitas) ejercidas por el sortilegio político que, a no dudarlo, protege a sus personeros más encumbrados desde los sótanos de la República. 
Lo cierto es que la normativa vigente contradice taxativamente los anhelos del nutrido grupo de vecinos del barrio privado Ayres de Pilar que, invadidos por un comprensible encono, impidieron el ingreso de la furgoneta penitenciaria que transportaba al encausado hasta una portentosa locación rodeada por exuberantes parquizados, piscina y sala de amenities. Tan idílico refugio fue elegido por el dueño de Austral Construcciones para fijar domicilio con el propósito de cumplir allí el resto de la preventiva dispuesta por la Justicia luego de pasar 4 años y 5 meses encerrado en los calabozos del mismo complejo carcelario donde compartió estadía con otros detenidos emblemáticos de la administración K. Entre ellos, Amado Boudou, Luis D’Elía y Julio de Vido.
Todos ellos, salvo excepciones flagrantes como la de José López (el hombre de los bolsos depositados en aquel convento), fueron beneficiados con excarcelaciones o prisiones domiciliarias en las primeras semanas de la presidencia albertista, mientras que Lázaro siguió entre rejas a pesar de que nunca fue condenado. Pero cuatro años y medio a la sombra sin sentencia son demasiados para un sistema penal que no contempla castigos anticipados. Allí reside el motivo medular por el cual los magistrados del Tribunal Oral Federal N° 4 no tuvieron más alternativa que permitir la ida de Báez a su casa: según la legislación penal argentina, ningún imputado puede pasar más de dos años privado de su libertad sin llegar a la instancia condenatoria, con lo cual Báez terminó favorecido por la extrema retardación evidenciada en los procesos que lo tienen como principal sospechoso de latrocinio.
El empresario está seriamente complicado en al menos tres expedientes conocidos como “Hotesur”, “Vialidad” y “La Rosadita”. Afronta dos juicios orales que se demoraron por la pandemia y va camino a un tercer debate oral por el delito de evasión impositiva. Podría decirse que lo espera una pena de varios años, pero por el momento nadie puede asegurarlo. En virtud del principio jurídico según el cual toda persona es inocente hasta que se demuestra lo contrario, quien fuera catalogado como el recaudador número uno del dinero negro obtenido de negociaciones espurias durante el kirchnerato reúne los requisitos para afrontar los juzgamientos venideros en condiciones de semilibertad.
En este punto vale indagar en la conducta de los encargados de ejercer la superlativa responsabilidad de juzgar a sus semejantes. Sin entrar en calificaciones peyorativas, cada vez que los vientos partidarios cambian de dirección la balanza de la Justicia acusa inclinaciones sutiles, muchas veces imperceptibles, que pueden alterar el normal desenvolvimiento de un proceso teñido de condimentos políticos. 
Por ello, no es casual que la derrota macrista del 2019 produjera una descompresión judicial sobre las causas tramitadas contra los ex funcionarios K, que a partir de la asunción del presidente Alberto Fernández comenzaron a recuperar la libertad o, cuando menos, terminaron con un arresto morigerado en sus aposentos familiares, tras esgrimir diversos argumentos entre los cuales el coronavirus fungió como pretexto perfecto para excarcelaciones contaminadas por el mismo tráfico de influencias que se respiró allá por 2016, cuando las causas contra los mariscales de Cristina Fernández de Kirchner se aceleraron al ritmo de las promesas de “mani pulite” formuladas por el entonces triunfante presidente Mauricio Macri.
¿Pero quién es Lázaro Báez? ¿Por qué, a diferencia de otros acusados de corrupción, la sola mención de su nombre irrita a la argentinidad en su conjunto, sin distinción de banderías políticas? Es un ex cajero de banco que, gracias a la amistad personalísima que supo cultivar con el ex presidente Néstor Kirchner desde sus tiempos de intendente de Río Gallegos, se hizo megamillonario al ser adjudicado con el 80 por ciento de las licitaciones ruteras convocadas en la década pasada, cuando el Estado nacional volcaba descomunales presupuestos a la pavimentación de carreteras que, en muchos casos, quedaban inconclusas o eran construidas bajo dudosas normas de calidad.
En aquellos contratos leoninos que suscribía el grupo Austral, los sobreprecios eran moneda corriente y si bien se vislumbraban tales procedimientos non sanctos con la clara presunción de que jugosas tajadas terminaban en manos de los mercaderes del financiamiento político, la Justicia no tuvo elementos suficientes para poner a Báez contra las cuerdas hasta que apareció el video de sus hijos contando toneladas de dólares en la cueva financiera SGI de Puerto Madero. Para entonces el ex presidente Kirchner había fallecido, lo que implicó para el empresario la progresiva pérdida de salvoconductos y el desmoronamiento de su imperio.
Después de todo, el otrora poderoso constructor oriundo de la región chilena de Osorno no era más que un coloso con pies de barro. Con su mecenas sepultado en un mausoleo de Santa Cruz, Lázaro Báez Rodríguez quedó al desnudo, convertido en un fenómeno teratológico de las instituciones argentinas, caído en desgracia a partir de testimonios como el aportado por el valijero arrepentido Leonardo Fariña, que lo dejó al filo del precipicio.
Para el empujón final sólo faltaba que Cristina dejara de ser presidenta, lo que ocurrió el 10 de diciembre del 2015, cuando Cambiemos llegó al poder con promesas de transparencia que se erigirían en golpes de efecto destinados a saciar el apetito punitivo de sus votantes. Entre esos gestos, la detención preventiva de Báez luego de aterrizar en su avión privado en el aeródromo de San Fernando, el 5 de abril del 2016 fue una de las principales cucardas exhibidas por el flamante gobierno.
De esa forma, la nueva gestión ofrendó uno de los trofeos más celebrados por la multitud de indignados que esperaba con sed de revancha flagelos aleccionadores contra el derrotado régimen K. Pero hubo un problema: el juez que ordenó la captura de Báez, Sebastián Casanello, sopesó las actuaciones bajo una creciente presión social y en un acto de condescendencia para con los nuevos moradores de la Casa Rosada. Si para muestra basta un botón, hay que recordar que el 5 diciembre del 2015, el mismo magistrado cerró una causa por espionaje que desvelaba al entonces presidente electo Mauricio Macri. 
Vale decir entonces que el juez hundió el puñal con el kirchnerismo en retirada y que su decisión resultó funcional a las expectativas de la facción triunfante. Comenzó así el maratónico encarcelamiento cautelar de Lázaro, con flaquezas probatorias que se tradujeron en dilaciones agobiantes, al punto de que transcurrieron más de cuatro años sin que un tribunal competente pudiera comprobar la culpabilidad del reo. 
En ese interregno el partido gobernante volvió a cambiar y Báez terminó afuera de la cárcel gracias a la negligencia de un sistema judicial tan permeable a los influjos políticos como incapaz de aplicar la ley en lapsos razonables. Sempiterna defección de los estrados que, una vez más, decepciona a una sociedad desastrada por la crisis económica y sanitaria, mientras se traga el sapo de ver a un gandul disfrutar de sus lujos mal habidos. Porque no hay dudas de que Lázaro debería estar preso, pero no por triquiñuelas de baja calaña, sino como resultado de la más firme de las condenas, producto de una investigación eficaz que proporcione al país la certeza inobjetable del pillaje cometido.

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